Desde hace cien años las mujeres jugamos al fútbol. El primer partido del que se tenga registro data de octubre de 1913. Al principio fue un espectáculo circense. Con la misma saña que se reían de cuerpos enanos, deformes, raros, se burlaban de aquellas que elegían el balompié. Era un show más que un deporte. Pero siguieron jugando. Y cada vez fueron más.

En 1971, vistiendo la albiceleste, Elba Selva le metió cuatro goles a Inglaterra en un Mundial. Una epopeya que solo se compara a lo que haría el “barrilete cósmico” Diego Maradona quince años después. Elba, pese a tu talentosísimo don, dejó el fútbol para maternar. Se impuso el patriarcado. Ellas siguieron jugando.

En 2018 el fútbol femenino continuaba siendo amateur. Por eso en la Copa América 2018 las integrantes del seleccionado argentino se fotografiaron haciendo el gesto del topo Gigio exigiendo ser escuchadas. Necesitaban lo que cualquier deportista: ropa, canchas para entrenar y cobrar mínimamente viáticos. Nada de eso pasaría entonces. Ellas siguieron jugando.

En 2019, la jugadora Macarena Sánchez se desvinculó del club de primera división de la que formaba parte y denunció las desigualdades entre el millonario fútbol masculino y el olvidado fútbol femenino. Las jugadoras no tenían sueldo, ni ropa, ni derechos. Su grito fue expandiendose gracias al movimiento feminista que lo hizo viral, lo transformó en una ola y obligada por la marea, a fines de ese mismo año la AFA declaró al fútbol femenino profesional.

Cuatro años después, es decir hoy, el salario de una jugadora de primera división equivale al de un jugador de primera C masculino: ronda los 75 mil pesos. Un salario de hambre. Implica entrenamiento diario, disciplina, disputar todos los partidos. Una entrega plena con una remuneración exigua que abarca solo a un porcentaje del plantel. Quince sobre treinta. Por eso la gran mayoría de ellas además trabaja o estudia. Algo impensado para un jugador de fútbol masculino de primera división en Argentina.

Los partidos de la liga femenina se disputan en horarios irrisorios: lunes, a las 15 horas, por ejemplo. Reduciendo la posibilidad de que haya espectadores o televisaciones exitosas. Hasta faltan médicos o ambulancias que las atiendan. Ellas siguen jugando.

Hace unos días, en Rosario, durante un encuentro de dirigentes y jugadoras de fútbol leprosas, canallas y del club Social Lux, se expuso esta realidad acuciante. A las mujeres dirigentes solo las convocan para servir la merienda de los equipos, nunca para ver un contrato, o pensar un pase. Una relegación excluyente. Si las mujeres no son las que toman decisiones, el deporte que sus pares practiquen seguirá carente de condiciones adecuadas.

Las jugadoras y árbitras hablan de un crecimiento exponencial del fútbol femenino. Cada vez más nenas, adolescentes y mujeres adultas lo eligen como deporte. Pero faltan entrenadoras capacitadas, espacios adecuados, dirigentes que se adelanten a la marea de pibas con botines soñando ser. Igual, ellas siguen jugando.

En medio de un sinfín de reclamos que expuso la charla, una jugadora de la primera división tomó el micrófono. “Cuando yo empecé a jugar,  las mujeres no vivían del fútbol, eso era algo que solo le pasaba a los varones. Hoy con 33 años, sueño con poder hacerlo. Porque uno solo sueña con lo que existe. Porque lo estamos haciendo posible”, dijo con absoluto optimismo. Y el aplauso fue rotundo, cerrado, contundente. Aplaudimos todas. Las de 1923, las de hoy, las que vendrán. Las profesionales y las que se juntan con amigas para un picadito. Las que desmonopolizan un deporte de machos y lo vuelven igualitario.

Han sudado la gota gorda, chicas. Sufren discriminación y olvido. Pero gracias por seguir con una pelota en los pies como quien pelea contra molinos de viento. Simplemente gracias por seguir jugando. Por seguir dando pelea y entender que toda lucha posible es colectiva. Nuestra tarea ahora es hacerlo visible.