Una incomodidad leve, casi como el garbanzo debajo del colchón, se instala antes de que empiece la película, con la voz en off de la hija -mientras empiezan los créditos sobre la pantalla negra- explicándole a la madre lo que tiene que hacer y cómo. La mayor se ofrece para una prueba, quiere recuperarse de la afonía antes de quedar grabada; la menor lo desestima: “No estás tan afónica, mamá”. Después seguirán las fotos familiares, el recuento de una historia en la que hay tíos anarquistas, sesiones de espiritismo, la radiografía de una escoliosis severa, la militancia, la actuación como oficio y la escritura como profesión. Pero de nada de esto se trata Nunca hizo tanto frío, la película que dirigió Violeta Uman, en la que también hizo cámara y sonido un poco por elección y otro poco -o mucho- porque todo sucede en el encierro pandémico mientras la madre, Cora Roca, y la hija, también directora, conviven en la misma casa después de una operación de mama que sufrió la mayor.
No es la historia de la madre, esa que la hija escribe para ser leída “sin emoción” por la madre escritora, la protagonista. Es esa relación conflictiva, desigual por definición, en la que ninguna de la dos se ve del todo como quienes son sino más bien como quienes son en el rol familiar, sanguíneo, que han cumplido y cumplen todavía como madre e hija. Y es también una película sobre el cuidado que todos y todas necesitamos y necesitaremos alguna vez; esa interdependencia en la fragilidad que no es fija sino que se alterna por las circunstancias de la vida. La edad, la enfermedad, las crisis económicas ¿cómo saber cuándo vamos a necesitar ayuda? ¿hay alguien que no la haya necesitado alguna vez? ¿y por qué esa ayuda tiene que venir siempre de la familia? Esta última no es una pregunta que se formule en la película, es en todo caso esa incomodidad del principio que tarda en aflojar, esa irritación que ponen en juego las protagonistas -hay una tercera que es la casa y que habla tanto como las dos mujeres- y que también es fácil de registrar en las relaciones indiscutibles, en el deber de cuidado que no queda otra que dar y que recibir. La pandemia actúa aquí como un prisma, una visión aumentada y descompuesta a veces de las cosas que se hacen porque así son las cosas.
Sin embargo, en ese encierro en el que suena el teléfono de línea, en el que todavía funciona un contestador eléctrico, el tic tac del reloj de péndulo no deja de escucharse y donde la muerte de un amigo lo vuelve todo un poco más asfixiante todavía, la cámara es una ventana abierta. El lente sirve para ver los matices, registrar las sonrisas, los esfuerzos de paciencia, el cariño por la historia común, el reconocimiento de esos cuerpos que comparten más que la sangre; también los gestos, el modo de tomar el té y masticar las tostadas, el saber de la una sobre la otra que a veces se niegan en la palabra, pero nunca en el cuerpo.
“Mis amigues aman a mi madre, se mueren de risa con ella; a mí me resulta insoportable, me irrita”, dice Uman consciente de que algo cambió desde que se vieron proyectadas, enfrentadas a la intimidad que comparten frente a la cámara fija que evidentemente se ha vuelto tan invisible para ellas como para el espectador, la espectadora. “Empecé a filmarla en unas vacaciones en el hotel de la Asociación Argentina de Actores en Córdoba, a dónde había ido muchas veces de chiquita, después la filmé en la relación con su hermano. Nada de eso quedó en la película, pero en el proceso empecé a ver que había algo interesante para la cámara. Y también para mi psicología”, cuenta la directora y se ríe de ese descubrimiento. Porque ella no pensaba, en un principio, en aparecer en cámara, “pero sentí que no era ético exponerla sólo a ella”. Y más allá de la ética, esa decisión es la que hizo de las filmaciones una película.
Nunca hizo tanto frío es un artefacto pandémico, un producto de ese tiempo suspendido, extraño, que no termina de procesarse del todo en sus reverberaciones que todavía se sienten. Hace foco en el cuidado al que tanto se aludió durante el aislamiento, muestra la ternura y la crueldad que encierra su práctica, también lo que puede repararse en el hacer. El temor a la muerte y la enunciación de esa palabra que se conjura como peligro. Es fácil acompañar esta historia pequeña por lo cotidiana y por eso mismo universal, fácil entender algo de los vínculos que se forjan entre el cuidado y la irritación. Hay una escena que es gráfica en este sentido, una en que la madre refunfuña, está enojada no se sabe bien por qué -aunque podría ser por cualquiera de las escenas anteriores-, mientras la hija proyecta sobre la pared diapositivas de su infancia y le pide a la mamá que se siente, que las mire. Su gesto se ablanda, cambia el humor, la memoria de su propia juventud la obliga a relajar su cuerpo sobre un sillón recuperando el tiempo en el que ella era la cuidadora absoluta. ¿Qué dijo la madre de la directora cuando vio la película? “No había querido ver nada en el proceso, se la mostré en el corte final y le gustó. Yo edité mucho, confieso que hice lo posible para que nos viéramos como las mejores madres y mejores hijas, aunque eso no es posible. Me dijo: ‘Pensé que ya no me querías, porque peleamos tanto…’” Pero ¿qué otra cosa que la fricción puede ser el amor entre una madre y una hija?
Nunca hizo tanto frío puede verse desde este viernes 2 de junio en el Cultural San Martín y hay funciones de jueves a domingo hasta el 2 julio.