“Todo se mezcla cuando recuerdo esos años en España. Años de puro aprendizaje, en un país que dejaba atrás su historia más oscura, pero en el que siempre me sentí de paso. Buscar como un arqueólogo en mis propios negativos, que no había tocado por décadas, resultó una experiencia inquietante. Hubo alegría al encontrar imágenes que me gustaban y sufrimiento al descubrir que tristezas y dolores del pasado volvían a aflorar”. Dani Yako anota esto casi al final de exilio / 1976-1983, un libro que reúne fotos suyas de ese tiempo del otro lado del Atlántico con un puñado de textos recientes, a la distancia de aquello, escritos por quienes compartieron aquellos días allá, mientras transcurría aquí, en Argentina, la etapa más oscura de su historia.
De arranque hay unas planchas de negativos, escenas de despedida, un avión de Iberia y un epígrafe: “graciela y dani parten al exilio / ezeiza, 11 de noviembre de 1976”. Luego, veintiún nombres y apellidos: son los jóvenes que aparecerán en las fotos. “La mayoría en ese grupo somos ex alumnos del Nacional Buenos Aires, o allegados de una u otra forma”, sitúa Yako en su estudio de la calle Junín, en Barrio Norte de esta Capital. Él tenía 20 al llegar a Madrid, y Graciela, su novia, 19. “Con este grupo terminamos siendo como una familia en un mundo sin mayores –cuenta Yako-. Creo que al ser una pareja formalmente constituida, que funcionaba como tal, éramos quienes nucleábamos; a partir del 77 alquilamos un departamento bastante bonito, con un dormitorio para nosotros y otro para alojar huéspedes, que estuvo lleno de gente que venía huyendo o no huyendo, siempre había alguien en ese cuarto”. Franco había muerto un año atrás, España estaba en plena transición y aunque las ansias de libertad afloraban por todas partes, recuerda a una Madrid todavía oscura. Como no tenían residencia habilitada cada tres meses salían del país y volvían a entrar: ahí están los retratos rumbo a Tánger o en Makarresh, en Andorra y Estoril, serios, ambos, en esos trances.
A fines de octubre del 76 una patota paraoficial del ejército los secuestró y los llevó al centro clandestino Garaje Azopardo. Los torturaron. El horror, el horror: las palabras no alcanzan. Los apellidos judíos intensificaron la saña. “Aunque yo estaba en los medios realmente no tenía idea de que pasaban estas cosas en pleno centro de Buenos Aires –dice Yako-. Después supe, por el juez Daniel Rafecas, que en ese lugar había colgadas esvásticas. Yo no las vi, porque estuve tabicado. La violencia y las vejaciones fueron terribles. Al tercer o cuarto día algo cambió, porque un tipo me dijo: ‘Che, pibe, ¿quién sos vos? Porque llamó Harguindeguy para ver si estabas acá’. Era el ministro del Interior de la dictadura. Luego supe que Horacio Tato, que fue un gran periodista y dirigía Noticias Argentinas, donde yo trabajaba, movió cielo y tierra hasta que logró sacarnos”. Al poco, una noche los tiraron en una calle en La Boca: pensaron que los ejecutarían ahí mismo. Yako había militado en la Federación Comunista hasta 1974: hacía ya rato que estaba apartado de la militancia. Conmocionados, dejaron el país.
Las fotos del libro muestran escenas del cotidiano en interiores, alguna reunión de fin de año, algún festejo, un grupo de amigos ante una tele o una partida de Scrabble, un desayuno o una cena con tazas y platos y botellas en el piso. En el departamento madrileño estuvieron en 1978 Silvia Labayrú y su hijita, Vera, nacida en la ESMA. Labayrú era militante montonera, fue secuestrada con cinco meses de embarazo a fines del 76 y más tarde fue obligada por el marino genocida Alfredo Astiz a que simulara ser su hermana mientras actuaba infiltrado en las reuniones de la Iglesia de la Santa Cruz, un grupo fundacional que resultaría asesinado y desaparecido. Madre e hija escriben en el libro. “Vera es la niña de estas fotos. La única niña. Me emociona verla en estas imágenes, entre todos nosotros, apenas adultos. Vera: hizo que Silvia fuera menos ‘La-Labayrú’ y más Silvia, como dijo alguna vez un amigo. No sé. Lo que sí sé es que ella iluminó mi vida y le dio todo el sentido. Una dicha tenerla, oírla reír y verla crecer conmigo”. Dice Yako: “Ella recibió un vacío bastante grande del grupo de militantes de montoneros, por haber sobrevivido a la ESMA. Nosotros no tuvimos ningún prejuicio ni le hicimos preguntas, enseguida se incorporó”.
Martín Caparrós es otro de los integrantes del grupo y fue quien contó de Valsaín, un pueblito rural ubicado a 75 kilómetros al norte de Madrid, cerca de Segovia. “Su tío Nicolás, un psicoanalista muy conocido, el que introdujo el psicoanálisis en España, solía ir ahí –dice Yako–. Fuimos, nos gustó, y empezamos a ir muchos fines de semana, alquilábamos una casita. Varias fotos del libro están tomadas en Valsaín: una comida, un asado, algunas situaciones divertidas, siempre en plan de registro personal: luego hacía unas copias chiquitas que repartía”. También hay fotos de Macondo, un local de bisutería al por mayor que montaron un par de amigos del grupo, que sirvió para que varios se ganaran la vida (y aparecen los collares colgados en los interiores de los departamentos). “Nuestras partidas no habían sido fáciles –escribe Caparrós–. Algunos habían estado presos o desaparecidos, todos cargábamos con la muerte de gente muy cercana. Pero no queríamos –yo, por lo menos, seguro no quería– hundirnos en el pantano de la víctima sino buscarnos una vida. Teníamos veinte, veintidós años: era el momento para hacerlo. Por supuesto, no era fácil”.
En el comienzo del proyecto, diez años atrás, Yako se planteó que fuera colectivo, hacer un libro con imágenes del cotidiano en el exilio tomadas por varios fotógrafos. Pero la cosa no prosperó. Así que se sumergió en sus archivos, en busca de los materiales que había hecho con su Nikon F y un par de lentes. Muchas fotos aparecieron en medio de negativos de reportajes y notas que trajinó como freelance para ganarse la vida: en un rollo con una serie para una entrevista a Rosa Montero, por ejemplo, aparecieron tomas en la cocina del departamento en Madrid. “Estaba abierto a todo tipo de trabajos”, dice, y el abanico va desde retratar jamones de jabugo para el New York Times hasta desnudos para Interview. “Pero en ningún momento de esos años pensaba que estaba fotografiando el exilio. Jamás. Y nunca pensé que había que fotografiarlo, no había nada que fotografiar. Tampoco pensé que en la Argentina pudiese llegar a interesar mínimamente en algún momento lo que nos pasaba a nosotros como grupo”.
“Estas fotos quizá no están a la altura del título que elegí para el libro –escribió Yako–. Este es solo un exilio con minúscula”. Y así, con minúscula, está escrito en la tapa; el mismo criterio se usó para los epígrafes. Su nombre no está en la portada porque considera que se trata de una obra colectiva: “Está bien que yo lo edité y que casi todas las fotos son mías, pero no quería aparecer exactamente como un autor –dice–. Aunque luego no se puede escapar a eso”. Resopla, Yako, cuando se le pregunta por el sentido de la minúscula: “Es que no responde a los cánones del exilio, lo que es el sufrimiento. En las fotos somos chicos que estamos bien vestidos, con un poco de pinta de hippies, la estamos pasando más o menos… No se sabe, si hay dolor, está por fuera. No hay escenas dramáticas, ni de militancia, ni de lucha. Lo que hay es eso, estar juntos, tratando de construirnos una vida nueva. Y creo que tiene que ver con la edad, con rondar los 20 años; ya los que tenían 30 o más la pasaban peor, veíamos eso, porque habían tenido que partir con una vida ya más armados. Aunque yo pude seguir con mi oficio, en lo mío, los demás tuvieron que ponerse a encarar sus cosas, quehaceres trabajosos pero sin épica. Incorporarse de algún modo a una nueva sociedad. Algunos lo lograron mejor que otros. Yo no, y de hecho casi no me quedaron amigos españoles. Ya te digo, había un grado de sufrimiento, pero creo que la vitalidad de seguir vivos era más fuerte, esto de decir zafamos de una y no sé si vamos a tener otra oportunidad”.
En 1982 la pareja con Graciela se rompió y fue traumático, dice Yako: no se hablaron, luego, durante veinte años. En 1983, con la dictadura ya en retroceso, sus antiguos compañeros en Noticias Argentinas le ofrecieron un puesto en la agencia DyN y se volvió. “Fue un año importante para mí porque me tocó vivir un montón de cosas excepcionales –cuenta–. Estuve tres meses cubriendo la campaña de Alfonsín, anduve de punta a punta del país; luego cubrí unas inundaciones muy grandes en el litoral, y pude hacer las últimas fotos de Cortázar en Buenos Aires”. Como reportero, después, cubrió el juicio a las Juntas Militares, el Mundial de México ’86. Ese año lo nombraron jefe de fotografía de DyN y luego pasó a Clarín, donde también se desempeñó como jefe del departamento fotográfico y trabajó hasta 2019. Para entonces ya había publicado los libros Extinción. Últimas imágenes del trabajo en la Argentina y 1983. Imágenes del regreso.
En los últimos años varios de los integrantes de aquella familia nucleada por el exilio y el Colegio Nacional se reunieron a menudo en distintas ciudades europeas. También reanudó el contacto con Graciela, que escribió un texto para exilio. “Que la vida nos haya dado esta posibilidad de reunirnos aquí y ahora en este libro, y también alrededor de una mesa para compartir el pan y el vino y charlar sobre esos años es algo que no puedo considerar de otro modo que una gran fortuna, un gran privilegio que nos ha sido otorgado. Quizás el secreto de haber convertido la fuerza destructiva de aquella tormenta en una fuerza vital generadora de tantos bienes es el haber podido permanecer juntos, como se nos ve en las fotos que ha seleccionado Dani. Porque aún en las que aparecemos solos palpita siempre la presencia de los demás”.
La música de exilio, dice Yako, es The Köln Concert, de Keith Jarrett: lo descubrió allá, lo sigue escuchando. En el libro aparecen cada tanto, también, unos paisajes rurales gallegos, ropas tendidas al viento, fincas aradas: son parte de su primer proyecto de fotorreportaje, en aquella estadía, con su admirado Koudelka como punto de partida. “Se me ocurrió Galicia como un lugar de melancolía, pensando en el exilio y en la inmigración masiva de ellos a la Argentina –dice–. Quise ver cuál era el origen de toda esa melancolía que un poco me atravesaba también, esa morriña que le dicen ellos. Los pensé, también, como paisajes del desarraigo”. Sobre un sillón de su estudio hay un volumen con los Cuentos completos de Ricardo Piglia. Yako, que tiene ahora 67 años, cuenta que mientras estaba en el exilio su hermana le llevó un ejemplar de Respiración artificial que todavía conserva. “Y fue como reencontrarme con la Argentina, con la noción de que había gente inteligente en el país pensando a fondo sobre lo que pasaba, fue una lectura que me impactó profundamente”, dice, se levanta, busca una cita específica, que resulta estar anotada en la tapa de una caja con las fotos para este libro. “Antes que nada, para mí el exilio es la utopía. No hay tal lugar –lee Yako–. El destierro, el éxodo, el espacio suspendido en el tiempo, entre dos tiempos. Tenemos los recuerdos que nos han quedado del país y después imaginamos cómo será, cómo va a ser el país cuando volvamos a él. Ese tiempo muerto entre el pasado y el futuro es la utopía para mí. Entonces el exilio es la utopía”.