No debe haber mayor golpe al ego de un escritor que entrar a una librería y no encontrar sus libros, darse cuenta de pronto que no existe. Si quiere ahondar en este sentimiento, quizás le sirva de consuelo que otros que murieron hace poco existen menos que él y, además, casi nadie los recuerda. Sucede en las librerías, sucede en los suplementos culturales y lo que puede ser tal vez más triste, en los lectores. Es bueno tener en cuenta esa situación. No sólo baja el ego. También ayuda a resignificar el sentido de lo que uno escribe, su transitoriedad.
“Cabalga el viento como la planta seca que rueda/ interminablemente a la deriva. / Sabes que lo que no puede ser atrapado/ puede ser, sin embargo, oído. / Aquel que esto comprende, lo espera simplemente. / Pero el que quiera poseerlo, al fin de alejará”, escribió Si Kongtu (837-908) en Las veinticuatro categorías de la poesía, una de las obras cumbre de la estética literaria china que describe la lucha entre belleza y fidelidad. Y creo que estos versos bien pueden aportar a la cuestión del sentido de la escritura, que la ancla en tiempo y espacio y refiere que el presente es la única certeza que tenemos. En esto pensaban, conjeturo, tanto Andrés Rivera como Leopoldo Brizuela. El primero murió ya mayor en 2016. El segundo, más joven que el anterior, en 2019. Si no la pifio, no es sencillo encontrarlos en librerías. Reflexionar sobre uno de ellos sin olvidar al otro, puede aportar a la cuestión de escribir narrativa hoy.
En 1994 el ensayista Carlos Correas ironizaba acerca de un cuestionamiento de tantos escritores nacionales: “¿Cómo escribir después de Borges?”. Corrigiendo, Correas se preguntaba si no sería más acertado interrogarse “¿Cómo escribir después de Arlt?”, o bien, “¿Cómo escribir después de Viñas?”. Esta reflexión la asumió Brizuela en Los que llegamos más lejos (2002), un libro de relatos, que impone, por sus méritos, además del recordatorio de Correas, una variedad enorme de asociaciones literarias nada ilícitas.
Brizuela encara en Los que llegamos más lejos (2002) el paisaje patagónico que Darwin definiera como “tierra maldita”. “¡Patagonia!”, clama desde uno de los epígrafes de este libro una Emily Dickinson admirativa. Pero la Patagonia que le importa a Brizuela no es nomenclatura de una idealización geográfica exótica. Con una prosa en la que historia y poesía se conjugan remite a la alucinada “Una sombra donde sueña Camila O’Gorman” de Enrique Molina, Brizuela plantea una lectura tan lírica como política de la conquista del desierto, la civilización como barbarie y el destino trágico de la indiada.
El título proviene de las lenguas de onas y yaganes. Éste era el modo tribal de nombrarse citando viejas glorias y también la consigna para infundirse ánimo antes del combate. La frase involucra asimismo un territorio: “Tierra del Fuego, el lugar más lejano, tan al sur como puede irse en este mundo; allí donde el misterio se vuelve, en sí mismo, una respuesta, allí donde el silencio nos regala, como un árbol o una ballena, la poesía para siempre”. Pero hay además un mito que sostiene el título: aquellos que llegan más lejos son también quienes, entre los yaganes, al elegir como actividad la conservación del fuego, subliman el impulso sexual reprimido a través de la androginia. El llegar lejos expresa un goce llameante que sobrepasa el género. Esta noción de género es también la esencia nada casual del libro de Brizuela: la inclasificabilidad que caracteriza, por ejemplo, un texto como Facundo, toda una elección que le permite combinar la presunta masculinidad de la novela con la supuesta feminidad de la intriga folletinesca y, a la vez, el goce infantil de las “figuritas” (una foto precediendo cada relato) al ilustrar el libro desconfiando, como los indios, del poder de la palabra escrita.
El exterminio se proyecta preanunciando otro, el de la última dictadura militar. La conquista del desierto que narra Brizuela, al poner el foco en el martirologio de Ranquilef, Namuncurá y su hijo Ceferino, es el contraplano de la epopeya militar en una serie de relatos que, ensamblados, componen una novela atomizada. Resulta interesante notar cómo Brizuela se apodera de Ceferino, un icono religioso en el que se funden el pietismo y lo kitsch, para resignificarlo desde una escritura que apela a la intertextualidad sin descuidar un acento propio. Al describir el peregrinaje trágico del indiecito trajeado por los salesianos, Brizuela revela el pathos del mito. Calfucurá, el gran emperador de los nómades, prohibió que sus súbditos adoptaran la escritura, ese invento del enemigo. Namuncurá, su hijo y sucesor, encomendó sólo a uno de sus hermanos que la aprendiese para poder parlamentar con los generales blancos. Y Ceferino, en la derrota, aprende a leer y escribir como si en ello le fuera la vida.
Según Brizuela, el disparador del relato fue el romance El santito Ceferino Naumuncurá (1966), de José Luis Castiñeira de Dios, hallado en una librería de viejo de la Avenida de Mayo. Si bien el procedimiento de Brizuela puede parecer experimental, el resultado es una narración que fluye con destellos, escrita con locura y pasión, armada con trapos ensangrentados, páginas rotas y fragmentos de crónicas organizadas como por un joven Puig. ¿Por qué no preguntarse, a esta altura, al modo Correas, cómo escribir después de Puig? Si la contestación lo habilita a Brizuela, éste deviene entonces un Puig sumido en una tormenta de mestizajes, consciente del uso ideológico de sus materiales, corrido a la izquierda de toda moda políticamente correcta y el historicismo romanticón. Desde la masacre de los suyos hasta su agonía, pasando por el abuso sexual de los curas redentores, la ESMA como institución pedagógica, la coreografía eclesiástica de un Papa régisseur, la ópera de Roma con un Zeffirino Namunculá diseñado como tenorino, la inmunodeficiencia, la tuberculosis y las visiones apocalípticas de la enfermedad, Brizuela convierte al santito mapuche, el de la estampita, en demencial torbellino de discursos heterogéneos en el que coexisten, como mosaico, tanto la biografía de Alvaro Yunque, la de Manuel Gálvez y la marca de Sara Gallardo. Andrés Rivera opinó, con justeza, que Brizuela, en su escritura, se deja llevar por “la furia del alegato”.
La escritura de Brizuela adopta así la condición de las víctimas como protagónica de su literatura. Hablar de su literatura, y de este libro en particular, implica, sin más, animarse a correr el riesgo previsible de que estas anotaciones se conviertan en un aluvión de citas. Porque, entre otras razones, establece pensar la literatura nacional desde sus orígenes espurios hasta la actualidad.