Hace seis años que Ricardo Bartís no estrena un trabajo nuevo. No es tanto, podría simplemente haberse tomado el tiempo necesario para que algo germinara, sin el imperativo de productividad vertiginosa al que la cartelera porteña acostumbra. Pero lo cierto es que pasaron otras cosas. Una pandemia y un hecho hasta casi más importante –para los amantes del teatro–, que fue la venta del mítico, legendario, insustituible Sportivo Teatral. Un espacio que era más que un espacio, una usina, un reducto, vanguardia y retaguardia al mismo tiempo. Los adjetivos quedan cortos, más bien habría que decir que fue en esa sala donde se amasó la mayor renovación del teatro porteño, donde las energías desbordadas, poéticas, violentas y cómicas que electrizaban el aire y under en la postdictadura, se asentaron y se volvieron lenguaje. Es en este estudio, el de la calle Thames, el del patio con glicina y enorme galpón en el fondo, donde se hicieron El pecado que no se puede nombrar, Donde más duele, De mal en peor, La pesca, La máquina idiota, y Hambre y amor, obras icónicas dirigidas por Bartís. Allí también se formaron artistas de la escena que continuaron, con búsquedas parecidas y diferentes, renovando los lenguajes. Hoy cumpliría veinticinco años.
Pero todo esto es historia vieja. El Sportivo ya no existe y Bartís estrena una obra en el Teatro Nacional Cervantes, el teatro oficial, que no lo tiene de protagonista desde un pasado remoto. Hay que pensarlo a él, en las últimas décadas, como un director que fue también un obsesivo ajedrecista. Obra a obra usó distintos rincones del Sportivo, a veces había que subir una escalera, otras mirar de frente al patio, otras ubicarse entre un baño y una cocina, hasta llegó a cavar un pozo en su galpón para una de sus puestas. Por eso, la desaparición de este espacio es mucho más que un marco que no será, sino que lo que se esfuma es parte de su contenido. Ese galpón de patio florido e interiores de madera era también obra, poética, imaginario. Todo, todo ha cambiado. También el entorno, el barrio de Palermo, que alguna vez albergó talleres mecánicos, pero hace tiempo ya que fue devastado por la gentrificación.
Ante estos acontecimientos es dificil no ponerse melancólico, realmente, una se pone sentimental. Pero, por suerte, la nueva obra de Bartís, aunque sin duda habla de todo esto, no solemniza los temas, sino que nos los devuelve distorsionados. Una obra llamada La gesta heroica –¿quién más podría titular una obra así?– y que empieza con el sonido de una cadena del baño y un anciano en bata que sale limpiándose algo que todavía gotea, es una obra que mira al pasado con tristeza, pero sin añoranza, con dureza, pero sin autocompasión.
La gesta heroica tiene lugar en la María Guerrero, el recinto más grande del Cervantes, pero no veremos su majestuosa faz de teatro a la italiana, porque obra y espectadores están emplazados sobre el escenario. La reducción del espacio es total. La escenografía da la espalda a la platea, y mientras la miramos, de fondo, se atisban las butacas de terciopelo, las lucecitas de salida, hasta donde se pierde la vista. El impacto es doble: primero, la puesta empequeñece la escena al subirla al escenario y nos ubica en un ambiente más a la usanza del teatro Off. Pero, a la vez, la obra sí que está teniendo lugar en teatro oficial, solo que ha decidido que lo veamos vacío y de fondo. Y algo más: una vez que la obra empieza y la luz va pintando de ocre las paredes de la escenografía, descubrimos con emoción y algo de espanto que el espacio representado, además de ser el living de una casa bastante deteriorada, es una reproducción perfecta del espacio interior del Sportivo Teatral. Algo parecido a ver un fantasma.
Pero yendo a los hechos, a la ficción: La gesta heroica lleva por subtítulo Tragedia costumbrista. Por un lado, lo trágico: una reversión, una deglución, una apropiación de Rey Lear de Shakespeare, que como en todas las obras de Bartís es solo un punto de partida. Por otro, lo costumbrista: una familia argentina de una clase media empobrecida, con los dilemas de cualquier familia, solo que, bueno, un poco extrañados. Todo transcurre en Santa Teresita, muy cerca del mar. La casa familiar está situada al lado de un antiguo y abandonado parque de diversiones llamado precisamente "La gesta heroica". El padre ha decidido anticipar la cesión de los bienes a heredar, los terrenos de ese parque divididos en tres partes iguales para cada uno de sus hijos. Por eso, después de mucho tiempo, se reunirán para firmar los papeles. Rodeados de los restos oxidados de calesitas y autitos chocadores, el padre envejecido junto a Elena y Lorenzo, a sus hijos menores, esperan la llegada de Ernesto, el mayor, para liquidar el trámite.
No es muy difícil recibir la dimensión fantasmal y autobiográfica que subyace en esta obra: un parque de diversiones que alimentó a una familia y que ahora es escombros. Un padre que alguna vez fue el jefe, pero en el presente un anciano enfermo y confundido. Una herencia que se otorga, pero que es también una deuda a futuro. Las metáforas sembradas por esta obra, como todas las de Ricardo Bartís, se multiplican. Se puede pensar en un director que produce desde su edad, con sus terrores, preguntándose por el pasado y por el futuro, pero las asociaciones van más allá, se escapan de lo estrictamente teatral hacia el ámbito de la política argentina: un país donde no es fácil trazar las líneas sucesorias y parece que mientras tanto el mar avanza, llevándoselo todo.
Pero La gesta heroica es, sobre todo, una perturbadora obra de teatro. Despliega un relato intimista, acelerado y moroso, brillante y opaco, de esas tortuosas relaciones filiales. Y todo sostenido por unas actuaciones hilarantes y de una enorme capacidad poética. Luis Machín conmueve con su anciano senil y déspota. Los hijos, Facundo Cardosi, Marina Carrasco y Martín Mir, sorprenden con unas creaciones a la vez ingenuas y perversas, que avanzan sobre el padre a lo largo de la obra, como una orquesta rechinante.
Una coda: en el hall del teatro Cervantes hay una pequeña instalación que también forma parte de La gesta heroica. Muñecas, cascos de astronauta, camiones de juguete. Son restos del mentado parque de diversiones, que reposan junto a unos recortes de diario con la lúgubre noticia de unos cuerpos que aparecieron, traídos por el mar, en la playa de Santa Teresita en 1977. Esta última es una historia real. Los fósiles se superponen: los imaginarios, los fantasmales, los verdaderos. Salimos conmovidos por esa mezcolanza. Es en esta fusión de experiencia imaginada y experiencia vivida como el teatro sigue funcionando y operando sobre el presente.
La gesta heroica se puede ver en Teatro Nacional Cervantes hasta el 18 de junio. Se rumorea que después pasará al circuito off, posiblemente a una sala ubicada en el mismo lugar que alguna vez albergó al Sportivo Teatral.