Libresco desde la niñez, durante los primeros años del siglo XX -en el barrio de Palermo-, Jorge Luis Borges redacta, con tan sólo ocho años, un texto sobre la mitología griega, en inglés. Luego, traduce a Oscar Wilde, y ya en esos años conoce al poeta Evaristo Carriego, amigo de sus padres, quienes lo llevarán de viaje a Europa (junto a su hermana Norah) y serán sorprendidos con el estallido de la Primera Guerra Mundial. El Borges adolescente cursará sus estudios en Ginebra, y, en 1919, arribará con los suyos a España, por algo más de un año. Allí, entre las corrientes literarias que resonaban, el creacionismo y el futurismo, conocerá a jóvenes de otra tendencia, el ultraísmo, y traduce y publica algunos poemas. De regreso a la Argentina, irá abandonando al ultraísmo, y participa de nuevos proyectos: revistas como Prisma y Proa, y luego contribuyendo en el periódico Martín Fierro, publicación que criticaba y atacaba tanto la poética del modernismo (Lugones) como a la editorial Claridad (que publicaba autores de lo que se denominaría pronto como “grupo de Boedo”).
Es en este ambiente cultural y literario, y con una ciudad de Buenos Aires que comienza a cambiar arquitectónica y socialmente, a engrandecerse y poblarse, y tras destruir algunos primeros poemarios, que Borges publica su primer libro, en 1923: Fervor de Buenos Aires. Un Big Bang, una explosión inicial en la que se encuentran todos los temas fundamentales de Borges: la ciudad y los espejos, el linaje familiar y la cultura criolla, la reflexión en torno al tiempo y sus paradojas, la historia nacional y la metafísica. Incluso, adjetivos como unánime y universal. El libro tuvo nueve reediciones en vida de su autor, quien siempre -manteniendo sus núcleos esenciales- lo reescribió y modificó.
Por el centenario, Sudamericana ha publicado Fervor de Buenos Aires junto a Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, otros dos poemarios, los siguientes que Borges da a conocer en la década de 1920, que homenajea gráficamente aquella primera edición, retomando el grabado que hiciera Norah Borges, y como parte de una serie de títulos clásicos del escritor (como Ficciones, El Aleph y El informe de Brodie), que posiblemente le esté dando, con esta nueva presentación, de formato sencillo y despojado, otra oportunidad para el actual interés del público lector joven y/o nuevo.
“Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después”, apunta Borges en un prólogo fechado en 1969. Y detalla, autocríticamente, sobre sus intenciones por entonces, creando predecesores: “me propuse demasiados fines: remedar ciertas fealdades (que me gustaban) de Miguel de Unamuno, ser un escritor español del siglo XVII, ser Macedonio Fernández, descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto, cantar un Buenos Aires de casas bajas y, hacia el poniente o hacia el Sur, de quintas con verjas”.
El primer poema proclama: “Las calles de Buenos Aires ya son mi entraña”, así como en “La Recoleta” reflexiona, entre panteones, fechas e inscripciones en latín, sobre la vida: “El espacio y el tiempo son formas suyas, / son instrumentos mágicos del alma, / y cuando esta se apague, / se apagarán con ella el espacio, el tiempo y la muerte, / como al cesar la luz / caduca el simulacro de los espejos”. Otras piezas también tendrán su topografía poética, como “El Sur”, “Calle desconocida” y “La Plaza San Martín” –la misma que será escenario de varias narraciones, desde la década de 1930, del olvidado Arturo Cerretani–. “Un patio”, “Barrio recuperado” y “Arrabal” indican homenaje y despedida a una ciudad que conoció, mientras “Amanecer”, pieza de intimidad lírica –y seguramente ante los problemas de vista de su padre–, anuncia: “la noche gastada / se ha quedado en los ojos de los ciegos”.
“Cuarenta naipes han desplazado la vida”, postula al comienzo de “El truco”. Y prosigue: “Pintados talismanes de cartón / nos hacen olvidar nuestros destinos / y una creación risueña / va poblando el tiempo robado / con las floridas travesuras / de una mitología casera”; “hay un extraño país: / las aventuras del envido y del quiero, / la autoridad del as de espadas”.
La nota política la da con el caudillo federal bonaerense, ya mencionado en “El truco”. Se lee en “Rosas”: “La imagen del tirano / abarrotó el instante”. De ahí que en las breves notas finales, admita con una de sus proverbiales humoradas: “Sigo siendo, como se ve, un salvaje unitario”.
En un diálogo en 1973, María Esther Vázquez le preguntó a Borges cuál de sus tres primeros poemarios le había dado “mayores satisfacciones”. A lo que respondió: Fervor de Buenos Aires: “todavía me reconozco en él, aunque sea entre líneas”. Y explicó: “lo he modificado mucho, pero no agregándole cosas, sino diciendo de un modo más o menos eficaz lo que mi incompetencia literaria me había impedido decir en la primera edición. Es decir, restituyendo el libro a lo que ese libro estaba tratando de ser”. Como si quisiera ser el mismo (autor), siempre, incluso en/desde el pasado.
Lo cierto es que Fervor de Buenos Aires ya posee toda la sustancia que se ramificará en la prosa borgeana, sea en la forma narrativa, sea en la ensayística, al igual que la poesía, que no dejará escribir y publicar las décadas siguientes, como lo demuestran, entre otros, El hacedor, El oro de los tigres y Los conjurados.