Es un pequeño milagro, casi –como en el final de Ordet (1955), de Carl Dreyer- un renacimiento. El cineasta alemán Wim Wenders –ganador aquí en Cannes de la Palma de Oro por París, Texas (1984), del premio al mejor director por Las alas del deseo (1987) y del Grand Prix du Jury por Tan lejos, tan cerca (1993)- nunca dejó de filmar, pero hacía casi tres décadas que no entregaba una película verdaderamente valiosa, perdido como estaba haciendo documentales institucionales para el fotógrafo Sebastião Salgado o el mismísimo Papa Francisco. Y de pronto, a los 77 años, cuando ya se lo creía perdido para la causa del buen cine, Wenders reapareció en la competencia oficial del Festival de Cannes con una ficción tan sencilla como sensible, sin caer jamás en la infección sentimental. Se trata de Perfect Days, una suerte de carta de amor a Tokio, una road-movie por la capital japonesa en la que el director alemán se reencuentra con algunas de sus mejores raíces.
Admirador incondicional del cine de Yasujiro Ozu, al punto de que le dedicó todo un film (Tokyo-Ga, en 1985), Wenders se puso como excusa volver a rendirle homenaje al maestro japonés en ocasión del 60 aniversario de Una tarde de otoño, su película final. Pero no hay nada de ese film en Perfect Days, salvo el nombre de su protagonista, Hirayama, y del anacrónico bigotito que luce, idéntico al del legendario actor Chishū Ryu (y al que el propio Wenders lució en la alfombra roja). Por lo demás, se trata de una película de Wenders por derecho propio, donde ni siquiera pretende imitar el estilo inimitable de Ozu.
Eso sí, Wenders –con la colaboración de un equipo local- se imbuye de la cultura del “servicio” y del “bien común” tan propia de la tradición japonesa y hace de su protagonista un hombre dedicado casi por completo a su trabajo, que es el de limpiar los baños público de Tokio (baños, cierto, de un rara belleza arquitectónica, que el director filma con un pulcritud equivalente a la de su personaje). Pero sucede que detrás de la estricta rutina cotidiana de Hirayama –levantarse al alba, preparar cuidadosamente su equipo de limpieza, subirse a la combi con la que recorrerá la ciudad- hay un misterio que el film decide sabiamente mantener como tal, sugiriendo apenas historias posibles para el pasado de ese hombre del que apenas si se sabrá algo más que su pasión por la lectura, su gusto por el rock de los años ’60 y ’70 (The Animals, Lou Reed, Van Morrison), que escucha solamente en cassettes cuando está al volante, y su indómita, irredenta soledad.
Pasa casi una hora de película hasta que se escucha finalmente la voz de Hirayama (Koji Yakusho, gran candidato al premio al mejor actor), tal es el feliz, sereno aislamiento en el que vive. En Perfect Days casi no hay conflictos, ni mucho menos revelaciones estentóreas, sino el día a día –contado con una austera precisión- de un hombre ciento por ciento analógico, que saca fotos en 35mm de la luz que atraviesa las hojas de los árboles y que cada tanto disfruta de ir a comer solo en compañía de otros desconocidos como él, que pueblan una barra de un bullicioso bar de estación, donde comparten un partido de béisbol por TV. Habrá algún que otro personaje que se cruza fugazmente en su camino, pero el centro de Perfect Days es siempre Hirayama y la extraña armonía y paz interior que ha sabido encontrar en medio de una gran ciudad.
Algo de esa armonía, de ese ser en el mundo es lo que busca, a su modo, el protagonista de Inside the Yellow Cocoon Shell (Dentro de la cáscara del capullo amarillo), opera prima del joven vietnamita Thien An Pham, que puede considerarse como la revelación de esta edición del Festival de Cannes, todo un hallazgo de la Quincena de los Cineastas, como a partir de este año se llama la antigua Quincena de los Realizadores.
El protagonista (llamado Thien, como el propio realizador, que reconoce haber puesto mucho de sí en su personaje) es de origen rural, pero como tantos jóvenes de su edad vive malamente en Saigón, hasta que una circunstancia fortuita lo devuelve a su región natal. Debe acompañar a su sobrino de 5 años, que sobrevivió sin daño alguno a un accidente de moto en el que murió su madre. A su vez, el padre del niño, su hermano mayor, está desaparecido hace años y Thien saldrá en su búsqueda, sin saber que en ese viaje sin rumbo encontrará más de sí mismo que de aquel al que fue a buscar.
Una sinopsis resume mal el extraño embrujo que produce la película de Thien An Pham, un nombre que los cinéfilos tendrán que empezar a memorizar. Filmada en prolongados planos secuencia, que nunca pretenden llamar la atención sobre el procedimiento a pesar de la complejidad formal de algunas tomas, Inside… es una película en donde el viaje físico se vuelve espiritual. La belleza sensible del mundo parece materializarse en la pantalla a medida que el protagonista se interna en esa selva que no es solamente aquella que lo envuelve en su neblina verde sino también la de un pasado que estaba adormecido en él y que de a poco comienza a florecer.
Así como las últimas horas de la noche se confunden con el amanecer, el sueño paulatinamente se mezcla con la vigilia en el film de Thien An Pham. Hay algo hipnótico en el modo en el que el director –que también maneja magistralmente el sonido como elemento dramático- va construyendo un film que acompaña a su protagonista en su deriva espiritual. Un film que a su vez informa de manera muy sutil de realidades olvidadas o casi desconocidas de Vietnam, desde las cicatrices que todavía quedan de la guerra de liberación hasta el modo de vida de una minoría rural de religión cristiana, en sincretismo con el paisaje que la rodea.
Secuencias memorables hay muchas, pero si hubiera que señalar alguna se podría elegir el reencuentro de Thian con una novia que dejó en el pueblo. La escena, de un raro erotismo, está resuelta de tal modo, en un plano único, con movimientos simultáneos de cámara y de los personajes, que pareciera que ella es un fantasma, una aparición que de pronto se hace tangible en las manos del protagonista.