Teníamos todavía pegoteado en el recuerdo el gusto acre de los gases de la Plaza 2001, las piedras volando, la montada arremetiendo contra las Madres, la sensación del novamás en un país que ha dado sobradas ocasiones de lo mismo. Y antes y después hubo más. Y otros novamases.
Entonces lo vimos al tipo de apellido hacía poco impronunciable por desconocimiento -porque después lo conocimos, sí, lo conocimos bien, y nos dijimos orgullosamente kirchneristas-, ese 25 de mayo, zambulléndose entre la gente, desparramando una esperanza medio irracional. Porque Néstor había dicho varias cosas con las que uno coincidía, pero cuántas veces se ha visto eso en políticos de toda laya. Y después ya se sabe. A pocos meses de la revuelta que hizo renunciar a De la Rúa -una reacción popular bastante más potente que un hashtag #QueSeVayanTodos-, a menos meses aún de Kosteki y Santillán, la asunción de un presidente llenaba las calles de personas que estaban dispuestas a confiar en el pingüino.
Después Néstor fue Néstor, y aquel fervor quedó retroactivamente justificado. Pero hace veinte años era más bien un enigma, una rareza, un a-ver-qué-pasa-con-este que empezó a convertirse en algo más cuando percibimos el entusiasmo por mezclarse con aquellos que hasta hace poco recibían palos y gases, y comerse él un camarazo y dar un discurso de asunción con una curita en la frente. Buen símbolo para iniciar un período presidencial del que nada podía saberse, porque en rigor había que reconstruirlo todo y no parecía coser y cantar. Se iba a necesitar algo más que curitas para tamaño desastre, por algún lado había que empezar.
Repasar aquellos días resistiéndose al sepia. La República Argentina nos ha acostumbrado al vaivén, a la montaña rusa de esperanzas y depresiones, pero uno no quiere que Néstor Kirchner, lo que hizo y lo que significó, quede como otra anomalía feliz de la historia, un momento en el que varias cosas que parecían condenadas al fracaso se enderezaron, encontraron a un tipo capaz de cambiar la lógica de casi siempre. 2003 puede parecer lejanísimo y al tiempo sentirse cerca, porque las ideas que sostuvo, las convicciones que no dejó en las puertas de la Rosada, siguen siendo igual de necesarias y urgentes, ardientemente urgentes.
No sabíamos nada, o casi nada, de él. Pero ese día empezamos a vislumbrar que aún se podía confiar en algo nuevo. En otras Plazas. En otra Argentina. Cómo no lo vamos a seguir extrañando.