Era un lunar. El Don no es el Paraná. La herida permanece abierta.
Sin relato no hay explotación del ser humano por el ser humano.
Los protagonistas de este indicio de la historicidad vigente son seres, humanos y sobre el escritorio, junto al teclado, hay dos vainas servidas calibre 22 largo. Las vainas, dos tubitos de bronce opaco están paradas junto a un revólver que tiene el tambor abierto. Un tambor de ocho balas algo oxidado de un viejo Galand. Tan antiguo, tan siglo XX, que sobre el caño se atreve a ostentar la leyenda: INDUSTRIA ARGENTINA.
La expresión es un síntoma del mercado.
Junto al escritorio hay una cama. En la habitación hay dos animales humanos y machos. Los dos están heridos. El más joven no se llama Nikolka, tiene una herida en la pantorrilla izquierda. Orificios de entrada y salida de una herida de bala calibre 22. El más viejo tiene lacerado el ser. Es un poeta fracasado, sabe que la poesía no es un arma cargada. Y mucho menos, "de futuro".
La plusvalía es un relato. Sin relato no hay plusvalía. Linda mía.
El humano más joven nació medio siglo después que el más viejo y catorce años después que su madre. Nunca conoció a su padre.
¿La literatura está empantanada en el medioevo o en el esclavismo?
No se puede olvidar andar en bicicleta, tampoco como se empuña un arma; sobre todo si se aprendió a manejarla en la juventud.
Sin relato no hay dios.
El viejo termina de hacerle un torniquete con un cinto al muchacho para detenerle la hemorragia. El pibe había hecho saltar la térmica para que se cortara la luz y no sonara la alarma. No estaba solo; antes le habían tirado unos "caramelos" que durmieron a los perros. El jubilado estaba leyendo "el atamán conduce delante de los postes, por el camino pulido, a su banda: medio centenar de cosacos del Don y del Kubán descontentos del poder soviético". Al cortarse la electricidad, saltó de la cama, tiró el libro de Sholojov, buscó el revólver y espió entre los postigos de la ventana. Otra vez, la Fiorino, sin la rueda de auxilio o la batería.
Eran dos. Uno estaba haciendo de campana junto al portón. El otro trataba de abrir una puerta de la camioneta con un destornillador.
-‑¡Rajen o los quemo!‑ les gritó.
El chico que estaba cerca del portón, saltó y se perdió en la noche. El otro, soltó la herramienta y se quedó desafiante, en medio del jardín.
Todo transcurrió en menos de un minuto. El pibe gritando: "Tirá, viejo cagón, que te vamo' a robar de verdá". El viejo intentó amedrentarlo disparando un tiro al césped, el drogón redobló el desafío: "No me pegaste, gato". El hombre cegado por la bronca, alzando un poco el arma y gatillando a las piernas. El chico cayendo con un grito de dolor. El viejo tirando el arma como antes había arrojado el libro, corriendo al jardín.
El herido se resistió algo, pero al ver que su agresor ya no estaba armado, se dejó alzar puteando. El viejo lo puso en la cama y le levantó el pantalón en la pierna sangrada. Se quitó el cinturón para hacerle un torniquete y detenerle la hemorragia. Cuando la sangre dejó de salir, le limpió la herida con un algodón mojado en agua oxigenada. Entonces pudo verle el tatuaje debajo de la herida. Una hoz y un martillo junto a un trébol de cuatro hojas.
No hay ranking entre materia y espíritu.
La herida en el viejo militante se hizo definitiva: hacía más de 30 años había visto el mismo tatuaje en la pierna de una chica al hacerle el amor. La chica era su "responsable política" y había muerto en un combate fraguado.
Tal vez este relato comenzó con la palabra misma, cuando los humanos abandonaron la gestualidad para suponer que se expresaban a través de la simbología de las palabras. Ya nadie lee a Sholojov. El tiempo nunca fue lineal. La realidad no se "mueve/movió" como una rueda, la energía nunca "fue/será" un acople de engranajes.
El viejo alzará al chico y lo llevará hasta la camioneta. Al llegar a la guardia del "Eva Perón", el chico se bajará rengueando y dirá:
-‑Gracias, maestro, si no fuera porque usté me levantó, todavía me estaría desangrando en la calle.
El chico nunca le contará al viejo por qué llevaba ese tatuaje. El viejo no podrá dormir esa noche pensando en que no había gatillado un arma desde el ataque al Batallón 121. El libro de Mijail Sholojov quedará manchado de sangre y ya no se podrá leer. Ni vender en Mercado Libre. El revólver Galand calibre 22 será enterrado y se oxidará debajo de un ciprés en el jardín, a pocos metros de donde cayó herido el nieto de una mujer militante que soportó la tortura sin delatar a sus compañeros.