Susana, mi hermana mayor, estaba perdidamente enamorada de Serrat, pero a sabiendas de que al andar se hacía camino, solía salir a caminar con pretendientes varios. En algún lugar estaba escrito que la nena debía regresar al hogar un poco antes de que den las diez, mi padre se ufanaba de que no se tragaba el cuento de ningún tío Alberto y mi madre, quién empezaba a olvidar el olor de la flor, pretendía un buen partido antes que al temido beso del infierno. 

Fue en aquél contexto en el que comencé a trabajar de garantía, una especie de salvoconducto de carne y hueso que posibilitan una larga permanencia en el exterior, en horario matiné, hasta las primeras horas de la tarde noche. Mis manos sin pasado se llenaban de Sugus, Bazookas o Tutucas, salario en especie obtenido por el servicio de doble agente, ya que María Esther, vecina y amiga de la liberada, también compraba mi silencio con dulces aportados por sus amigos. 

De esta manera dejé de gastar mi tiempo entre la escuela y mi casa para empezar a conocer plazas, parques y paseos. Juan Manuel, un soñador de pelo largo que había nacido para vagabundear, era distinto a todos. A pesar de no ser oriundo del Mediterráneo, daba clases marítimas cada vez que podía. 

Durante todo un verano concurrimos a la Florida en su Jeep destartalado, con bocina de risas, escasa nafta y felicidad de sobra. Si bien no esperaba obsequio alguno de parte del nuevo integrante, ya que me bastaba con su presencia, me sorprendió una tarde regalándome un buzo de plomo, juguete de su infancia, pintado íntegramente de azul con los tanques de oxígeno plateados. 

Si bien el hippie, así llamado por la gente normal, detestaba el trabajo rutinario, era inútil para la oficina y peligroso para el sistema, se lo veía empeñado en una sola misión, cambiar el mundo y no era el único en aquellos gloriosos días. Me gustaba su forma de enseñar, fijaba datos en la memoria a fuerza de ocurrencias disparatadas, con dicho método aprendí el nombre de las calles de Rosario jugando a cambiar sus denominaciones, para nosotros, la bajada Puccio era la "pucho", "gallina”, la Gallo y "no te avisa", la Escauriza. Tres pendientes en las cuales nos dejábamos caer vertiginosamente, montañas rusas adoquinadas, culpables de una sensación de vacío en la boca del estómago que nos hacía gritar aterrados. 

Una tarde me animé a nadar sin compañía en el río, aprovechando un imprevisto baile del pata-pata organizado bajo la sombra de los sauces del viejo balneario, fui arrastrado por la correntada, rescatado por el idealista, quien, como tarea complementaria del casual guardavidas, me contó una leyenda con el fin de tranquilizarme. 

Me dijo que no tenía sentido tenerle miedo al agua porque de ella veníamos, suficiente motivo, entonces, para tenerle respeto como una señal de agradecimiento. Me aseguró que cada uno de nosotros llevamos un pedacito de mar adentro, el cual, en ocasiones de tormentas internas o mar de fondo, desborda en oleadas de llantos saladas lágrimas de su caudal, pero, al que más temprano que tarde, teníamos la obligación de bucear por sus profundidades para encontrar nuestra esencia, para saber quiénes somos en realidad. En una oportunidad las vaquitas multiplicaron sangrías y nos quedamos a mirar cómo la luna llena remontaba vuelo como un globo luminoso desde las islas entrerrianas. 

Esa noche saltaron algunos peces sobre la superficie del Paraná y mi amigo no dudó en decir que se trataba de sirenas, ante la incredulidad de los presentes explicó con total naturalidad que dichas criaturas no son más que todos los amores, poesía y sueños perdidos durante la vida del hombre que las percibe, fantasía condensada en una amalgama perfecta de mujer y escamas. 

La vez que me mordió una palometa, no sólo me desinfectó la herida con alcohol antes de aplicar un vendaje sobre el dedo gordo de mi pie izquierdo, también me prestó uno de sus libros de poesías para mantenerme quieto y entretenido. Recuerdo que le pregunté para qué se gastaba en leer a un poeta que estaba muerto. Como respuesta me pidió que dibujara una cruz en la arena, más tarde se sentó a mi lado y delineó un símbolo raro en el piso, un cuadrado escalonado con un círculo en el centro. Aclaró mi duda con éstas palabras, "desde tu vera cruz, la verdadera", el tiempo es lineal y certero, allí no existen dudas de que Miguel Hernández fue pasado pisado y enterrado, desde mi chakana, símbolo que ya estaba por aquí hace unos 4000 años, el tiempo es circular, todo vuelve, por tal motivo, el alicantino te está esperando en algún cruce de caminos del futuro de tu existencia".  

Nunca más tuve noticias sobre aquél joven de mirada encendida y enamorado de la libertad, aunque nunca lo olvidé. Cada vez que lo recuerdo me gusta imaginarlo habitando una cabaña frente alguno de los océanos de este mundo, no quiero ni pensar la posibilidad cierta del triste destino que padecieron muchos luchadores de su generación diezmada. 

Por estos días, y con el único objetivo de no convertirme en piedra, me gusta bajar y subir con mi moto las tres heridas de la barranca, la de la vida, la del amor y la de la muerte, buscando palpitar en antiguas huellas la alegría de sentirme vivo. 

Lejos de pretender elaborar una definición inteligente sobre la cosmovisión y sus alrededores, con la única intención de descubrir la diáfana sensación de sentirme parte del universo, mí terapia diaria culmina sobre el chaka del poeta para pertenecer a otro amanecer. 

 Algunas veces, mientras desde un horizonte naranja el sol sube impunemente y la cruz del sur se esconde detrás del nuevo día, me parece ver, sobre la piel marrón del río, saltar a una sirena viajera, que pasa buceando sin pausa en dirección al mar.

 

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