Ayer por la mañana miré un pato.

Y me di cuenta que todas las veces anteriores que había mirado un pato, lo había mirado mal.

Será porque los patos tienen mucha figura literaria adosada. Dichos, refranes, cuentos infantiles y personajes de Disney le han armado demasiadas personalidades forzadas.

Eran varios los patos. Estaban desparramados por el laguito del parque Independencia hasta que me arrimé a la orilla y todos empezaron a acercarse. Venían encolumnados en distintas líneas, especie de radios de un semicírculo acuático que confluía en mí.

No sé si los patos son buenos. Parecen calmos, pero pueden llevar la tormenta por dentro, y reaccionar agrediendo con su pico como una pinza de palas anchas.

Llegaron hasta mí, muy cerca, tanto que si estiraba mi mano hubiese podido acariciarlos. Me miraron con esos ojos laterales que en realidad no miran, y siguieron su camino.

Todos menos uno. Él, mi pato, se quedó en la orilla, y podría jurar que movía su cuello levemente, de un lado hacia el otro, para completar mi imagen en su cabeza peludita.

No le di nada de comer, ni le hablé como a un bebé, ni moví el agua para hacerle olas. Se quedó sin esperar nada de mí. Yo tampoco esperaba nada de él. Pusimos en funcionamiento el vínculo perfecto: disfrutar de la presencia del otro, sin obligaciones y sin tiempo.

Era muy hermoso mi pato. Las plumas blancas perfectas y peinadas, el pico naranja, los ojos oscuros.

Habían pasado dos horas. Tenía que irme. No sabía cómo despedirme, cómo agradecerle. Pero él lo resolvió. Estiró sus patas y comenzó a desplazarse en círculos cada vez más amplios, se alejaba de mí sin brusquedad, ponía distancia sin dolor. Las patas eran extraordinarias, un prodigio al nivel del Nautilus: se movían sin trasladar su movimiento al cuerpo, que seguía relajado como en plena quietud. Eran elegantes y delicadas, frágiles e intensas. Una maravilla.

Son las tres de la mañana del martes y nos avisan, después de algunas horas de espera, que el vuelo se suspende por inclemencias meteorológicas. Hay niebla, dicen, y no va a levantarse con la salida del sol. La baja densidad de la radiación solar, explican, es totalmente insuficiente para disiparla antes del mediodía. El vuelo se reprograma para las 14 horas, nos ofrecen llevarnos a un hotel para pasar la noche.

Dudo. Podría volver en un taxi a mi casa. Pero vivo lejos, 40 minutos con esta niebla…para volver mañana a media mañana…

Acepto el hotel. Es ridículo, pienso. Un hotel para pasar unas horas en mi propia ciudad. Un hotel de marca, de los que seguramente nunca visitaría por mi cuenta. Llega el transfer (así se le dice al colectivo que nos lleva), vamos subiendo mostrando el pasaje de avión, miro las caras que se van haciendo conocidas, muchos jubilados, niños cansados, padres estoicos.

Llegamos al hotel, volvemos a mostrar el pasaje de avión (que parece ser un salvoconducto para todo).

Cuatro horas para dormir. Desayuno. Vuelta al transfer. Subo y me siento en el piso de arriba, miro por la ventanilla antes de arrancar y me doy cuenta que nunca había mirado esa cuadra desde esta perspectiva. Camine por esa vereda muchas veces, para mirar la vidriera de la zapatería o comprar algo en la librería de la esquina. Pero ahora no la reconozco, como si la estuviera descubriendo, cómo si la mirara por primera vez.

Para llegar al aeropuerto tenemos que recorrer seis o siete kilómetros, cruzar una parte del centro, seguir por la avenida, pasar por barrios privados de la periferia.

Voy a mirar, me digo, como una extranjera que recorre el camino del hotel al aeropuerto de una ciudad desconocida.

Trato de ser objetiva y recordar todo: las mesas que asoman de los bares, los edificios altos sin mucha gracia, las calles cortadas por arreglos o por los autos parados en doble fila, la gente cansada, mirando el piso. Las vidrieras de las verdulerías, los carteles pegados en las columnas, las veredas rotas y sucias, los afiches de la campaña que ya empezó. Las casas más bajas, el pasto, el cruce de la circunvalación. Nada me parece reconocible.

Me pregunto si será como con los patos, que nunca antes miré a la ciudad, o que nunca la vi.

Siempre supe que hay muchas ciudades dentro de Rosario. Nací y sigo viviendo en el sur bien sur. Durante muchos años fui al centro cada día, recorrí las partes más tristes del norte y el oeste, tomé sol en La Florida, cruce a las islas, la miré desde el cielo.

Miré la ciudad pobre, con calles de tierra y basura en las zanjas. La ciudad del río y los turistas, del centro y la llegada de los shoppings, la ciudad de las plazas en los barrios. Miré la ciudad de las salas de teatro, del frigorífico, de los corralones en las afueras y de las casas lujosas atrás de portones que se abren solos.

Miré todas las ciudades que hay en mi ciudad. O casi todas.

Le saqué fotos, aprendí de memoria el nombre de sus calles, inventé recorridos para conocerla, armé un teatrillo de títeres en muchas de sus villas.

Y hoy, sentada en el asiento de un colectivo me preguntó que pasó.

Si miré mal.

Si miré otra cosa.

Si la ciudad es otra y no pude seguirle el ritmo para no perderla de vista.

Si es tan distinta que da miedo mirar.

 

Si se esconde, para sorprendernos un día, cuando vuelva a ser amable y hermosa, y podamos ser felices mirándola.