José María Miró, un joven proveniente de una familia aristocrática venida a menos, ingresó a La Nación, seguramente hacia 1888. Bajo el nombre de Julián Martel se inició en el periodismo protegido por el fundador y expresidente, el General Bartolomé Mitre. Murió muy joven de modo que poco se sabe sobre su vida, pero bastante más sobre la obra que en poco tiempo produjo. Se puede, sin embargo, presumir que su mirada sobre la realidad que observaba no le generaba oleadas de entusiasmo, más bien una depresión que impregnó el libro que le concedió una fama duradera, La Bolsa, publicado inicialmente como folletín en el diario de Mitre.
Creo que sé por qué lo recuerdo en estos momentos: seguro que no es por motivos académicos sino porque por un lado no puedo no sentir un poco de nostalgia por lo que era la Nación entonces, en relación con lo que Martel observó y puso en su libro, y lo que es ahora que, en relación con fenómenos muy similares, ostenta una posición muy diferente, es lo menos que puede decirse. Una explicación posible es que los actuales directivos y personal responsable han roto con una tradición o bien que no han leído La Bolsa o bien que, fascinados por la brillante verba de Macri, la sombra del General, que protegió al joven autor, se les haya disipado.
Pero eso es secundario e incidental; el motivo mayor de mi evocación es que el momento que narra Martel no es demasiado diferente del que nos toca, penosamente, vivir a nosotros, espantados por ver que la historia se repite, no como comedia sino, al revés, como tragedia aunque irremediablemente grotesca, más todavía que en 1890, basta con escuchar a sus protagonistas.
Martel narra en La Bolsa las circunstancias y las consecuencias del primer crack que conoció el país en 1890: la Bolsa estalló, mucha gente se arruinó y el país entero se vio comprometido con una política de usurarias inversiones de bancos extranjeros que arruinaron el brillante panorama que se había planteado en los años 80, cuando todo parecía ordenado y la economía prosperaba. La ganadería se había modernizado y se exportaba a lo loco, la agricultura comenzaba a hacerse fuerte, el “granero del mundo” se decía y sus productores y beneficiarios, la “oligarquía”, se enriquecían de modo tal que parecían los dueños no sólo de la Argentina sino del mundo. Construían palacios, algunos todavía subsisten, con “todo importado”, casi todo, absolutamente todo, menos el asado de tira, venía de Europa, objetos, cerámicas, plomería, adornos, ropa, vajilla, pinturas, libros, de ninguna manera querían ni necesitaban que se fabricara nada por aquí, qué podían esperar de los desarrapados que bajaban de los barcos, sin linaje, sin fortuna y sin lenguaje, o de los criollos, que seguían siendo los “vagos y malentretenidos” de la época rivadaviana.
Ferrocarriles y otras bellezas, préstamos a pagar vaya a saber cuándo, qué importaba: época loca en la que los sueños industrialistas de Sarmiento eran un recuerdo insoportable, lo importante para esos ricos era “estar integrados al mundo”, o sea vivir en París, comprar, adornarse, danza de millones originados ad-infinitun en la potencia de los toros y la fecundidad de las vacas y en las espigas de trigo.
Ese sueño no duró, Juárez Celman, impotente para pagar los brutales intereses de la deuda que había ido creciendo sin parar, renunció, una revolución se declaró y aunque no triunfó dejó dos cosas, el radicalismo encabezado por Yrigoyen y el socialismo por Juan B. Justo pero, además, y no es poca cosa, un conjunto de libros, en particular el de Martel, que muestran, al menos, la amargura de los que pudieron creer en ese modelo de vida y ahora comprobaban que empezar de nuevo no era nada fácil.
Ese momento de la historia argentina me interesó. En 1970 escribí un libro titulado “La Revolución del Noventa”; un par de años antes, me había interesado por el momento del 80 cuyo proyecto de país moderno prepara los locos desbordes de la década siguiente, de modo que quise completar lo que podemos considerar una escena de un propósito de modernización que no podía sino terminar en catástrofe. Podría retomar muchos de sus términos pero me alcanza con reproducir un breve fragmento que me parece muy sugestivo, algo así como “a que se parece”: “El presidente Juárez se dedica con todas sus energías al “progreso”, tal como lo entendía: contrae empréstitos, vende obras públicas y ferrocarriles, permite la emisión incontrolada de la moneda, no repara en quienes son beneficiarios de los créditos, se desprende del oro con toda hidalguía y facilidad, no le concede importancia a la depreciación de la moneda, enfrenta con irritación a quienes observan todos estos fenómenos y les buscan un remedio, lanza teorías librecambistas por las cuales el papel del Estado es ser un buen servidor de los capitales privados, y deja subir el descontento hasta las nubes.”
Mucho después, había olvidado el libro pero evidentemente no la idea, escribí una nota, publicada en este diario, que retomaba una frase del presidente Victorino de la Plaza de pocos años después, cuando el vértigo había pasado: “El Presidente decía: ‘no está lejos el día que podamos independizarnos de los elementos que aún debemos pedir a la industria extranjera. Los beneficios de esta industrialización son incalculables, pues no sólo gana la economía nacional, sino que llegaremos a producir los materiales necesarios a la defensa nacional’.”
Pocos recuerdan esa visión que, como se sabe, fue creciendo, con los lapsus del entreguismo de las dictaduras y del menemismo, hasta el momento en el que el macrismo decide terminar con esa loca idea e “integrarse al mundo”, o sea endeudarse hasta los tuétanos, condenarnos a la miseria económica y moral, hacer de este país un apéndice humillado de los poderes financieros del mundo.
Algunos críticos de este gobierno sostienen que el plan macrista se propone hacernos volver a los años 40; me está pareciendo, por estas similitudes que surgen de lo que recuperé de la historia, que no es así: intenta, sin saberlo, no debe haber leído La bolsa ni, por supuesto, no se le puede pedir eso, se molestaría, los libros de Luis Sommi, Juan Balestra y Sergio Bagú que describen muy bien lo que ocurrió, que volvamos a 1890, émulo de Juárez Celman, preso en su laberinto. Intuyo que puede terminar igual.