Estoy en mi camarín, ordenado la ropa que dejé tirada antes del programa. El televisor está encendido en un canal de noticias y mientras me cambio para salir a la calle, escucho a un periodista anunciar la muerte de Tina Turner. «A los 83 años, murió la leyenda del rock and roll Tina Turner». Me quedo en silencio mirando fijamente la pantalla. Debe ser la respuesta que más compartimos los seres humanos: a casi nadie le causa indiferencia la noticia de una muerte. ¿Será por el temor a lo desconocido? ¿El miedo a no entrar al paraíso y terminar en el infierno? No lo sé, hasta que no muera no les puedo contar. Lo cierto es que convivimos a diario con la vida y la muerte, solo que no le prestamos atención salvo cuando nos toca de cerca, como la pérdida de un familiar, de un amigo o de alguien cercano. También nos enfrentamos a ella cuando suceden hechos como este, que nos demuestran que no somos inmortales.
Es inevitable que semejante pérdida no toque alguna fibra en el interior de quienes tenemos más de cuarenta años. Su nombre es un viaje en el tiempo a esa época dorada en que la única preocupación pasaba por dónde íbamos a ir a bailar el finde o qué remera nos pondríamos. Esos hermosos asaltos, los primeros bailes, las canciones que abrazaban nuestra inocencia y esa adolescencia que pedía a gritos rebeldía. Mientras comienzan a aparecer los raccontos en diferentes canales de TV, en las redes, a velocidad de la luz, la gente ya subió sus fotos y canciones a modo de despedida. Todo me llena de melancolía.
Cualquiera de sus canciones me lleva a algún momento de mi vida, me recuerdo en el comedor de casa, viendo por televisión el recital que estaba dando en River. Era el año 1988 y yo estaba fascinada con este mujerón, no podía acreditar lo que veían mis ojos. Esta mujer se apropiaba del Monumental con una garra que no había visto hasta ese momento y transmitía una energía descomunal, parecía que podía romper el escenario con la fuerza de sus piernas y sus tacos aguja. Nada en ella resultaba falso o actuado: era puro sentimiento. Su porte era deslumbrante: sus piernas, su melena de león y su voz. ¡Por favor! Más allá de tener un registro maravilloso, ella lo potenció con un estilo único cargado de sentimiento y mucha pasión. Se notaba que Tina tenía mucho que gritarle al mundo.
En ese momento, yo pensaba que lo que me fascinaba de ella era su aspecto de mujer poderosa. Muchos años después, descubrí que lo que me generaba esa admiración era su modo de plantarse en el mundo. Si bien a esa edad no sabía lo que decían las letras de sus canciones, había algo en su forma de cantar, esos gritos que salían de sus entrañas, que era un manifiesto. Tina no te hacía bailar y punto: te hacía vibrar, te hacía sentir muchas cosas, te daban ganas de saltar, de lanzarte. Estaba segura de que las suyas no eran canciones superficiales, en su música había empoderamiento, dolor, sufrimiento y resiliencia.
Las letras que cantaba narraban el dolor, pero ella con su magia se apoderaba de ese sufrimiento y lo transformaba en arte. Según pude leer, lo espiritual y lo religioso la acompañaron toda su vida, quizás la experiencia inicial en el coro de la iglesia la marcó y ese fue un refugio para poder sobrellevar su tremenda historia. Como todos sabemos, tuvo una existencia muy difícil, que lejos está de esa fantasía de la «vida de estrella». Su camino estuvo lleno de obstáculos desde la niñez, que estuvo signada por el desamor materno, el abandono y la muerte de quien se había convertido en su referente y «madre postiza». A lo largo de su carrera, se enfrentó a muchos desafíos: la violencia doméstica, la pérdida de dos hijos, la discriminación racial y la lucha por la aceptación en la industria musical en un momento en que las mujeres y las personas afroamericanas tenían menos oportunidades. Sin embargo, nunca se rindió y continuó trabajando duro para salir adelante y ser la voz de millones de mujeres en el mundo que veían en ella a una referente. Tina tuvo la fuerza y la determinación para superar todos los contratiempos. Su lema «no te rindas» fue una muestra de su firmeza, de su espíritu indomable, y en definitiva, eso es lo que transmitía en el escenario.