Si veinte años no es nada, ¿dos veces veinte cuánto es? Junto con la democracia, el Grupo Catalinas Sur cumple en 2023 cuatro décadas de vida y trabajo. Y los aniversarios redondos son excusas perfectas para repasar historias y revisar legados. Esto, entonces, es algo así como la breve historia de un proyecto por el que pasaron literalmente miles de personas –en su mayoría, vecinos de La Boca, pero no solamente–. Y que, de una idea nacida en dictadura, se convirtió en un nombre insoslayable de la cultura porteña para casi todos los habitantes de la ciudad, incluso quienes no suelen frecuentar el circuito teatral. No es casual que muchos hayan escuchado, por lo menos, el nombre Catalinas Sur: además de forjar un estilo, el ensamble dirigido por Adhemar Bianchi fundó una manera de hacer teatro en Buenos Aires. Y esa manera, a su vez, forjó un circuito con características propias: el del teatro comunitario.
Pero incluso antes de encontrar el nombre para designar eso que estaba haciendo, antes de darle forma a un modo de concebir las artes escénicas –un modo contagioso: hoy, son más de 40 los grupos de teatro comunitario en la Argentina–, Bianchi abrazaba cierta inquietud, una búsqueda de hacer algo distinto. Distinto del teatro independiente de grupos en el que había dado sus primeros pasos; diferente, también, de las obras agitprop que había conocido gracias a su vínculo con elencos anarquistas. De ambas propuestas le interesaban muchas cosas –sus estéticas, su forma de organización, su politicidad– pero a él le importaba sobre todo crear comunidad: hacer un teatro con vecinos, de vecinos, para vecinos. No necesariamente profesional, pero sí de calidad. Corrían los últimos meses de 1982, el poder de la dictadura comenzaba a diluirse y la gente empezaba, de forma inversamente proporcional, a recuperar el ímpetu y la valentía para reunirse, incluso en el contexto de un todavía vigente Estado de sitio. Con ese zeitgeist como caldo de cultivo surgió el grupo: Adhemar convocó a algunos vecinos que a su vez convocaron a otros y así se juntaron quienes van a ser para siempre los fundadores de Catalinas. Comenzaron a llevar distintos textos y propuestas, a pensar y a jugar. El 9 de julio del 83, que como todos los 9 de julio en Argentina era feriado, el grupo salió al encuentro de la gente del barrio por primera vez. Cientos de personas se juntaron en la plaza Islas Malvinas de La Boca para verlos. El Grupo Catalinas había preparado pequeñas escenas y algunos juegos para esa confluencia inaugural. En algún momento llegó la policía, Adhemar recuerda incluso un operativo en helicóptero. La gente siguió haciendo lo que estaba haciendo hasta entonces: pasarla bien. La policía, en algún momento, desistió y se fue. La sensación de conquista de todos, recuerda Adhemar, fue inmensa. “La necesidad de juntarse era muy grande, por eso no nos importó ni el Estado de sitio, ni nada: estábamos muy ávidos de salir al encuentro con otros”, dice. Ese mismo año, pasadas las elecciones que marcaban el inicio del fin de la dictadura y con un grupo consolidado después de un primer éxito barrial, el Grupo Catalinas estrenó su primera obra: Los comediantes, basada en diversos textos del Siglo de Oro Español. Ximena Bianchi, la hija de Adhemar, tenía nueve años en aquel momento, pero jura que todavía tiene recuerdos frescos de esas primeras funciones del grupo. Hay un personaje en especial que le quedó grabado en la memoria: el del censor que perseguía a los demás actores para prohibirles que hicieran algunas escenas. El público, eufórico y envalentonado, abucheaba y le tiraba cosas.
Ximena, titiritera, actriz y hoy parte del grupo de coordinación de Catalinas Sur, se crió en Catalinas con su papá Adhemar. Catalinas: el barrio, claro, y el grupo. Supo desde siempre que no quería hacer otra cosa. Y dice que una de las cosas que más le gustan del teatro comunitario es que sus enseñanzas trascienden lo artístico y suelen calar de manera profunda en las personas que pasan por el Galpón. Para explicar lo que quiere decir trae a cuento una anécdota cotidiana. Hace varios años, en un ámbito que nada tenía que ver con el teatro, el grupo de personas con el que estaba reunida circunstancialmente ponía a punto el espacio en el que iba a suceder el encuentro. Una de las tareas por cumplir era buscar unas sillas en la otra punta del enorme recinto en el que estaban ella y los demás. Cuando algunos comenzaron a enfilar hacia el rincón en el que estaban apiladas las banquetas, ella los paró en seco: “¡Pónganse en fila, hacemos cadena!”. En pocos minutos, habían logrado mudar todas las sillas de lugar. Esa gimnasia para la resolución de problemas en grupo y esa inclinación medio intuitiva a hacer sinergia es uno de los saberes que la actriz más valora de su crianza en el Galpón. “Hay tantas búsquedas posibles en torno a Catalinas como personas formando parte del grupo. Hay gente que se acerca por el aprendizaje artístico, que quiere actuar o tocar un instrumento, hay gente que se acerca por lo social, hay quienes necesitan amigos, hay quienes vienen a buscar novio o novia, están los que tienen ganas de formar parte de algo. Pero hay una cosa que es segura: vengas a buscar lo que vengas a buscar, salís de acá con una práctica comunitaria que difícilmente vayas a encontrar en otro lugar”, se enorgullece.
Cuando dice “acá”, Ximena se refiere al espacio figurado que conforma el gran grupo humano de músicos, actores, profesores, directores y alumnos, pero también a un lugar muy concreto: el Galpón de Catalinas, el centro de operaciones del grupo, donde suceden los talleres, los ensayos, las reuniones organizativas y las funciones para grandes y chicos. “Hasta que pudimos alquilar esta sala todas nuestras funciones eran al aire libre. Teníamos un lugar grande en el que podíamos ensayar, pero el encuentro con el público sucedía siempre en la calle”. Adhemar y los suyos alquilaron en 1996 el enorme espacio de la calle Pérez Galdós, a metros del Riachuelo, con el sueño secreto de comprarlo. Hacer realidad esa ambición les llevó cerca de cinco años. “Debemos ser los únicos a quienes el menemismo benefició de alguna manera”, se ríe Adhemar. “De atrevidos, hicimos un acuerdo pensando en que la sala iba a ser nuestra, pero en ese momento no teníamos un peso”. Entre fantasía y realidad, pasaron (grandes) cosas: El fulgor argentino, una de sus obras basadas en la historia argentina, se convirtió en un éxito que trascendió la fronteras del barrio, de la comuna, de la ciudad. Con tres o cuatro funciones agotadas por semana, juntaron el dinero suficiente para adquirir el espacio que no solamente les había permitido tener un punto de encuentro, sino también continuidad en las funciones (no tener que cancelar por lluvia) y una referencia clara para el público: “Acá sucede Catalinas”.
A veces, no siempre, sucede que el teatro da revancha: quien no haya visto esa ni otras obras emblemáticas del grupo, este año, el de los cuarenta, va a tener una nueva oportunidad. La trilogía histórica de Catalinas comienza con Carpa quemada, que está en cartel por estos días y por lo menos hasta mediados de junio. Con muchos elementos circenses y una impronta definitivamente clownesca, la obra repasa algunos hitos de nuestro relato fundacional, desde la disolución del Virreinato hasta el Centenario. Después de las vacaciones de invierno (donde por supuesto habrá programación para chicos y un festival internacional de títeres) seguirá otro de los espectáculos que en su momento se había convertido en un acontecimiento: Venimos de muy lejos. Como revela su nombre, el numeroso elenco de Catalinas comandado por Bianchi se metió con la historia de la migración y la de los “abuelos gringos”: sus melancolías, sus malestares y también algunas de sus miserias. Por último, y antes de fin de año aunque con fecha todavía imprecisa, llegará el hit, que evoca la historia del país desde 1930. Adhemar ya está trabajando junto a Ricardo Talento, su compañero en textos, y Cristina Ghione, a cargo de la música, para actualizar la obra y traerla hasta estos días. Si la versión anterior llegaba hasta la conquista de la democracia –casualmente, hasta el nacimiento de Catalinas–, el nuevo Fulgor también buscará poner sobre la mesa una pregunta: ¿qué hicimos con esa conquista?
Si bien cada una de las obra de la trilogía está centrada en distintas épocas y tiene sus elementos característicos, hay una impronta transversal que atraviesa a todas, también al resto de las propuestas catalinenses. La primera y más evidente es que nunca hay un solo protagonista en la historia: el responsable de que la acción avance es, sin excepción, el pueblo. Las historias siempre se cuentan de a muchos, y en lo posible, desde distintas perspectivas. Por eso, los elencos están conformados siempre por una cantidad de músicos, cirqueros e intérpretes de muy distintas edades y procedencias. Y eso, tal vez, sea lo más impactante de la experiencia Catalinas: no es habitual en el teatro independiente, ni siquiera en el oficial, ver obras con tantísimos artistas en el escenario. Elencos numerosos (¡de hasta cien personas!) conformados por adolescentes, por adultos y por chicos (muchos de los cuales, por supuesto, son familiares entre sí, como Adhemar y Ximena).
Y la manufactura: en esa zona de frontera entre lo amateur y la búsqueda de exactitud, Catalinas forjó una estética propia, que es reconocible a la legua. Rara vez alguien se equivoca con sus parlamentos, con la letra de una canción, o con alguna nota. Tampoco pasa que alguien no sepa exactamente por dónde tiene que entrar o salir a escena. Y eso, en un grupo numeroso, es un ingrediente clave. Dice Adhemar: “Nuestro objetivo no es la profesionalización, excepto, por supuesto, la de los equipos que llevan adelante el teatro, las clases y los grupos. Pero una cosa es la profesionalización y otra muy distinta es la calidad: eso sí que es innegociable. Desde siempre, y mucho más desde que estamos asentados, nos proponemos hacer un teatro que no tenga nada que envidiarle a ningún otro circuito. La peor ofensa que nos puede hacer alguien es salir de una obra diciendo: les perdonamos la vida, porque son nuestros vecinos”.