Producción: Natalí Risso
-------------------------------------------------------
El mito del granero del mundo
Por Rolando García Bernado (*) y Tomás Carrozza (**)
Para solucionar la inflación en alimentos que aqueja a los hogares del país, tenemos que primero entender qué la ocasiona. Las formas de producir alimentos han cambiado en el último siglo. El sector productor de alimentos ya no es “primario”, en el sentido original de la definición, ya que no produce localmente la mayoría de los insumos que utiliza. En la actualidad, los precios de los alimentos que producimos localmente tienen un fuerte componente dolarizado, incluso cuando hablamos de alimentos de mesa. Bajo las normas socialmente impuestas de producción se requieren insumos y traslados que son una parte fundamental de los costos finales: el precio de los productos de mesa sigue el costo de los combustibles y los precios de los fertilizantes y agroquímicos. Subestimar el componente dolarizado de la producción de alimentos ha sido tal vez el principal error del gobierno en lo que respecta a este tema.
Tampoco nuestro sistema agroalimentario es el mismo que hace treinta años. Hay que desmitificar la idea del potencial “granero del mundo”. Argentina produce una cantidad importante de commodities agrícolas que son insumos para la industria y no alimentos. Pero también importa crecientemente alimentos de todo tipo. Cuando sumamos dentro de la estimación de la producción de alimentos a la producción de soja y maíz, con la de manzanas o papa, estamos mezclando productos que cumplen funciones sociales totalmente distintas. En las últimas décadas, la producción local de alimentos se ha ido reduciendo y hemos priorizado esquemas de exportación de nuestra producción local en detrimento del mercado interno (como en el caso de los frutales de pepita), y de importación de la producción extranjera por sobre la local (como en el caso de la banana o la palta). Existen experiencias contrarias (como el kiwi en la Provincia de Buenos Aires), pero la tendencia general es a importar cada vez más.
Importar alimentos no ha solucionado los problemas inflacionarios, sino que, por razones obvias, los ha agravado. Y mientras que montar una producción de alimentos requiere años de planificación, desmontarla lleva solo meses. Una vez que se desinvierte y se retrocede en la producción local, dependemos de importar para poder cubrir una demanda legítimamente instalada, lo que termina atando el precio de los alimentos al tipo de cambio. En otras palabras, cuando se devalúa el peso, no se favorecen las condiciones locales de producción y simplemente se encarece el producto localmente.
Favorecer impositivamente al sector tampoco va a servir para abaratar los alimentos de mesa. De los principales complejos exportadores del país, 19 son de base agropecuaria. La mayoría no paga retenciones de ningún tipo. Esto ata el precio local al precio internacional: cuando suben internacionalmente los precios de los alimentos, los pagamos más caro en el mercado local. Una solución clásica es ponerle impuestos a la exportación, pero el sesgo exportador y la falta de dólares que daña fatalmente la economía local evitan que los gobiernos avancen en esta dirección. Por lo tanto, nuestros productos de mesa siguen los precios internacionales.
El precio de los alimentos está aumentando en todo el planeta. Las últimas dos décadas han sido de incremento tendencial y constante. Existe una concepción generalizada equivocada que atribuye a los aumentos de precios causas coyunturales como la crisis de 2008, la pandemia COVID-19 o la guerra de Ucrania. Sin duda estos factores coyunturales agravan el fenómeno, pero las causas reales son de fondo y tienen que ver con la dinámica que ha tomado el sistema agroalimentario mundial: reducción de stocks en todo el planeta, competencia por los suelos por el biocombustible, demanda incrementada desde Asia, estancamiento de la productividad del trabajo agrícola, aumento de los precios de los combustibles -de los que depende la producción quimicalizada y el transporte-, y la creciente financiarización de los commodities agrícolas, se combinan para marcar un alza en los precios que no ha sido adecuadamente caracterizada, y mucho menos combatida.
En este marco, el Estado debe tener un plan sistemático para defender al pueblo argentino de los aumentos constantes de los precios de los alimentos. No lo ha tenido. Todo parte de entender el problema. El Estado tiene las herramientas para empujar una transformación en la estructura del mercado local de alimentos. Puede hacerlo centralizando el sistema de distribución. Hay que recordar que el Estado es el principal demandante de alimentos en todo el país: sólo nuestro sistema escolar alimenta diariamente a millones de personas en todas las provincias, y es este el principal motivo por el cual no hay una crisis de hambre estallando en la esfera pública. Además, el Estado tiene que ayudar a romper la dependencia respecto de los insumos químicos que encarece la producción, colaborar con la transición hacia formas productivas más respetuosas de la salud, la naturaleza y menos dependientes de los hidrocarburos e invertir en infraestructura para la distribución y logística.
El sistema agroalimentario es reactivo a las políticas públicas, aquí y en todo el planeta. Es momento de abandonar la práctica liberal de dejar todo librado a las “fuerzas del mercado” que nos trajo hasta aquí y empezar a planificar en defensa de las familias trabajadoras y los productores de alimentos.
(**) Docente-Investigador - UNPaz/CONICET.
(***) Docente-Investigador- UNMdP.
---------------------------------------------------
Muy doloroso
Por Enrique M. Martínez (***)
Un país como Argentina debería importar solo una gama acotada y pequeña de alimentos. Café, frutos tropicales, algunas frutas en contra estación, como naranjas o frutillas. Nada más.
Todo lo que exceda esa lista se debe a consumo vocacionalmente exclusivo o a incapacidad propia de desarrollar y apuntalar esas producciones. El caso típico es la banana, ya que Salta y Formosa podrían holgadamente proveer nuestro consumo en gran parte del año. Sin embargo, reaparece la intención de usar la importación como instrumento de control de la inflación.
En esta área y en actual contexto argentino, hay dos razones para que la inflación de un alimento se destaque del promedio:
a) Porque una empresa es hegemónica y toma ventajas en un contexto de inestabilidad general y de expectativas negativas.
b) Porque la oferta primaria está distribuida entre gran cantidad de pequeños productores y hay intermediarios comerciales que administran el mercado.
En ambos escenarios hay actores que controlan aspectos clave de la comercialización y actores pyme y familiares que son prácticamente invisibles para la política pública, que se acomodan a las circunstancias que definen los eslabones dominantes.
En tal contexto, importar bienes, sin modificar las relaciones de poder económico al interior de la cadena de valor, es muy poco probable que beneficie a los consumidores y es casi seguro que perjudique a los productores más débiles de la rama, llevándolos incluso a correr el riesgo de desaparecer, aumentando así la concentración y la arbitrariedad que aparentemente se quiere evitar.
Eso sucederá porque el eslabón más poderoso de la cadena siempre tendrá elementos para derivar hacia otros los efectos de medidas genéricas, como importaciones subsidiadas, suspensión de exportaciones, congelamiento o control de precios que abarquen a todos los actores de la rama, etc.
Así sucedió, por ejemplo, con la suspensión de exportaciones de lácteos o de farináceos en el pasado, que hizo que las exportadoras desplazaran con su mayor oferta a sus competidoras más pequeñas del mercado interno, quedando en condiciones de fijar precios más adelante.
El único modo de intervenir en actividades con tantas asimetrías internas es focalizar las decisiones, o sea: dirigirse a disminuir el poder de los hegemónicos y/o aumentar el peso de las empresas más pequeñas.
Disminuir el poder de los actores hegemónicos es posible en algunas ramas de la industria alimenticia estableciendo controles o congelamientos temporarios para productos definidos de empresas definidas, que son las que han hecho uso de poder en la carrera inflacionaria.
Aumentar el peso de las empresas más pequeñas es posible en todas las ramas alimenticias.
La constitución real y efectiva, evitando el habitual show mediático, de mercados de cercanía administrados de modo público/privado, para que los productores de frutas y verduras lleguen en forma directa a los consumidores es un camino eternamente reclamado y nunca concretado.
La financiación generosa de stocks en elaboración a las cooperativas o pequeñas industrias yerbateras, azucareras, arroceras, legumbreras, aceiteras es otra manera. La constitución de stocks regionales de productos elaborados por pyme, financiados por entes públicos, que releven a las industrias de esa pesada carga, es una tercera manera.
La difusión de modelos donde actores comunitarios no pierdan la propiedad de los productos de la tierra, sea trigo, maíz, leche o cualquier otro insumo alimenticio básico que luego se transforma industrialmente, como sucede con la uva o a veces con las aceitunas, podemos considerar que es una etapa superior de organización de la provisión alimenticia a escala local.
Más allá de la enumeración de medidas posibles y necesarias, que podría ampliarse más y más, es muy doloroso tener que hacer referencia a medidas como la anunciada, que parecen surgidas de un manual básico de economía elemental. No solo por su seguro fracaso, sino por el implícito social que hay detrás de la concepción misma de la idea.
Creer que el rumbo económico se timonea teniendo como interlocutoras solo a un pequeño grupo de empresas, a las cuales se las influencia solo con instrumentos como aranceles, tasas de interés o desgravaciones, es miope.
Pero negar la existencia de miles y miles de actores que quedan fuera del radar público y que son condenadas a trabajar eternamente a la defensiva es ciego. Y eso no es una limitación física, evitable, es una limitación mental.
(***) Ex presidente del INTI. Coordinador del Instituto para la Producción Popular.