Freud en su generoso prólogo al libro de August Aichorn que en castellano se publicó con el título Juventud desamparada, designó los tres oficios imposibles: educar, gobernar, analizar. Ahí, en su imposibilidad de hacerse, de completarse, de evaluarse, de conocerse sus resultados, reside la verdad de esos oficios.
Kafka inaugura con su poética --y su ética-- el cuarto oficio imposible: el de escribir.
Sería más o menos fácil creer que para Kafka escribir era imposible en el sentido en que parecía serle imposible la vida. Debe ser el arquetipo más difundido de escritor atormentando, extraño, confundido, oscuro. Sin embargo, no es por ahí que Kafka funda el oficio de escritor desde una nueva perspectiva, sino desde el punto de vista en que su contemporáneo Sigmund Freud pensaba lo imposible: siempre habrá un núcleo, un centro irreductible, de acceso denegado al conocimiento y a la domesticación. Lo que podemos registrar, transmitir, proponer, es el movimiento genuino, honesto, verdadero que intenta acercarse a lo intocable. El movimiento verdadero para encontrar la verdad. “La verdad es indivisible; por lo tanto no puede conocerse a sí misma; quien pretende conocerla es necesariamente falaz”. Así deja claro Kafka que la tarea será irremediablemente imposible. Sin embargo, él entregó su vida a ese empeño. ¿Por qué hacer algo que desde el vamos se sabe que no se va a poder realizar? El castillo, una de sus tres novelas, trata acerca de la insistencia por llegar a un lugar imposible, y sobre la terquedad en querer llegar de todos modos. Y sobre la defensa de una vocación aun a costa de la propia existencia. Porque si K. hubiera tolerado los otros oficios que le ofrecían, hubiera podido tener una vida tolerable. Pero él sólo quería --y podía-- insistir en su identidad de agrimensor. Eso era la literatura para él. No ser nunca el escritor que él quería ser, pero no poder de ningún modo dejar de insistir en llegar a serlo. Entonces, en esa paradoja dolorosa, decidió dejar registro de todos esos intentos. El intento feroz de dejar este conocimiento brutal como legado: nadie que propague que está diciendo la verdad dice realmente la verdad. Para dejarnos ese mensaje cifrado, usó varias estrategias. La más feliz (como diría Borges), es la de usar los géneros discursivos que nuestra sociedad usa para transmitir la verdad y contar con ellos una mentira, o una ficción, para hablar en términos literarios. Así, él, como buen abogado que era, amasó el lenguaje judicial hasta traficarlo en sus obras. El Proceso es el libro más evidente, pero no el único, también en El fogonero, La condena, El castillo y en tantas otras obras, podemos encontrar la cadencia del discurso de los Tribunales. La sintaxis de la academia, otro género socialmente asociado a la transmisión de la verdad, le sirven a Kafka para demostrar su tesis: nos mienten en la cara y compramos pescado podrido por la forma en que está envuelto. En un oficio en el que muches se dedican a la búsqueda de la belleza --el arte-- él dedicó su vida a la búsqueda de la verdad. La verdad es el único criterio con el que Kafka mide el valor de sus escritos. Y la verdad, como dijimos más arriba, es incomunicable, no se conoce a sí misma y no puede brindarse al arte ni tampoco al artista. Sin embargo, lo que sí puede es sobrellevarla, puede guardar las marcas del deslumbramiento que sufre cuando la ve, puede transcribir el movimiento del “rostro grotesco” que retrocede ante la luz de la verdad. “Todo el mundo no puede ver la verdad, pero todo el mundo puede ser verdadero”. Esa es la distinción fundamental. El arte no puede arrogarse conocer la verdad, pero puede entregar su mensaje, no enunciándolo sino convirtiéndose a sí mismo en la forma visible de lo verdadero. Pero, ¿cómo se hace visible lo verdadero si la verdad es inaprensible? Así es como, con la ayuda de todos los procedimientos que su objetivo lo obliga a inventar, Kafka abraza lo falso, confiere a la mentira un cuerpo y una voz, reviste de decencia burguesa a la impostura y ejecuta en todo momento, sin advertir al espectador, el juego de la prestidigitación por el cual la ilusión se atribuye la credibilidad de lo verdadero. En un mundo falaz, Kafka no apunta ni a destruir ni siquiera a refutar parcialmente la mentira. Pero la utiliza, explota con paciencia sus inagotables recursos y, forzándola a mostrarse, la desenmascara en una grandiosa demostración, por la que la verdad se afirma en su antónimo.
No podría de ningún modo compararme con Kafka como escritora en cuanto a resultados, pero sí puedo decir que me siento cerca en un aspecto: ya sé, a esta altura de mi vida, que no voy a ser la escritora que quisiera ser. Veo, como se ven los sueños en algún momento del día siguiente, en un relámpago que se apaga antes de que podamos ver lo que ilumina, lo que me gustaría producir, pero sé que no tengo las herramientas. Como podríamos decir del mensaje de La metamorfosis de Kafka: proyecta el hombre, ejecuta el bicho. En mi caso, proyecta la mujer y ejecuta la escritora que puedo ser. ¿Para qué escribir, entonces? ¿Por qué seguir intentando, si las escritoras que yo quisiera ser ya existen?
Hace unos meses, en una brevísima conversación, uno de los posibles candidatos en las próximas elecciones me dijo “este país es imposible de gobernar”. Podríamos aplicarle la misma pregunta. ¿Para qué seguir intentándolo, entonces? ¿Por qué inmolarse en una tarea que no va a ser lo que esperamos? Hay algo, en los oficios imposibles, que, para quienes tenemos claro que nunca habrá un modo de hacerlo bien, de hacerlo como se quisiera, que tienen un atractivo paradójico. A sabiendas de que vamos a fracasar, no podemos evitar meternos ahí. Escribir no conlleva un sacrificio vital, como sí gobernar, o educar si hace como se debe. Sí podría llevarse nuestro último aliento, como le sucedió a Kafka, que corrigió su texto final en la cama, con la garganta destrozada y pidiéndole a su amigo médico que fuera compasivo y lo ayudara a morir (“si no me matas eres un asesino”). Pero nunca será tan brutal como el oficio de gobernar. A mí, que me tocó gobernar una pequeñísima república de pibes rotos, también puedo decir que escribir nunca será una aventura tan apasionante como la de gobernar.
Una quisiera decirles a las personas importantes de su historia, a las personas que forman parte de su mapa afectivo: “no te inmoles en una tarea imposible, ya sacrificamos suficiente”, pero sabemos que no ir hacia el fuego de la verdad, no desfigurarse la cara con el horror de esa iluminación, sería un sacrificio aún mayor. Lo único que podemos hacer, quienes practicamos alguno de los oficios imposibles es esperar amor y solidaridad de quienes nos rodean y caminar hacia lo inalcanzable, abrazar con pasión el fracaso irremediable.
Caminar hacia lo verdadero, aunque la verdad se escabulla para siempre. Caminar con paciencia, con dolor, con desesperanza y con fe.