“Mi sueño es poder generar puestos de trabajo para estudiantes que se banquen la carrera a través de Vinochos, personas que sean de la facultad y que salgan adelante gracias a un trabajo que incentiva la formación educativa de las personas, y no hay nada mejor que hacerlo con la cocina, que es lo que amo.” Así se presenta Patricio Herrera, el creador de los “Vinochos”. Aquellos que diariamente concurren los bufetes las facultades de Bellas Artes, Trabajo Social, Derecho, Humanidades, Agronomía y Odontología probaron, aunque sea una vez, este invento.
Además de ocupar el puesto 683 en el ranking mundial de las mejores universidades, de ser la segunda más reconocida del país y la decimocuarta a nivel latinoamericano, la Universidad Nacional de la Plata cuenta con una particularidad que va más allá de su calidad educativa, sus investigaciones, los diplomas y las citas. En seis de las facultades que componen la casa de estudios de la capital bonaerense, los alumnos, los docentes y los directivos acompañan sus actividades con un paquete de bizcochos caseros que esconde -en su receta- una historia de lucha, sacrificio y amor propio.
Creados por la mezcla de distintas harinas, vino blanco y un ingrediente extra según el gusto de turno, los bizcochos compuestos en su totalidad por materiales vegetales llevan en su sello la historia de un joven que utilizó la receta de su madre para ganarse la vida. Y no cualquier receta: “En los momentos de mayor crisis, fueron los que me hicieron comer todos los días”, le cuenta Patricio a este diario.
Él nació en Bernal, en el municipio de Quilmes. Siempre vivió con su madre. Pese a que en aquel momento no eran bautizados con el nombre con el cual se los conoce en la actualidad, desde su infancia Patricio convivió con los Vinochos: “Siempre estuvieron en mi vida, es una receta que mi mamá aprendió de mi abuela, cada vez que venían amigos o familiares, ella hacía los bizcochos de vino y hasta se lo encargaban para los cumpleaños”, le dice a BuenosAires/12. Incluso, cuenta, llegó a venderlos en la escuela para afrontar los gastos familiares. “Yo era chiquito, mi mamá me daba los paquetes y los llevaba a la primaria, me los pedían mis compañeros y los docentes, los vendía, me quedaba con una parte y de paso aportaba en mi casa para que comamos todos los días”, relata.
Su vida tomó un giro brusco cuando tenía doce años. Por diversas situaciones familiares, Patricio y su madre boyaron por distintos campos de la Provincia de Buenos Aires. Estuvieron en Magdalena, Chascomús y Punta Indio, donde realizaban tareas campestres para sobrevivir. “No podíamos elegir, en los peores momentos, eran los bizcochos los que hacían que mi vieja, que no tenía trabajo, saliera adelante todos los días", recuerda. "Sufrimos, pero la vida te hace girar hacia un montón de lados hasta llevarte a donde te encontrás", dice Patricio, quien valora el pasado a pesar de sus dificultades.
A los 16 años se mudó a Verónica, el pueblo más grande de los que componen el distrito de Punta Indio. A pesar de las inmensas diferencias con Bernal, volver a una ciudad después de cuatro años le reabrió los caminos. Allí conoció gente, hizo su grupo de amigos y el pueblo se convirtió en un espacio de encuentros. Pese a ello, Patricio tenía algo claro: “En dos años sabía que me iba a estudiar a La Plata”. Por encontrarse a sólo 100 kilómetros, la capital bonaerense es la primera opción para los jóvenes puntaindienses que quieren continuar su educación una vez finalizada la secundaria.
En La Plata y a la semana de arrancar el curso de ingreso en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social, Patricio llamó a su madre y le preguntó cómo se hacían los bizcochos de vino. Con la receta en la mano, comenzó el proceso y se dio cuenta que le faltaba un elemento clave: el cortante para dividir la masa. Este imponderable causó, inconscientemente, el estilo propio de “Pato”. “Tuve que agarrar una lata de atún y limpiarla bien para usarla como cortante, eso generó que queden más elevados, me quedó una superficie más alta y esponjosa que me gustó tanto a mí como a la gente que los probaba", relata. "Los miraba y pensaba que habían quedado muy altos, pero me gustaban, los que hace mi mamá son más chatos y crocantes”, explica.
Mientras realizaba el curso de ingreso, Patricio trabajaba en el bicicletero de la Facultad de Periodismo. Debido a que en esa zona transitan estudiantes constantemente, un día decidió llevar cinco paquetes de bizcochos de vino para vender. “Los pibes venían y me decían que tenía que ponerle nombre a lo que vendía, pero ‘Bizcochos de vino’ quedaba muy largo, hasta que uno tiró “Vinochos” y fue como una iluminación", rememora. "De a poco me empezaron a conocer por eso, el bicicletero era una oportunidad momentánea, yo aspiraba a tener un trabajo propio que me permita tener mis horarios y poder estudiar de forma tranquila, y de golpe Vinochos fue eso, fueron tantas señales que dije ‘se tiene que dar así’”, explica.
“Un día vino un chico que trabajaba en Bellas Artes y me ofreció para venderlos en el buffet, ese fue el pie", dice con un gesto de agradecimiento. "Antes de eso, con los Vinochos me ponía feliz si vendía cinco paquetes y me alcanzaba para comprarme un pollo a la noche, o algo rico para comer, no era mi trabajo, era la changa, los puchos, y lo hacía con algo mío y de mi familia, algo que nadie más lo sabe hacer; es mi historia y la de la persona que más podés amar, mi mamá.”
Pese a que los Vinochos comenzaron con semillas de chía, luego de dos años Patricio innovó y les agregó queso. Luego, en otra tanda, probó con el orégano y la cebolla. “Vi que los elegían más que a los de sabor clásico, ahí fue la primera vez que tomé noción de que estaba haciendo un producto propio, algo que no se conseguía en otro lado", recuerda. "Con la venta de Vinochos comía y me daba algún gusto, pero luego del tercer año, me di cuenta de que cuanta más ganas y confianza le ponía, más se vendía", continúa. "Antes de eso, dejaba diez paquetes y se vendía la mitad en tres días, y de golpe pasé a vender veinte en un día solo. La gente ya los conocía”, señala.
Cuando la frase “Vinochos, te comes uno, te comes ocho” comenzaba a estar en todas las aulas, en las historias de Instagram y en los posteos de Facebook, la pandemia cortó repentinamente la normalidad y el trabajo de Patricio. “Tuve que cortar toda la producción y por dos años no trabajé de esto y en esos tiempos, si bien vendía en Verónica de forma ocasional, me preparé para volver por la revancha, y porque quería cumplir el sueño con el producto de mi vieja, que era verlo llegar a todos lados”, le cuenta a este diario.
En ese momento, acompañado por los libros y la música, “Pato” se preparó, se informó en relación a los emprendimientos, moldeó su proyecto y trazó sus objetivos con el fin de que Vinochos “sea el producto único de los estudiantes”. “Está hecho por y para los estudiantes de la facultad, apunto a los bufetes de la gente que estudia todos los días y quiere acompañar su carrera con un producto económico y auténtico”, subraya.
Patricio busca día a día contar con los capitales necesarios ya que, como él apunta, “todo lo que avanza sale a pulmón del trabajo”. Abrazado por la emoción, el joven bonaerense sentencia: “Vinochos es el proyecto y el sueño de mi vida, lo quiero cumplir y desarrollar al punto de que crezca mucho más de lo que puedo dimensionar, y que el día de mañana sea algo que se replique". "Quiero equiparme con los materiales necesarios para llevar adelante el emprendimiento de una forma mucho más cómoda y eficaz, deseo estar en todas las facultades de La Plata y el día de mañana llegar a la UBA", proyecta. "Una vez terminada la Licenciatura orientada al periodismo, quiero volcar mis conocimientos en el emprendimiento”, dice y sueña en que su pequeño emprendimiento se convierta en su gran proyecto de vida.