En días pasados, una nueva edición del ranking SCImago anunciaba que el Conicet alcanzaba el puesto 158 de un total de 5 mil instituciones científicas y universidades centradas en la investigación desperdigadas por todo el globo. Así, el Consejo avanzaba 62 lugares respecto a la última medición y quedaba ubicado como el mejor organismo gubernamental encargado de promover ciencia y tecnología en América Latina. La noticia causó orgullo para los propios y admiración para los ajenos. Sin embargo, la valoración internacional no se corresponde con las decisiones de un gobierno que no hacen más que ensanchar la grieta de la ciencia.
Hacia fines de 2015, en plena campaña electoral, Mauricio Macri prometió aumentar a 1,5 por ciento el PBI destinado a ciencia y tecnología porque que se trataba de un área de interés que, impulsada por el gobierno anterior, merecía continuidad. Por aquellos tiempos, el hijo de Franco debía ser condescendiente con un sector cuyo crecimiento previo era innegable. Como prueba de ello, una vez en el poder, reivindicó su confianza hacia Lino Barañao como titular de la cartera, a pesar de que se trataba de un funcionario que desde sus orígenes se había identificado con la gestión kirchnerista. Sin embargo, más allá de un inicio auspicioso, desde comienzos de 2016 la comunidad científica solo sabe de malas noticias. La reducción de los ingresos a la carrera del Investigador Científico y la (inconclusa) reubicación de los 500 investigadores que desde fines del año pasado no ingresaron al sistema constituyen ejemplos al respecto. Junto a estas decisiones políticas, que modifican la ecuación material, se hallan otras que emergen y forman parte del ámbito simbólico.
En los últimos meses, los golpes mediáticos a las ciencias sociales por su “falta de aplicación y utilidad”, así como la sanción del DNU que transfirió las 21 Academias Nacionales desde el MinCyT al Ministerio de Educación y Deportes constituyen apenas unas pinceladas del conjunto de acciones estratégicas que tiñen de oscuro un paisaje colmado de dudas y vaguedades. En este marco, Lino Barañao y Alejandro Ceccatto se visten con un traje incómodo y salen a la escena pública a justificar los ajustes y la imperiosa necesidad del achicamiento del sector. Desde aquí, resucitan antiguas disputas que parecían zanjadas en la etapa anterior: se reeditan las brechas entre ciencias básicas y aplicadas; se torna necesario “fomentar que los investigadores se vayan al exterior” ante la presencia de un sistema “rebalsado”; se afirma que el país “tiene 30 millones de pobres y no puede darse el lujo de destinar más presupuesto a la investigación”; y se incentiva a que los “graduados en ciencia piensen en formar sus propias empresas”. Una batería de construcciones conceptuales provenientes del sentido común, ese que –precisamente– los científicos procuran quebrar.
Como si los discursos no contribuyeran lo suficiente para erosionar el campo, a fines de junio pasado, Macri recibió en la Casa Rosada a Ernesto Calvo y Gabriel Rabinovich, científicos reconocidos mundialmente durante los últimos meses. Ambos transmitieron la incertidumbre de la comunidad científica frente al recorte presupuestario y los ajustes en el sector, así como la necesidad del apoyo estatal a la ciencia fundamental como usina de aplicaciones futuras. Sin embargo, del lado del Ejecutivo solo se obtuvieron respuestas confusas: el Gobierno reconoce a los investigadores pero desconoce sus orígenes y pertenencias; alienta los éxitos de algunos pero asfixia la realidad cotidiana del resto; disfruta al contemplar los resultados pero se rehúsa a apoyar los procesos.
Decisiones que transforman las realidades materiales de los investigadores y discursos que pretenden erosionar las intenciones de una comunidad científica en crecimiento. Una grieta que busca dividir las aguas entre los trabajos “productivos” y los “improductivos”, entre las investigaciones “útiles” e “inútiles”, entre los científicos “exitosos” y los “fracasados”. Un Conicet que se alegra del reconocimiento internacional pero desconoce los derechos de sus investigadores puertas adentro, funcionarios que justifican el ajuste a partir del desprestigio de los desarrollos locales.
Eso es la grieta, aunque el error es de cálculo: Macri no tiene nada contra la ciencia, sus políticas deben ser juzgadas a la luz de un recorte generalizado que tiene como protagonista a un Estado al que no le interesa el desarrollo industrial ni aprovechar las bondades del conocimiento. Su lógica empresarial (exitista, cortoplacista y meritocrática) no guarda relación con los principios intrínsecos de la ciencia: el cultivo de la razón crítica, el respeto por los plazos y los proyectos planificados que reditúan en el tiempo, y la articulación del conocimiento con el engranaje productivo. Como su modelo de país no incluye a la ciencia, la grieta (condensada en decisiones directas y dosis de incertidumbres que embarran la cancha en pleno partido) emerge como única respuesta.