Hubo una etapa relativamente reciente en la que reclamábamos épica, y se nos contestaba que la épica era cosa del pasado, que ahora éramos más democráticos, más dialoguistas. Y como resultado paradójico, llegamos a una escena en la que lo único que nos puede salvar es la épica.
Y la tenemos, pero hay que organizarla porque necesitamos que esta vez sea estruendosa y venga de abajo. La épica es un género narrativo en su origen, es decir comunicación. Es el modo en el que un pueblo se cuenta a sí mismo los obstáculos que tuvo que vencer para ser pueblo.
Épica tenemos, porque eso fue lo que nos puso en el camino de un modelo de país sin nadie afuera. Nunca en ninguna parte un movimiento hacia la equidad pudo constituirse sin épica, y movilizaciones como las del jueves, con esa energía, con esa alegría enmarcada en una situación difícil, con esa ínfima burbuja personal, con ese compañerismo, solo son posibles por la épica peronista: la prueba de siempre es que le preguntaran a quien le preguntaran los movileros, las respuestas indefectiblemente tenían sentido. La lógica gorila siempre cuenta las movilizaciones peronistas como hechos aparateados y transaccionales. La verdad es lo contrario: son baños de inmersión en conciencia política. El pueblo es lo opuesto de los trolls: nadie repite nada, cada persona tiene su propio modo de expresar lo mismo, y todos nos emocionamos porque nos sentimos identificados todos con todos. La épica, que viene de abajo, impulsa la verdadera unidad.
El kirchnerismo, es decir el peronismo que conocimos con Kirchner, se salió del discurso, que es por donde habían ido todos. Si Menem había prometido salariazo y el primer día lo puso en el palco a Alsogaray. Desde el 2003 vivimos peronismo por primera vez, porque Néstor no paró de cumplir promesas y se cansó de hacer cosas que no había prometido. Y tal como sucedió en el siglo pasado, bastó su instalación y su círculo virtuoso para que la casta se redirigiera hacia la mafia para dar por resultado este presente, con Cristina proscripta y con una jueza que no quiere investigar quién intentó matarla. Con un caos institucional creado con los que se llenan la boca de república pero jamás pronuncian patria. Con el mal trago de un gobierno equívoco que nos barrió debajo de la alfombra. Con violencia política y encubridores judiciales que actúan como servicios y con servicios. Con exhibiciones obscenas de impunidad.
Cómo no vamos a tener épica si siempre fuimos el David de la historia, contra el Goliat que a lo largo de los siglos fue mutando pero siempre es el guardián del privilegio de pocos y el sufrimiento de la enorme mayoría.
Cuando se habla de la redistribución de la riqueza no es algo para tomarlo a la ligera, no es una frase hecha, no es un slogan, no es una cadena de palabras. Es la realidad efectiva de millones de cuerpos y almas rozando el lado bueno de la vida. ¿Y cómo se consigue eso sin épica, sin ser el buen mensajero difamado, sin aceptar la parte amarga de la lucha, sin postergar la individualidad, sin dejar de pensar todo el tiempo en uno mismo, sin amar?
En este estado de cosas, amar es revolucionario.
Muchos de nosotros, los mayores, recién tuvimos una experiencia épica cuando llegó Néstor. Y más cuando decidimos adherir públicamente a esa identidad política. Si no es por un sentido épico, muchos kirchneristas hubieran dejado de serlo. En la narrativa del poder, y en alguna dolorosa lectura interna, el kirchnerismo es un defecto del peronismo que hay que solucionar. Eliminándolo, lo han dicho cientos de veces. Pero la verdad de la milanesa, así lo enuncia Cristina, es ese famoso 51,2 por ciento del lado del mundo del trabajo en su segundo gobierno.
Y lo que siente y evoca el pueblo peronista es su vivencia épica de esos doce años, porque la movilidad social ascendente llegó en paralelo con una estigmatización feroz, descalificaciones, persecución, campañas rabiosas para asimilar kirchnerista a ladrón. Organizada, claro, por los ladrones más grandes que ha conocido este suelo.
La felicidad, cuando se viene de mojarse cuando llueve, cuando no siempre se come, cuando faltan dientes para comer, cuando uno se ha sentido poca cosa toda su vida, es la épica del desesperado. Sentir que se está mejor que ayer y que es probable que los hijos tengan mejores vidas que las propias, es la épica íntima que cada persona le imprime a su existencia: la dignidad humana, el dolor y la alegría en dosis aleatorias pero que no dependan de dónde se ha nacido.
En estos últimos años, posiblemente con la pandemia como disparador de nuevos estados alterados, y con la actual crisis de orden mundial, la ultraderecha ha avanzado como nunca en el mundo y acá. En la Argentina, desde mediados del siglo pasado, el motor popular capaz de disputar el poder es el peronismo. A Cristina le gatillaron dos veces en la cabeza y la jueza Capuchetti se niega investigar, y volvería a escribir esa oración muchas veces, a ver si nos entra en la cabeza. Eso no solo habla de mafia, sino de que Cristina es obvia y claramente la que el enemigo percibe como el verdadero dique que puede cortarles el paso. Lo que quieren proscribiendo al peronismo es evitar que la torta se reparta. Así de corto. Que se reparte entre todos y entre el mercado y el Estado.
Esta semana recuperamos la lógica de la épica, que tanto dialoguismo nos congeló. Esa plaza y esa mujer de una fortaleza y una inteligencia que van madurando con el tiempo es la que nos invita a la épica de ser pueblo una vez más, en la batalla electoral que surge de una gran farsa que no hay que olvidar ni un instante. Para los impacientes: la épica de la espera quedará en la historia. No estamos en una situación normal de ir a elecciones. La disyuntiva, como se cantó en esa plaza maravillosa, vuelve a ser patria o colonia. Ese es el partido que se juega y por la colonia trabajan los medios, el macrismo, el mileismo, la Corte Suprema y buena parte del Poder Judicial.
El jueves esa lluvia nos ayudó a caracterizar este momento histórico. La épica nos brota de agruparnos, de movernos, de percibir la potencia vital que tiene ese hermoso organismo que somos todos juntos cuando sintonizamos la voz de ella.