Esta casa de portón negro está ubicada en Villa Madero, un barrio del Partido de La Matanza que colinda con Piedra Buena y Villa Lugano, donde los kioskos son casas con ventana a la calle y sobreviven las fábricas de pastas clásicas. Si uno se aproxima, podría desconcertarse con un inusual olor avinagrado, aunque lo que más impresiona es la torre azul eléctrico que se levanta como un faro en medio de una calle de casitas bajas. Aquí, todas las mañanas, Fernando Martín Peña se despierta entre las 5 y las 6 de la madrugada y empieza el día con una rutina nasal. Es decir: huele decenas de latas. Hacerlo con toda su colección de latas es una tarea que puede llevarle más de dos meses y, cuando termina el recorrido, vuelve a empezar. Porque ese gesto puede no parecer un trabajo académico, sin embargo, es lo que podría salvar un pedacito de historia del cine: el primer signo de descomposición de una película en fílmico es su olor a vinagre y el proceso, en muchos casos, se puede frenar con ventilación. Por eso, después de todos estos años, Fernando Martín Peña sabe esto: para conservar una película se necesita aire, no encierro. Y lo mejor que puede hacer un historiador por la historia no es archivar, sino mantener en movimiento. “Yo milité la Cinemateca hasta 2010, teníamos la ley y la reglamentación, pero vi que por una interna otra vez nos íbamos a quedar sin Cinemateca y ahí iba a ser un camino muy frustrante. Creo en el Estado y que es la única solución, pero mientras tanto se iban a estropear las películas que yo tenía. Así que dije, bueno, tengo que construir algo por mi cuenta”, explica el coleccionista y divulgador Fernando Martín Peña, que ofrece un plato de pastas del barrio, y luego se ríe solo: “Bueno, no es tan loco lo que te estoy diciendo... ¡Suena cuerdo lo que te estoy diciendo!”.
Suena cuerdo y suena delirante. El depósito de Peña, que antes era una casa familiar, tiene cinco habitaciones y una cabina de proyección. La torre conjunta que él construyó especialmente tiene cuatro metros de altura y dos cuerpos. Las paredes son gruesas para contrarrestar la humedad y un aire acondicionado monstruo funciona las 24 horas en verano para mantener una temperatura estable de 20 grados. Aquí, Fernando Martín Peña rescata, repara, organiza e investiga. Es el primer edificio que se construye en Argentina especialmente para conservar películas. Pero no está en el centro, sino en este barrio del conurbano bonaerense que supo poblarse de migrantes italianos de la posguerra, y no lo hizo el Estado ni una entidad especializada, como sucede en otros países, sino él, un aficionado que empezó a coleccionar películas a los 9 años y que ahora dice: “Antes era difícil mudarme, pero hoy es imposible”.
Hoy es imposible porque hoy Fernando Martín Peña tiene esto: 55 años, cerca de 9 mil películas, siete gatos adoptados, un cactus –San Pedro, alucinógeno– tan alto como la torre y presumiblemente de más de 100 años, nacido en este terreno que heredó de su primer mejor amigo, el archivista Octavio Fabiano, un vitral de iglesia gigante que recubre un ventanal –encontrado en el depósito de un fletero y cuyo exacto origen se desconoce– que heredó de su segundo mejor amigo, el archivista Fabio Manes, una imponente colección de vinilos sin cifra exacta, tres tocadiscos para distintos formatos, incluído el Winco de su infancia, un microcine con una bicicleta estática, una colección de libros y revistas reunidas por él o heredadas de personajes célebres como el crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet, una parrilla pequeña donde prepara su especialidad: molleja. Está contento porque hoy los albañiles terminaron el nuevo baño. Porque justo hoy, después de dos décadas vinculado de distintas formas a esta casa, Fernando Martín Peña duerme por primera vez en el que será su habitación definitiva: un colchón discreto que usa directo en el suelo, un escritorio con mobiliario acotado para una gran colección de libros, y un flamante y nuevo baño con ventanita al exterior que le enorgullece. “Lo que yo nunca hice en mi vida fue resignar las películas”, dice. “Se resigna el dormitorio, el espacio vital, tener hijos, pero las películas no”.
ABRIENDO LATAS
Por estos días, la editorial Blatt & Rios acaba de publicar Diario de la Filmoteca, un imponente libro de más de 400 páginas, el más personal de Fernando Martín Peña, que ha sido cineclubista, investigador, escritor, profesor y director de Festivales como BAFICI y Mar del Plata. Pero que quizás sea más conocido por el público por Filmoteca, su cómico e inusual programa en la Televisión Pública –donde presenta películas elegante, sport, disfrazado y hasta semidesnudo– o simplemente por habérselo topado en alguna sala de cine, ya que es él mismo quien corta las entradas, presenta y proyecta sus ciclos que hoy están fijos en Museo Malba, Centro Cultura Kirchner, Hasta Trilce y el cine de la Enerc.
Diario de la Filmoteca es una bitácora que recopila los posteos con hallazgos y observaciones que Peña fue compartiendo en facebook los últimos años. Aunque su materia prima es la recuperación del cine en fílmico –el epítome de lo análogo– él ha capitalizado su actividad de divulgación en las redes sociales, donde tiene miles de seguidores. Este quizás se sienta como un año celebratorio porque el lanzamiento del libro coincide con el estreno de La vida a oscuras, documental de Enrique Bellande sobre su oficio. La película, que se estrenó en el Bafici y está anunciada para julio en el Malba, es a la vez un retrato sobre la muerte de un formato –el fílmico, otrora soporte del cine– y el trabajo vital y movedizo de Fernando Peña -cuya marca de estilo es su famosa frase: ¡Alegría sin fin! -, que se ocupa de recuperarlo y divulgarlo con insistencia: un hombre que se la pasa abriendo latas de películas como cajas de sorpresas y que ha llevado esta tarea a un terreno devocional. “Pero esto tiene que ver con el conocimiento, con la historia, no es por juntar cosas”, dice con ternura y convicción.
Fernando Martín Peña creció muy lejos de esta casa en Villa Madero. Nació en una familia de clase media sin ningún vínculo con el cine, y se crió en un departamento sobre la General Paz. Se obsesionó con las películas a los 3 años, cuando encontró en un placard el proyector de su abuelo –que todavía conserva–, se definió coleccionista a los 9 y a los 16 proyectaba sus descubrimientos en cineclubes por diversión, cosa que poco después se convirtió en su primer trabajo como parte de Cineclub Núcleo, fundado por Salvador Sammaritano, divulgador y presentador del programa Cine Club de Canal 7, que lo apadrinó. “Yo cuando niño veía las imágenes fijas en ese material, pero cuando ponías ese objeto en el aparato, esas imágenes se movían. El disco es lo mismo, es una cosa negra, pero lo ponés en el aparato y eso se transforma en música. Esa cualidad fantástica que tienen estos objetos para mí sigue teniendo la misma fascinación que a los 3 años. Yo veo un disco en la calle y me paro a ver qué es, no puedo creer que alguien lo tire, si es una cosa fantástica, ¿Cómo la vas a tirar? Es como tirar la lámpara de Aladino”.
EL COLECCIONISTA
El asunto con el fílmico puede parecer incomprensible para generaciones más nuevas, pero las películas no siempre se filmaron y vieron en celulares. Su soporte original fue un material de impresión, primero, muy inflamable –causa del gran incendio en el cine que imaginó Tarantino en Bastardos sin gloria, por ejemplo– y luego susceptible a avinagrarse, como muchas de las películas que habitan esta casa en Villa Madero. El formato, que requiere destreza, cierto conocimiento y ciertos cuidados, fue desapareciendo como material de filmación, reemplazado por el comodísimo digital, y hace más de una década tampoco se usa para proyectar películas en los cines comerciales. Los laboratorios cerraron y cientos de latas –ese símbolo del cine– sin lugar donde conservarse fueron a parar a la basura. Algunos dicen que este material es la manera más efectiva de conservar una película, una que el digital no podrá reemplazar, y por eso las Cinematecas del mundo -Argentina, aún no tiene la suya a pesar de su imponente producción y de la militancia de algunos como Peña- se encargan de resguardarlo. Por supuesto que también es la única forma de recuperar la historia del cine, que continúa en construcción: perdidas, enterradas, censuradas, destruidas, siguen apareciendo películas que completan el pasado. Y quizás, algo más pedestre: es conmovedor ver las películas con esas texturas y colores y climas. “En clases me pasa que los chicos se sacan fotos con el proyector”, dice Peña, un laboral extremo, que da clases de historia del cine con sus propias copias –que carga por la ciudad en una maletita de cuero que pesa unos 10 kilos– en la Universidad de La Plata, la UBA y la ENERC. “Hay una cosa de descubrir esto ¿De qué otra forma sino podrían descubrir la imagen fotográfica? No tienen cómo. Cuando la gente joven accede al fílmico le encanta, se da cuenta que es otra cosa. ¿Y la gente que viene los martes al ciclo? Viene porque damos películas en fílmico ¿Por qué otra cosa va a venir?”.
Efectivamente, las decenas de personas que los días martes se acercan a Hasta Trilce, un discreto centro cultural en el barrio de Boedo, no tienen otra razón. El ciclo se llama Peña sin cadenas y la consigna es esta: se pasan películas en 35 mm en dos horarios pero no se anuncia qué, y quienes asisten lo hacen bajo la única promesa de guardar el secreto terminada la función. Código de confianza entre Peña, su público y el cine que se cumple cada semana y atrae curiosos. “Nunca estuvo tan lleno”, se ríe él. “Esto tiene que ver con la formación de coleccionista: vos cuando vas a comprar películas no podés elegir, no es como ir al cine. Caés en la casa de un tipo que colecciona y quiere vender algo. Y son las que son. Cuando nosotros empezamos no es que te encontrabas con las películas famosas de la historia. Uno conseguía cualquier cosa, el lado b de la historia. El tema es que después las veías y eran geniales. Eso estimulaba el cineclubismo: pasar películas que nadie conocía y que nosotros habíamos recibido de esa manera. A la televisión llevamos esa idea también, la certeza de estas películas que sabíamos que eran buenas, que no conocía nadie, y la certeza de que si las compartimos a otros les iban a gustar”, dice Peña.
Durante los años ‘90, Fernando Martín Peña, Octavio Fabiano, Fabio Manes y Christian Aguirre, jóvenes entusiastas del cine que se habían hecho amigos a través del coleccionismo, fundaron la Filmoteca Buenos Aires, un grupo destinado a exhibir en salas esas películas que encontraban y que cada uno llevaba años comprando con dificultad, motivados por la idea de que el cine que se descubre tiene deber de compartirse: las películas, para conservarse, necesitan aire. “Todo nos costaba un huevo. Nunca teníamos plata y había que elegir muy bien. La sensación era que todo era muy decadente, la escuela de cine estaba hecha pelota y el que tenía la suerte de viajar no solo se sorprendía con las cinematecas, sino con que todo estaba a la mano. Las revistas que llegaban acá tenían listas de películas que nosotros pensábamos que no íbamos a conseguir jamás en la vida. A veces juntábamos unos dólares y les escribíamos para comprar pero entre que nos llegaba la revista y nosotros podíamos escribir ya se había vendido todo. Te encontrabas con coleccionistas viejos que decían sí, me acuerdo de estas películas pero se quemaron. ¡Todo era una catástrofe!”, se ríe Peña. “Lo extraordinario es que después lo hicimos todo”.
Esto lo confirma. El pasado puede convertirse en aventura si se le provee ventilación. A principios de los dos mil, Filmoteca empezó a pasar películas con música en vivo -Nosferatu, El fantasma de la Ópera- que tuvieron gran éxito. Fue un indicio de que todo empezaba a caminar, y una tradición que Peña continúa hasta hoy: la dupla de Fernando Kabusacki y Matías Mango es famosa por musicalizar sus funciones de cine mudo, mientras él traduce los textos desde la cabina de proyección con un micrófono. Una forma de exhibir ese formato que ya es parte del imaginario cultural de la ciudad. Filmoteca programó sus hallazgos en salas pequeñas y gigantes, en Festivales nacionales, y también llegó al Museo Malba, donde Peña lleva 20 años como programador. Y hasta inventaron un longevo programa de televisión que, a pesar de su franca rareza, vive hasta hoy. Fabiano y Peña se internaron en el sótano de la Enerc, entonces tierra de nadie, y recuperaron cientos de películas argentinas. También, lata a lata, desde distintos acervos, reconstruyeron la filmografía de Hugo del Carril, a quien creían santa trinidad junto a Favio y Torre Nilson, y a cuyo cine hoy se puede acceder gracias a esa tarea. Junto a Manes –con quien compartían un extraordinario y reconocible sentido del humor– para no perder público durante Bafici, inventaron el Bazofi, con las cosas más raras e inconseguibles de la Filmoteca: un ciclo que previsiblemente aún se llena. Y entre la decena de libros publicados por Peña figuran títulos sobre Jorge Cedrón –cuyo cine ayudó a repatriar– o Raymundo Gleyzer; es famosa la historia de cómo reconstruyó y exhibió una copia de Los traidores armada con fragmentos que se escondieron enterrándose durante la dictadura. También está Cine maldito, sobre películas olvidadas, prohibidas o truncas (que incluye su descubrimiento de un corto inédito protagonizado por Eva Duarte), o Metrópolis, uno de los más recientes: la delirante historia sobre cómo encontró -gracias a una teoría suya y a la gestión de Paula Félix-Didier, directora del Museo del Cine, figura fundamental de la preservación y en su vida- la única copia original del clásico de Fritz Lang, versión completa que el mundo creía perdida y que estaba aquí mismo, en Argentina. Entre otras cosas, quienes asistieron a Festivales nacionales durante su dirección difícilmente puedan olvidar algo como ver El caballo de hierro de John Ford en un Teatro y acompañada de la Orquesta Sinfónica de Mar del Plata. “Uno tiene que hacer el esfuerzo de que la gente se pueda quedar con lo mejor de dos mundos, a diferencia de nosotros en los ‘80 que teníamos que leer sobre películas que nunca íbamos a ver. Tiene que existir la idea de salida, la cosa comunitaria, pero esa exhibición tiene que ser como los artistas la pensaron. ¿Qué sentido tiene cobrar una entrada por una película en digital que se puede ver en tu casa?”, dice Peña, lo cual es paradójico: gran parte de sus exhibiciones, de hecho, son gratuitas.
LA CASATECA
La historia de cómo Fernando Martín Peña llegó a esta casa en Villa Madero, como muchas de sus historias, es increíble: todos los miembros de la Filmoteca eran muy jóvenes y vivían en departamentos muy pequeños de la capital. En cambio, Octavio Fabiano, que les llevaba unos 20 años y que vivía solo en este caserón construido por su familia italiana, tenía suficiente espacio: se usó como depósito de parte de la colección que los amigos peso a peso iban consiguiendo. Pero Octavio Fabiano murió intempestivamente después de un ACV en 2003. Y Peña tuvo que comprar a la familia -que nada sabía del arreglo- todo lo que había ahí dentro, incluidas sus propias películas, por segunda vez. “Aquí había árboles que lo dominaban todo, bichos no clasificados por la ciencia”, se ríe Peña, que contempla desde la ventana este extraño reino suyo. Durante 20 años, pasó de alquilar la casa a comprarla, y luego a convertirla en lo que es: un edificio especial para guardar películas, el primero en Argentina, y una casita pequeña y acogedora donde él vive, con sus libros y vinilos, ambas separadas por un patio con parrillita. “Si me muero todo esto va directo al Estado, con la casa y todo. Tiene lugar para un casero al que le guste la música”, dice.
Mucho de todo esto, que Octavio Fabiano no alcanzó a ver, todavía conmueve a Peña. “¡Lo que siempre soñamos!”, se entusiasma. “Las redes sociales, que en muchos sentidos son un infierno, para lo que hago yo son geniales. Hay que quedarse con lo mejor de la tecnología”.
Muchos conocen y quieren a Peña por Filmoteca, el programa de televisión que empezó en 2000 y que, con pausas mediante, se transmite aún por la Televisión Pública. Lo condujo, primero, con Fabiano, luego con Fabio Manes, y hoy con el crítico Roger Koza. La premisa es simple: dos amigos presentan películas encontradas a través de ese descomunal trabajo de coleccionismo. Esas películas pueden ser clásicos del cine, pero sobretodo films despreciados por la historia, que a menudo resultan espectaculares. “A la gente le gustó esa variedad, que no seamos el canon. Y también lo que creo que hicimos fue dejar otros modelos de presentación más solemnes, mantener la idea de dos personas a las que les gusta el cine y que se conocen y quieren hace muchos años, esa autenticidad es rara en la TV”, dice Peña, cuyo sentido del humor insólito y cercano a la comedia deadpan lo separó de otros programas culturales, y muchos han confesado ser fans no precisamente por las películas, sino por lo que él es capaz de hacer para celebrarlas. Por ejemplo, presentar semidesnudo, y muy serio, un ciclo de Roger Vadim por ser el director “que más gente ha desvestido en el cine en la historia del siglo XX”, o llenar el estudio de soldaditos de plomo para un ciclo sobre la guerra civil española. Algunos recopilan y suben a las redes estas presentaciones: Todos los disfraces de Filmoteca, todas las veces que Peña gritó: “¡Obra maestra!”, todas las veces que increparon al “cameraman que los odia”.
Y como el coleccionismo es un oficio vivo, su vínculo directo con el público le ha permitido también algunas cosas extraordinarias. Hace algunos años, por ejemplo, pasaron Perón: Actualización política y doctrinaria para la toma del poder, una parte de sus entrevistas en el exilio, que tuvo récord de audiencia. A la semana apareció un espectador que les llevó otra parte, que se creía perdida. “Y no solo la pasamos, sino que fue la última vez que se juntaron Solanas y Getino. O sea que juntamos al colectivo Cine Liberación”, se entusiasma Peña, que también es guardián de material que le han confiado directores como Adrián Caetano, Albertina Carri, Lita Stantic, Luis Ortega y que tuvo fans como Coca Sarli, que le dio sus películas en 16 mm. “Ella me llamaba por teléfono para decirme que veía el programa. El día que asumió el Papa Franciso me llamó muy contenta y me dijo: Peñita ¿sabe que tiene que pasar? Francisco, juglar de dios, la de Rossellini, va a tener un rating bárbaro. Y así fue, aunque nunca se me hubiese ocurrido que Coca Sarli me iba a sugerir pasar una película sobre San Francisco de Asís”.
En 2013, después de siete años de hacer Filmoteca juntos, Fabio Manes, que había tomado el lugar de Octavio Fabiano, empezó con esta rutina: abrir IMDB, señalar un rostro y preguntar: ¿Este cómo se llama? Sus amigos insistieron en que visitara al médico cuanto antes: después de todo, él, historiador, era un experto en saber cómo se llama cada quién. El tumor cerebral se lo llevó en menos de un año. “Las dos muertes fueron muy terribles, eran mis mejores amigos. La primera fue repentina, la segunda otro tipo de palazo”, dice Peña. “Si no fuera por todo esto no se si hubiera bancado la muerte de mis amigos. Esto me ayuda porque me hace feliz pero también es una forma de tenerlos cerca. Seguir trabajando con las cosas que nos gustaban, yo creo que no se han ido del todo”, dice Peña, que cada vez que organiza el Bazofi anuncia que será presentado junto al “fantasma de Fabio Manes”. Y así, seguramente, sea.
Abrir latas de películas puede ser adictivo por su extraordinario sentido del azar. Pueden aparecer 15 episodios de Telematch, o puede aparecer en Argentina una copia nunca vista de un clásico del cine cuya noticia dará la vuelta al mundo. Esa es la belleza y la condena. Esa fue, de hecho, una de las últimas hazañas de Peña, simplemente porque en 2013 decidió abrir una lata de El herrero de Buster Keaton. Otro coleccionista quizás hubiese ubicado -y otros lo hicieron- ese clásico en la gaveta de los clásicos sin más. Pero Peña sabe: hay que ver antes de guardar. El cine necesita aire. “Yo he soñado películas que no existen pero cuando puse la película estaba despierto”, se ríe. Así se encontró en Argentina una copia con material inédito de Buster Keaton, que hizo su gala por Festivales del mundo, después de estrenarse, por supuesto, en Bazofi. “Bueno ¿por qué se encuentra?”, reflexiona Peña, con el plato de pastas de Villa Madero delante y un gatito blanco a sus espaldas, su vida improbable, la alegría: una infinidad. “Porque hay que abrir. Estoy seguro que las cosas perdidas están en algún lado pero nadie se digna a abrir y ver. Pero tenés que tener ganas de abrir porque aparte también hay mucha frustración, no es que uno encuentra Metrópolis todos los días. Pero a uno le gusta todo el procedimiento. Yo acá tengo que armar el 35 mm, y el día que me de fiaca es porque ahora yo me morí. Y no me di cuenta”.