El odio es la némesis de nuestro tiempo. Se ha transformado en unas de las herramientas fundamentales de la “sociedad emocional”. La fijación de sus mecanismos, gracias al poder amplificador de los medios, se ha consolidado como una visión consensual indistinta de la lógica del sistema: esa sensación de que no hay más que un integrismo de “verdad irracional” y ninguna opción para interpretarla.
Así se activa ese desprecio social que se consolida por medio de expresiones repetidas de modo acrítico en los contextos de la vida cotidiana. El jugador del Real Madrid Vinícius Junior viene padeciendo, sistemáticamente, manifestaciones de racismo en los estadios españoles. Tuvo que ser Lula Da Silva, desde la cumbre del G7 en Hiroshima, que llamara la atención a las instituciones europeas sobre los mensajes de odio recibidos por el futbolista, especialmente en el encuentro Valencia-Real Madrid: “Fue atacado. Fue llamado 'mono'. No es posible, en pleno siglo XXI, tener un prejuicio racial tan fuerte en tantos estadios de fútbol. Es injusto que un pobre chico a quien le ha ido tan bien en la vida, y que tal vez se convierta en el mejor del mundo, sea insultado en cada estadio en el que juega", manifestó el jefe de Estado brasileño.
El cinismo más descarnado vino como respuesta del vicepresidente de la Comisión Europea, Margaritis Schinas. "Se tomarán medidas. No hay lugar para el racismo en nuestras sociedades”, aclaró. Es curioso. Uno se pregunta si se tomarán medidas también para no cerrar los ojos y dejar morir a cientos de miles de emigrantes subsaharianos en aguas y costas europeas. Para Schinas esta tragedia humanitaria no es racismo institucional, ni genocidio xenófobo. Nada consuela tanto a los miserables como la prolongación de sus miserias.
Estas formas de racismo tan extendidas en las sociedades y en el fútbol europeo se sostienen en la idea claramente sustraída de la teoría supremacista del Gran Reemplazo, según la cual la población blanca católica europea está siendo sustituida por personas de origen no europeo, concretamente por árabes, africanos, y latinoamericanos. Formas de razonamiento y esquemas mentales muy sugerentes al alcance de todos. Pero no hace falta irse tan lejos.
Hace tan solo unos días, una parte de la hinchada de Argentinos Juniors les recordaba su condición de “bolitas” a los simpatizantes de Boca. Algo tan naturalizado, tan de andar por casa, que ya ni sorprende ni se condena. Cuando un comportamiento es reiteradamente reputado de normal, se tiende a normalizarlo. Así se difunden expresiones, consignas y mensajes de odio naturalizados por una parte de la ciudadanía y de la clase política, alimentando la rabia infesta en la deshumanización del otro. Como el siempre enternecedor Miguel Ángel Pichetto, ese “poltersgeist” neoliberal, que nos dejaba estos días una perlita de profundo odio visceral: “El conurbano es un territorio inviable. Está lleno de paraguayos, bolivianos, peruanos y venezolanos. Aquí hay cosas que nadie analiza, que no son políticamente correctas (…) Y lo resuelven de esta manera: te los mandan a la Argentina. Bárbaro, y nosotros nos hacemos cargo del ajuste social”.
En ocasiones a la vida hay que pedirle tan solo un poco más de vida. Es necesario desterrar esa convicción neurótica del que el otro es una amenaza. En la semblanza de toda desilusión nos queda siempre la esperanza de amasar un mundo nuevo, un mundo mejor, un espacio social de crecimiento íntimo y colectivo, un instrumento de diálogo, de consenso, de cobijo y de mañana.
(*) Periodista. Ex jugador de Vélez, clubes de España, y campeón Mundial Tokio '79