Faltaban solo tres meses para las elecciones presidenciales de 2003 y José Pampuro estaba en llamas. Tirado en el sillón de su despacho en Casa Rosada, el secretario general de la presidencia de Eduardo Duhalde respiraba indignación. Había ido a inaugurar un local partidario en Lanús y regresado del conurbano con un profundo pesimismo. Un breve intercambio con una histórica vecina del barrio había dilapidado su vacilante estado de ánimo. “¡Pepe, Pepe, voy a votar por tu candidato!”, le gritó enfática al verlo llegar. “¿Por Néstor?”, exclamó el funcionario. “¡Sí, por Kissinger!”, le respondió. Pampuro quedó destruido. “No conocen ni el apellido”, clamaba quien fuera uno de los principales promotores de su candidatura y un articulador clave, junto al “Chueco” Mazzón, de la sociedad Kirchner-Duhalde.
La imagen de un Néstor Kirchner ignoto fue tan reiterada como relevante. En la calle, pocos lo conocían. Y, en la política, muchos de los que lo conocían poco lo querían. “Hacer campaña por Néstor es como sacar a pasear un perro muerto por el conurbano”, aseguran que murmuró en aquel momento el caudillo bonaerense Hugo Curto. Él lo desmiente. Cierta o no, la frase condensaba el sentir de un puñado de dirigentes justicialistas que renegaba del gobernador de Santa Cruz. “Es un montonero”, decía el eterno jefe comunal “Manolo” Quindimil, en sintonía con el “se viene el zurdaje”, que auguraba Mirtha Legrand. Entre desconocimiento, prejuicios y resistencias, el anecdotario sobre el expresidente ayuda a graficar la desprovista legitimidad de origen que rodeó a su desembarco en Casa Rosada y, sobre todo, a dimensionar su construcción de poder.
Caracterizar a Kirchner como un hombre de consenso podría ofender en igual medida a detractores e incondicionales. Es un retrato incompleto que encuadra mejor en el mito alfonsinista que en la épica combativa peronista. No obstante, hubo mucho de eso. Kirchner tenía entre sus virtudes saber crear las condiciones de posibilidad. En el barrio dirían que sabía interpretar lo que pedía la jugada; no solo respecto a las demandas sociales y al contexto regional, sino también a los tiempos de la negociación y el conflicto. Combinar con pericia maniobras audaces y consensos, sin recular en los objetivos, no es para todos. El enjuiciamiento a la Corte menemista, por ejemplo, no se limitó a un acto voluntarista. La medida cosechaba un amplio apoyo social –el respaldo del 80 por ciento de la población– y requirió de quirúrgicos acuerdos parlamentarios. “Es lo mejor que ha realizado este gobierno”, rezaba la opositora Elisa Carrió en 2004. En el mismo sentido, para la anulación de las leyes de impunidad necesitó amalgamar las posturas del PJ con las del ARI, el socialismo, el Frepaso y la Izquierda Unida. En suma, las maniobras más audaces no implicaban saltos al vacío, tenían la muñeca de un dirigente que había ganado músculo trenzando y pulseando durante años con pesos pesados como Menem o Duhalde.
En 2003 la oferta política estaba fragmentada. Los dirigentes, deslegitimados. La autoridad presidencial, languidecida. Y la población, profundamente golpeada. Kirchner recogió las partes, las integró y revitalizó. Con votos prestados y cosecha propia, construyó el dispositivo electoral más potente desde el regreso de la democracia. Disputó poder y liquidó al duhaldismo en 2005. No aplastó a los derrotados, trabajó para seducirlos e incorporarlos. La misma estrategia aplicó con Roberto Lavagna luego del triunfo en las presidenciales de 2007 y con Martín Sabbatella tras la derrota en las legislativas de 2009. "La política no es un club de amigos", repetía, entendiendo que el que se enojaba perdía. Frentetodismo al palo, con liderazgo y capacidad de acción.
Con el correr de los años, la figura de Kirchner quedó circunscripta al campo de batalla. El “¿qué te pasa, Clarín?” resultó mucho más taquillero que la fusión Cablevisión-Multicanal. “¿Saben quién iba a Olivos? Héctor Magnetto. Fue toda la gestión de Néstor”, rememoró CFK en su alegato de la causa Vialidad. También Paolo Rocca, el CEO de Techint. Tenían un vínculo de cordial tensión permanente, que incluyó fuertes peleas públicas por el caso Skanska o la candidatura de Lavagna, así como reconciliaciones públicas como el afectuoso “querido Paolo” del expresidente durante un acto en Siderar en 2007.
Kirchner iba y venía hasta donde quería. Se apoyó en el respaldo de la UIA y AEA al inicio de su gestión y tensionó la relación con el establishment al ritmo de la aceleración inflacionaria. “No le compremos ni una lata de aceite. No hay mejor acción que el boicot del pueblo a quienes se están abusando”, lanzó en marzo de 2005 sobre Shell. La petrolera había aumentado el precio de los combustibles sin la autorización del Estado. Al día siguiente hubo piquetes en 33 estaciones de servicio. “Tenemos capacidad para bloquear 700”, advertía envalentonado Luis D´Elia. Al boicot contra la multinacional le sumaron sanciones que impuso la Secretaría de Energía para quienes no respetaran los acuerdos de precios. Fue un golpe a tres bandas. Y la marcha atrás de la compañía, un retroceso inevitable.
Meses más tarde, Alfredo Coto apareció en la mira del exmandatario. “Señor Coto: yo lo conozco muy bien a usted. Quiere saquear el bolsillo de los argentinos”, arremetió beligerante sobre el referente de la Asociación de Supermercados. “No me puedo enojar con el presidente”, contestó el empresario. “Soy muy optimista con la economía argentina”, agregó con alguna cuota de sinceridad y mucha ironía. Semanas después se vieron a solas en Casa Rosada. Bastaron 30 minutos, un café y una palmada para que hicieran borrón y cuenta nueva. El cruce quedó sepultado, aunque sirvió para que las grandes cadenas se comprometieran a rebajar un 15 por ciento los precios de alimentos. Después de las piñas, llegaron los abrazos. Idas y vueltas del conflicto y la negociación.
Más que en el realismo mágico del Nestornauta, la figura de Kirchner se inscribe en el neorrealismo peronista. La historia de un caudillo patagónico que logró hacer pie en el barro del conurbano bonaerense; y apalancado por el vetusto aparato justicialista, reconstruyó el Estado y lo utilizó como contrapeso del mercado. Lejos de los grandes relatos, propuso como slogan de campaña “Un país en serio”. Empleo, consumo y estabilidad. De la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Disciplinó a propios y extraños en base a resultados. Al peronismo más primitivo le anexó impronta latinoamericana y le plantó la bandera de la Memoria, Verdad y Justicia. “Es un rebelde de sana rebeldía”, lo describía Duhalde a Página/12 meses antes de las elecciones de 2003. Consensuaba para construir y tensionaba para avanzar. Imprimía épica, pero sobre todo política. Porque en aquel momento, como ahora y siempre, discursos valientes sobraban, lo extraordinario era poder materializarlos.