El almanaque nos bate que es lunes, canta, que se ha acabado la vida bacana, que se nos viene una nueva semana, sigue cantando, con su limosna de hastío y de frío. Nada, pero realmente nada nos garantiza que esa sea la letra original del tango que le cantaban los domingos, pero él lo entona con una convicción que, venida desde otros tiempos, le alivia el manejo de ocho o diez horas que le esperan en el retorno heroico del lunes. Ahora, por ejemplo, está en medio de un puente que como todo puente se arriesga a caer en razón de los bordes de la imaginación humana, que no permite a los ingenieros que hacen puentes, pensar en cosas que no sean las habituales, pensar, por ejemplo, que es el almanaque el que nos bate que es lunes.
Mistongo, una palabra tan hermosa, y no se la acuerda. Así son. Los recuerdos y los varones. García Jiménez, el autor del tango en cuestión, metió mistongo para que le rimara con bailongo, una de las palabras más lindas del lunfardo.
Paica, candombe, quilombo. Todo el vocabulario canyengue aplica al tránsito por este puente. Cosa de negros, nada respetan, y tanto menos las reglas del buen tránsito. Mirá sino las rotondas. Lo que pasa en las rotondas es increíble, le comenta. Si hasta hay rotondas con semáforos acá. Se sabe que no hay como los negros, lo decía el dr. Luther King, no hay como los negros para llegar tarde con elegancia. Otros demoran, se hacen esperar, la hacen lunga, tardan, pero los negros. ¡Ay los negros!
Él dice “negros” y a ella le dan ganas de clavarse un chori. Para ella un choripán es un término tomado del lunfardo. Y si no es así, lo merecería. No entiende cómo esa palabra tan musical no aparece en algún tango. ¿Qué decías de las rotondas?, le pregunta sin esperar ninguna respuesta, no tiene ganas de escuchar nada circular. Los negros no respetaremos nada, le dice, pero las rotondas son un invento francés. Eugene Hénard no tenía nada que hacer y se le dio por llenar París de glorietas que se multiplicaron más que los panes y los negros. En cambio el chori, asegura ella, es un invento argento. El día que tenga unos ahorros me voy a poner a fabricar perfume con aroma a chorizo y lo voy a vender en las rotondas francesas.
Hay rotondas en toda Italia, en la Umbria, en Sicilia, en Venecia. Se extienden las rotondas en Torino, en Trieste, en grandes encuentros de Milán. Toda la península está plagada de rotondas, invento francés que revolucionó el mundo. En cambio, yo no alcanzo a imaginar qué es lo que será que ocurre allá adelante para que estemos aquí, en este automóvil pequeño y ligero, encima de este puente antiguo que vadea uno de los ríos más grandes del mundo. ¿Querrás manejar un rato?
Ella se estira y bosteza sin taparse la boca para que él la vea y suponga que tiene sueño, pero en realidad lo que le pasa es que detesta manejar. Además, aunque ahora el camino sea recto, le quedó la sensación de las vueltas parisinas. Y ella detesta las rotondas tanto como las calesitas y las puertas giratorias. En cualquier situación que la lleve a esas trampas impiadosas no puede dejar de pensarse atrapada, dando vueltas infinitas siempre en el mismo lugar sin posibilidad de salir, bajarse o, por lo menos, atrapar una sortija.
Al silencio que sigue se lo podría cortar con un desafilado serrucho. ¿Será que ella no lo ha oído? ¿Será que no quiere conducir? No, eso seguro que no. De alguna manera siempre, atenta y en todo lugar, ella conduce más allá de lo que pase.
Al fin, no tiene importancia porque a lo lejos se ven las luces del centro, del almanaque, del lunes y, aunque no parezca, aún sin despedida, siempre hay un destino, y al alcanzarlo se diluye la ilusión del volver, como aquel pobre hombre que, habiendo regresado a Itaca, con el pesado recuerdo de Calipso a cuestas, a duras penas fue reconocido por quienes, poco después, y sin dudar ni un instante, lo olvidarían.