Hace veinte años la Argentina presenció un acontecimiento inusual en su vida política: Néstor Kirchner asumía la presidencia de un país devastado por el catastrófico derrumbe del experimento neoliberal iniciado por la dictadura genocida que la presidencia de Carlos S. Menem llevara hasta sus últimas consecuencias y por la mentirosa política de la Convertibilidad pergeñada por Domingo F. Cavallo, que reposaba sobre la fantasiosa equiparación entre el dólar y el peso argentino. En ese convulsionado entorno Menem, que había triunfado en la primera vuelta electoral, optó por no presentarse en el balotaje para disputar la presidencia con Kirchner, que había obtenido un 22 % de los sufragios (contra el 25 % del expresidente) dado que todas las encuestas le anticipaban una derrota de casi cuarenta puntos. Y lo inusual, lo anómalo, fue precisamente esa extrema debilidad con la cual el santracruceño ingresó a la Casa Rosada cuando el país estaba apenas comenzando a salir de las profundidades de la crisis ocasionada por el estallido de la Convertibilidad, el “corralito bancario”, los turbulentos coletazos de la multitudinaria insurgencia popular del 19 y 20 de diciembre del 2001 cohesionada por la consigna “que se vayan todos” y un desprestigio sin precedentes del régimen democrático, epitomizado por los cinco presidentes que transitaron por la presidencia de la república en apenas una semana. Para colmo, pocos días antes de su jura como presidente el diario La Nación, a través de su editorialista estrella, José Claudio Escribano, hizo público un verdadero ultimátum en el cual, entre otras cosas, decía que con el resultado de las elecciones “la Argentina ha resuelto darse gobierno por un año.” [1] Salvo, advertía Escribano, que Kirchner aceptara el insolente pliego de condiciones remitido al presidente electo y obrara en consecuencia. ¿Cuáles eran esas condiciones? Las previsibles: continuar el alineamiento automático con Estados Unidos pero “sin relaciones carnales”; inmediata visita al embajador de ese país en la Argentina para manifestar lo anterior; reunión con los empresarios para acordar el sendero por el que transitaría la política económica; condenar a Cuba; poner fin a toda tentativa de revisar lo actuado durante la lucha contra la subversión y, finalmente, adopción medidas excepcionales de seguridad.
Todo este breve prefacio viene a cuento de un tema crucial en el momento actual de la Argentina: las restricciones que enfrenta el gobierno nacional para hacer frente a las presiones del arco opositor y los beneficiarios del agronegocios y todo el complejo primario exportador, amén de las provenientes de Washington -obsesionado por restablecer su control del “patio trasero”, hoy denominado con la expresión más amable de “nuestro vecindario”, Laura Richardson dixit- objetivo que de no neutralizarse convertiría a nuestro país en un protectorado estadounidense. Para justificar esta imposibilidad de defender el interés nacional (hidrovía, telefonía 5G, inversiones en infraestructura financiadas por China, renegociación radical con el FMI en sede de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, etcétera) algunos desde el oficialismo y el FdT aducen que “no nos da la correlación de fuerzas”. [2] Pero el gobierno de Néstor Kirchner es la prueba más rotunda de la falacia contenida en ese argumento. El 25 de mayo de 2003 era un presidente que tenía menos de la cuarta parte de los votos populares; una situación compleja en la Cámara de Diputados, mejor en el Senado pero, en ambos casos, con representantes que no le respondían a él sino a la conducción del PJ en manos de Eduardo Duhalde; tenía la prensa hegemónica en contra así como el resto de los “poderes fácticos”, comenzando por “la embajada”. Por eso Escribano decía que el país había decidido elegir a un presidente por un año.
Debido precisamente a que la “correlación de fuerzas” no es una realidad ontológica inmutable sino el producto de la praxis histórica, Kirchner pudo impulsar una serie de políticas que redujeron los escandalosos niveles de pobreza e indigencia producida por el experimento neoliberal de Menem y sus continuadores de la Alianza; manejó con mano firme la recuperación económica del país; renovó la indigna Corte Suprema de Justicia del menemismo con el apoyo de ambas cámaras del Congreso; restableció los juicios por delitos de lesa humanidad cometidos por la dictadura genocida; canceló por completo la deuda con el FMI; recibió y apoyó a las Madres de Plaza de Mayo en sus luchas. Y poco después de haber concluido su mandato, su sucesora, Cristina Fernández de Kirchner, acabó con la privatización de los fondos de pensión y creó un régimen previsional público, amén de otras políticas de extensión de derechos y empoderamiento popular que se impusieron tras vencer enconadas resistencias. Como si lo anterior no fuera suficiente, Kirchner revolucionó la política exterior de la Argentina estableciendo sólidos vínculos con el Brasil de Lula y la Venezuela de Chávez y, en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata, lideró junto a ellos nada menos que el rechazo al ALCA, el principal proyecto geopolítico de Estados Unidos para esta parte del mundo para todo el siglo veintiuno. Y terminó su carrera política, tronchada por una muerte prematura, nada menos que como secretario General de la Unasur. El gobierno al que la derecha le asignaba plazo de vencimiento en un año duró nada menos que doce. El pronóstico del articulista de La Nación fue desmentido por la historia.[3]
Alberto Fernández, jefe de su Gabinete de Ministros, fue testigo privilegiado de esta verdadera hazaña que demostró que aún las más desfavorables “correlaciones de fuerzas” pueden ser cambiadas. No es una tarea sencilla (como todo en la política) pero está lejos de ser imposible. Depende de la clarividencia y voluntad de la dirigencia, de su capacidad para pergeñar y comunicar una épica de la liberación nacional y de construir -con masas informadas, politizadas y concientizadas- un poderoso instrumento político para sostener desde el llano la batalla que deberá librar el gobierno para cambiar a su favor la “correlación de fuerzas” existente. También de sus concepciones acerca de lo que es la lucha política, muchas veces enturbiadas por vagos espejismos que aluden a improbables e improductivos “consensos”, cuya afanosa búsqueda sólo sirve para diluir la voluntad transformadora que se requiere para encarar grandes empresas políticas. Para despejar estas ilusiones es preciso recordar una y mil veces la definición que Max Weber diera de la política: es una “guerra de dioses contrapuestos”, en donde se hace necesario combinar en dosis variables la persuasión con la coerción; o sea, con el ejercicio pleno de los atributos que el marco institucional deposita en manos del gobierno. En la Argentina, en tiempos tan críticos e inmoderados como los actuales, cuando el mismo destino de la nación está en juego, el “dialoguismo” y la moderación, lejos de ser gestos virtuosos, se convierten, como lo recordara Charles Fourier, en vicios que debe ser combatidos sin cuartel. Quienes lo olviden deberán cargar con las culpas de haber infligido enormes sufrimientos a su pueblo.
[1] Treinta y seis horas de un carnaval decadente”, en La Nación, 15 de mayo de 2003. Una nota crítica sobre el arrogante y golpista artículo de Escribano se encuentra en Horacio Verbitsky, “Los cinco puntos”, publicado en Página/12 el 18 de mayo y disponible en: https://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-20265-2003-05-18.html
[2] Sobre el tema ver nuestro “La correlación de fuerzas como pretexto”, Página/12, 1° octubre 2022. Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/486360-la-correlacion-de-fuerzas-como-pretexto
[3] Una breve recopilación de los logros del gobierno de Néstor Kirchner puede verse en Arturo Fernández, “Las realizaciones trascendentes de la era kirchnerista”, Revista Debate Público, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires (Junio 2014)