En los inicios de Mickey Mouse estuvo la mutación, el ratón se movía a un ritmo proteico, la animación lo volvía aún más escurridizo de lo que su animalidad podía advertirnos. Un poco encarnando parte del espíritu de los locos años veinte y de la revolución visual de los dibujos animados de esos tiempos, Ub Iwerks y Walt Disney, quienes dieron vida a Mickey en las pantallas, crearon un ser en el vértigo de la transformación genérica como protagonista de breves musicales libérrimos donde el cuerpo se sacudía muchos de los disciplinamientos identitarios de esa época y las que siguieron. De hecho, ya desde su nombre: el sustantivo “Mouse” originalmente en inglés era femenino y luego se convirtió en neutro.
¿Rata o ratón?
Hacer una genealogía de Mickey Mouse implicaría devolverle toda la ambigüedad original que este personaje animado encarna. Mickey fue un obvio derivado del conejo Oswald, dibujo creado por Ub Iwerks, aunque Walt Disney dijo inspirarse en su mascota Mortimer, para luego mutar en el ratón de orejas redondeadas que con algunos cambios conocemos universalmente hoy. En ese período primario se amalgamó un estilo de aventuras animadas musicales, donde Mickey interactuaba con un entorno rural, animalesco, de manera más carnal, incluso llegando a lo sensual, grotesco y obsceno, con escenas donde las ubres de una vaca pueden convertirse en una carnalidad impúdica. Este estilo más fáunico y lúbrico se lo dio Ub Iwerks, quien es responsable de los primeros cortos revolucionarios de Mickey Mouse, y luego de una ruptura con Walt Disney, apareció un ratón más civilizado, menos conectado eróticamente con su entorno, como bien analiza el documental The Hand Behind the Mouse: The Ub Iwerks Story (1999) que la directora Leslie Iwerks le dedicara a su abuelo. Con solo ver The Opry House (1929), el primer corto de Mickey Mouse como protagonista solitario dirigido por Ub Iwerks, la sensualidad rupturista y múltiple queda manifiesta: el ratón se convierte en rata odalisca y sobre un escenario hace el baile del vientre en drag, cubriendo sus pechos con una suerte de corpiño y flexibilizando todo su cuerpo para el deleite lascivo del público del tugurio donde actúa, y luego se convierte sucesivamente en varón, en un bailarín con otra corporalidad y en pianista con pelo largo.
Mickey no perderá su ambigüedad durante la década siguiente: incluso la aparición de Minnie Mouse refuerza la androginia arratonada, porque la diferencia anatómica es casi inexistente, son apenas las pestañas de ella aunque la animación en blanco y negro a veces no permite percibirlas y sus rostros y cuerpos son idénticos, ambos están con iguales pechos descubiertos y la única diferencia es algún accesorio que en los 20 eran solo una pollera para Minnie y una bermuda para Mickey (en los años siguientes se sumarán para ella los tacos altos, algún moño y un vestido censor para cubrir su pecho plano). Pero la persistencia más ambigua de Mickey fue siempre la voz aguda, un falsete que interpretará el mismo Walt Disney, quien también presta su voz a Minnie, lo que reduce aún más las diferencias genéricas. Hay quien incluso piensa que esta decisión de usar esa voz aguda del personaje de Mickey adelanta el cantar del glam rock y los falsetes de Freddy Mercury. Lo cierto que esa androginia vocal tiñe mucho de la identidad volátil del ratón: en 1936, en el corto A través del espejo, se queda dormido leyendo Alicia en el país de las maravillas y sueña con ser la protagonista, para terminar bailando detrás del espejo con una reina de corazones dibujada como la Greta Garbo con la ambigüedad drag de su interpretación en Reina Cristina. Romance de ambiguos, Mickey ya había soñado con Garbo en un corto tres años antes, donde ella lo besaba sobre un escenario y luego el ratón despertaba en su cama, en una habitación decorada mayoritariamente con estrellas de cine, principalmente actores y galanes. Todo un gesto de humor camp, que se convertiría en guiño para la comunidad aún en las sombras.
Parar la oreja
En The Celluloid Closet, el libro de Vito Russo sobre la diversidad sexual en el cine de Hollywood, hay un póster donde se lee “Always Gay!” sobre el dibujo de Mickey Mouse sonriente mientras toca el arpa, y el epígrafe dice: “Cuando la palabra gay significaba solo feliz y nada más...” Por supuesto, los puntos suspensivos del epígrafe dejan ver la ironía y aunque no analiza la ambigüedad del ratón sí se dedica a describir las relaciones gay de personajes secuandarios del universo Disney. Sin embargo, ese póster del período temprano de Mickey también señala una lectura del personaje que se convirtió en código gay. Según el libro Tinker Belles and Evil Queens de Sean P. Griffin, durante la década del 30 ya existía un bar gay en Berlín llamado Mickey Mouse y cuenta una anécdota muy divertida: “Una lesbiana vagabunda de la década de 1930 que se hacía llamar Box-Car Bertha le contó al Dr. Ben L. Reitman en 1937 que un grupo de lesbianas con mucho dinero de Chicago organizaba veladas llamadas 'Mickey Mouse's Party'. Bertha mantuvo contacto con estas mujeres para pedir dinero prestado, y se presentaba diciendo 'Te conocí en la fiesta de Mickey Mouse'”. De hecho, en esos años, donde la palabra “gay” ya se usaba como clave secreta para referirse a la diversidad sexual, también “Mickey Mouse” quería decir homosexualidad en conversaciones en clave para que nadie que parase la oreja curiosa pueda entender de qué se hablaba.
Del Pop al popó
La muestra “Yo soy Mickey Mouse” de Cristina Coll, curada por Nicolás Cuello, vuelve a traer toda la ambigüedad, la descomposición genérica de la historia de la rata-ratón creada por el personaje central y centrífugo del universo de Disney. Pero los dibujos y pinturas de Coll tienen un sentido personal, subrayado por el título, que profundiza un juego gráfico y plástico más que busca insertarse o citar esa genealogía ambigua de Mickey Mouse. Tal vez, sin tampoco emparentarse con las intervenciones del mundo del arte pop sobre el ratón, sus obras tengan más relación con quienes ya desarrollaron la dimensión queer de Mickey, como por ejemplo los cuadros de Warhol que maquillan al ratón de camp a repetición o los dibujos de Keith Haring que le imprimen un movimiento lisérgico. O tal vez tengamos que poner la muestra más cerca del activismo local y su desviación de Disney: como la revista Sodoma, editada por el Grupo de Acción Gay (GAG), que en su número de 1984 ilustrado por Gumier Mayer abre su primera página con un collage con Mickey y Minnie corriendo hacia tres cuerpos desnudos trenzados en una pose contorsionista de kamasutra, o en el número de 1985 donde los Mickeys deformes de Marcelo Pombo se reparten en distintas páginas.
Lo cierto es que “Yo soy Mickey Mouse” es una muestra que se despliega en múltiples direcciones y que por eso es difícil establecer una sola conexión. Los tres recorridos comprenden: unos pocos dibujos pequeños y cinéticos en blanco y negro de los 90, que remiten a dibujos animados primitivos, defectuosos; 2) a pinturas de 2016 que son retratos estáticos y texturados de mirada penetrante a escala humana; 3) una serie extensa entre el dibujo y la pintura, realizada para esta muestra, donde las orejas ondulan, varían tanto como las situaciones de cada figura ratonil. Hay menos una búsqueda de constantes y estilos que se pongan de acuerdo, que la posibilidad de hacer de Mickey un lugar de lo esquivo, de lo transformador, de lo espontáneo, de la fuga por la opacidad más que de la visibilidad de una línea. El humor conspira para que la deriva por los trazos y las figuraciones sea más resbalosa. Incluso, el ratón-rata se hace popó, se desgracia, su caca enchastra su aura, su propia presencia. Mickey se derrama sobre las superficies, se conecta con distintos accesorios, con diferentes afeites, con variada cromía, que hacen evaporar a los elementos de sus direcciones genéricas para perderlos en tramas plásticas de formas y colores. Incluso llega a ser pura abstracción, una obra de la serie reciente es un rectángulo irregular donde Coll mezcló el celeste y el rosa para crear un color un poco incierto, para descodificar los géneros cromáticos, pero también para romper las redondeces del contorno original de Mickey, círculos que definen geométricamente su rostro y su cuerpo, tal vez para reconfigurar desde los opuestos una vitalidad impropia o para crear una puerta a otra dimensión desconocida (que es a lo que más se asemeja ese rectángulo vertical rosazul).
La muestra también es la puerta de entrada a un libro, llamado Gloria, Gladys y María, de Ediciones Caracol, que compila decenas de dibujos de Cristina Coll entre 1988 y 2008, quien además es performer, actriz, videasta, y que supo ser ilustradora y directora de arte de la revista Baruyeras, publicada entre 2007 y 2009, que se plantaba como una “tromba lesbiana feminista” y fue una revista fundamental del activismo local. Aunque hay algunos Mickeys que están en la muestra y alguno que no, el libro es gran parte de dibujos inéditos, seleccionados de cuadernos y papeles en los que desarrolla el erotismo y el humor, las figuraciones y los garabatos, la imaginación y lo oscuro, todo mezclado en líneas antinormativas, antiacadémicas que desobedecen los regímenes de todas las anatomías clásicas para tramar una inédita teratología urgente que estaba archivada en su intimidad. “Podríamos decir que hace más de treinta años que la obra de Cristina Coll se pasea desde un disimulo delicadamente neurótico por la ambivalencia entre los signos visuales que componen lo masculino y lo femenino...”, escribe Nicolás Cuello en el texto inspirado y lúcido que propuso para la muestra, pero ni sus palabras ni las del prólogo detallado e inmersivo que Manuela Vecino hizo para el libro producen, por suerte, una distancia analítica con la obra de Coll sino que provocan una apertura, a una cercanía que potencia el intimismo de una visión que anima y atraviesa el campo del arte contemporáneo como solo los ojos rojos de una rata fugitiva pueden hacerlo.
Este sábado 3 de junio, a las 18, en el marco del cierre de la muestra “Yo soy Mickey Mouse” en Sala Peluche (Ramirez de Velasco 1110), se presenta el libro Gloria, Gladys y María de Cristina Coll publicado por Ediciones Caracol. La muestra “¿Cómo sentir?”, curada por Nicolás Cuello, se puede ver en La Casa del Bicentenario (Riobamba 985).