Dos hitos marcaron la carrera de Patricia Arquette en los años 90. El primero fue su despegue en la incendiaria Escape salvaje (1993), dirigida por Tony Scott y escrita por Quentin Tarantino, que ya vislumbraba un cambio de época y velocidad en el cine, una narrativa audaz y virulenta con personajes hambrientos de furia y vorágine. El segundo fue Carretera perdida (1997) de David Lynch, enclave perfecto de una idea de cine que había conservado su estructura latente hasta Terciopelo azul y ahora se expandía por los sueños y las pesadillas de un desconcertado Hollywood. Arquette asimilaba esas promesas contradictorias, una juventud carnal y temeraria, una seducción perturbadora y evanescente. Nacida en el seno de una familia de artistas, con hermanos actores como David y Rosanna Arquette y maridos con halo de excéntrica estrella como Nicolas Cage, sus pasos fueron firmes y duraderos, en la tierra desértica de una California febril que hoy vuelve a encontrarla al mando de su propio juego.
Hasta el año pasado era una de las apolíneas siluetas del mundo de Severance, uno de los grandes triunfos de Apple TV en el ecosistema de las “series de prestigio”. Bajo la dirección de Ben Stiller, su Harmony Cobel, gélida y circunspecta, era un instrumento eficaz en el mantenimiento de la separación de recuerdos, en la disciplina de una memoria que divide la dinámica laboral del mundo de las emociones humanas. “El proyecto de High Desert estuvo en espera durante varios años y en ese tiempo me eligieron para Severance”, revela la actriz en una reciente entrevista con The Hollywood Reporter. “Presentamos el proyecto de la serie a Apple, entre muchos otros estudios, y gracias a Dios conseguimos el sí. Así que tan pronto como terminé de filmar Severance comencé el rodaje de High Desert y fue genial pasar de ese personaje tenso y estructurado, del que nunca se sabe lo que está pensando o sintiendo, a Peggy, que es todo lo contrario: pura energía, nada de tinieblas, todo un maravilloso desastre”. Peggy Newman es el alma de High Desert, reciente estreno de Apple TV y epígono voraz y caótico de aquel universo fundante en la carrera de Arquette, modelado en la pluma de Tarantino y la exótica imaginación de Lynch. Una habitante de la California desértica, del noir lisérgico, de la comedia más disparatada.
En los 70 alguien se atrevió a profanar el legado de Raymond Chandler convirtiendo a su escéptico Philip Marlowe en un hombre cuyos códigos se erosionan ante una sociedad inmoral y egoísta. Un largo adiós (1973), de Robert Altman, irritó a los devotos cultores de la serie negra con una adaptación violenta e irónica de aquel homónimo texto crepuscular. Ese mismo espíritu profano asoma con fuerza en el universo de High Desert –con ecos evidentes de la sátira de los hermanos Coen y la mirada a contrapelo sobre el noir cultivada por la pluma de Thomas Pynchon-, donde Arquette asume todos los roles posibles: desde la detective que navega en un territorio fronterizo, adicta a la metadona y desconcertada por la muerte de su madre, hasta la cantinera de ese viejo Oeste que recrea con patética melancolía el parque Pioneertown. Todo en la vida de Peggy es representación y refugio, la casa materna de Yucca Valley, disputada por el hartazgo y la codicia de sus hermanos, la frontera reinventada como estampita del pasado para los desganados turistas, los opioides que la protegen de la soledad con el escudo de la comedia.
La historia de Peggy comienza en 2013 cuando, durante la celebración de Acción de Gracias, un comando de la DEA irrumpe en su coqueta mansión de Palm Springs y se lleva esposado a su marido Denny (Matt Dillon), entre el alboroto de sobrinos que salen de la pileta y los borbotones de droga que se atascan en el drenaje de la cocina. Diez años después Peggy acaba de perder a su madre y sus hermanos amenazan con desalojarla de la casa familiar por la venta de la herencia. Sus adicciones persisten y en el descanso de los ensayos en Pioneertown visita a Danny en la cárcel para obtener el divorcio. El sueño de triunfo ha quedado demasiado lejos. Como ocurre en el laberíntico mundo de la serie negra, la pesquisa llega desde el lugar más impensado. Entre las conversaciones sin sentido que pueblan el desvencijado saloon del parque de los pioneros, Peggy encuentra la llave de un misterio: el novio de su compañera Tammy (Susan Park) no es otro que el gurú Bob (Rupert Friend), un expresentador del noticiero local devenido en líder espiritual luego de un surmenage en pleno prime time televisivo. Lo que hay detrás de su inspirada oratoria quizás sea el ocultamiento de la desaparición de su esposa millonaria y un jugoso negocio de tráfico de arte. Peggy debe averiguarlo.
“Queríamos que el tono fuera alocado y salvaje y reflejara el intento de Peggy de evadirse del dolor personal a través de una vida sumergida en el caos”, explica Arquette, quien también oficia de productora. Creada y escrita por Jennifer Hope, Nancy Fichman y Katie Ford, High Desert sigue de cerca los pasos de su personaje en el hallazgo de su inesperada vocación. Tras la confesión de Tammy, el camino conduce a las oficinas de Bruce Harvey (Brad Garrett), un veterano investigador privado más preocupado por vender chatarra en eBay y destapar el baño de su oficina que por los casos que se acumulan sin destino en su escritorio. La llegada de Peggy, con la promesa de un acuerdo mutuamente beneficioso, pone en marcha una investigación digna de la mente de escritores más conscientes de su modernidad que Chandler, como Jim Thompson en 1280 almas o algunas lecturas de la prosa de Pynchon como la de Paul Thomas Anderson en Vicio propio. El espiral de delirio sumerge a Peggy en un camino donde se entrecruzan sicarios y torturadores, una ridícula escuela para detectives, una doble fantasmal de su madre y un buggy que la conduce por los meandros de un viaje lisérgico y revelador.
La tarea de Patricia Arquette es sostener todo ese andamiaje sobre sus espaldas. Dar a Peggy la necesaria humanidad para que nunca se extravíe en la parodia del detective fumón que deambula por el sur de California con la única brújula de su propia adicción. La personalidad de Arquette, que ha demostrado la crueldad más desoladora en la sombría prisión de Escape a Dannemora (2018) y sus aires siniestros como madre abusiva en The Act (2019), aquí encuentra un vital despliegue de sus dotes para la comedia con la vocación de amalgamar una historia que siempre corre el riesgo de extraviarse en sus propias digresiones. La soltura con la que Peggy embauca a su jefe a la salida de una comisaría, esquiva a sus atildados hermanos o comparte con su amiga Carol tardes de pileta y martinis, resultan divertidos por su desparpajo pero sobre todo honestos por su anhelo de supervivencia. Artífice de caos y risas, Peggy expulsa sus viejos demonios y aspira el cálido aire que viene del alto desierto.