-Te voy a matar… -empezó a decirle con una sonrisa cuando salía de la casita de ladrillos vistos donde vivían desde que él la invitó, después de un noviazgo de seis meses. Ella se había enamorado del barrio enseguida y con mucho cuidado se ocupó de los quehaceres sin que él se lo pidiera. Ver la cama tendida después de una noche juntos lo conmovía particularmente.

-Te voy a matar, me pusiste ese edulcorante con estevia en el café con leche y ahora que me lo tomé me voy a la otra cuadra a morir intoxicado. Más vale que te resarzas al mediodía -completó mientras le daba un beso de oficio antes de salir a las apuradas. Llegaba tarde seguro y eso no era bueno.

-Esta mañana primero limpio los vidrios y después, cuando venga del consultorio, me resarzo.

Sacó el auto de la cochera y partió acelerando para recuperar tiempo. Giró a la derecha al final de la cuadra -la casa quedaba casi en la esquina opuesta- y tomó la avenida. Iba rápido, quería llegar.

Al pasar el estadio se acordó de que no traía la notebook. Sintió algo como un golpe de frío. No había otra opción que volver a buscarla. Salió en la rotonda del club Náutico y giró en la calle interna agradeciendo que a esa hora no hubiera madres con cochecito empujándolo sobre el asfalto y no sobre la vereda como pasaba en su barrio. Miraba con atención a lo lejos. No fuera que apareciera alguien y cruzara desprevenido. Tenía que estar seguro de que la calle estuviese despejada.

Calculó el tiempo, seis minutos para volver, uno para sacar la computadora y otros seis para llegar hasta la rotonda del club Náutico…mucho. El velocímetro marcaba setenta cuando se acercaba a su esquina por la calle paralela a la avenida que había tomado al salir, como cada mañana. Sabía que su auto era muy estable.

Cuando dobló vio a Amanda sobre la calle, junto al cordón opuesto al de su casa, inclinada sobre el bolso apoyado en el asfalto, acomodando algo. Había girado a sesenta. Se escuchó el gemido del derrape, el chirrido del freno y el golpe sordo seguido por otro blando inmediatamente después.

-No sabés lo que me pasó, Amanda, no sabés, terrible. Todavía me falta el aire.

-¿Qué pasó mi amor? ¿Qué pasó?

-Nada, nada, una pavada, pero me dan ganas de llorar.

-¿Por qué? ¿Qué pasó? Contame, contame ya.

-Venía a buscar la puta computadora que me olvidé otra vez, no sabés el odio que me da. Había llegado hasta la rotonda del náutico y volví por Piazza. Iba rápido, a setenta, cuidándome de las madres que caminan en medio de la calle y, cuando doblo aquí, te vi de golpe en la calle, inclinada sobre tu bolso, apoyado en el pavimento, como si buscaras algo, en el cordón de enfrente. Clavé los frenos, pero no alcanzó y te atropellé sin que ni te dieras cuenta. Te atropellé mi amor. ¿Entendés?, yo te atropellé, me cuesta respirar.

-Pero, qué decís mi amor, si yo estoy acá. Por Dios ¿atropellaste a otro?

-Pero no mi amor, lo que atropellé fue el tacho de la basura, el gris de plástico, el finito y alto, no sé quién lo dejó ahí. Tiene el mismo color que tu ropa y te juro que eras vos, buscando en un bolso. El bolso era una bolsa de plástico del mismo color que el tuyo de las compras.

-Ay mi amor, bueno una boludez, un susto. ¿Querés un té?

-No, me voy a trabajar, les digo cualquier cosa. Qué desesperación, por Dios. Te veo al mediodía, espero que más tranqui.

-Bueno, chau Robot, tranqui, dame un abrazo.

-Chau Amanda, la puta madre.

Volvió a la una a pesar de haber entrado tarde a la oficina. La casa olía como siempre a esa hora: a la comida de Amanda. Daba gusto verla cocinar tan pulcra y diligente, tan suave y precisa, sin dejar rastros en la mesada, lavando enseguida todo lo que había utilizado y poniendo a último momento los dos platos y las copas. Hoy olía a tarta de zapallitos, a él le encantaba. Ella sabía calcular y le tocaba esperar quince minutos antes de que la comida estuviese lista. Ella disfrutaba de ese intervalo. Y él había aprendido a disfrutarlo también.

-Tarta de zapallitos, seguro.

-Si, de zucchini, ¿no querías?

-Pero sí, me encanta.

-Tengo milanesas de pollo, si querés te hago una al horno enseguida.

-No, Amanda, me gusta la tarta. Qué mañanita hoy.

-¿Mucho trabajo?

-No, por el puto tacho digo.

-Ah, sí, qué susto te habrás dado. Pobre.

No hacía un año que estaban conviviendo y aún no habían tenido un hijo. No estaban apurados, eran jóvenes y sabían que llegaría en su momento. Eran jóvenes, sí, pero la actitud era parecida a las de las viejas parejas que han acomodado su vida a vivir con el otro y en las que los rituales significan bienestar. Hacían el amor cada día y esa noche, después de ver la serie en Netflix lo hicieron también, quizás con más ansia, en especial él. Ella sabía adaptarse.

Siguieron días parecidos, apenas había cambios en el menú y, por supuesto, en los capítulos de las series que miraban, dos o tres a la vez.

-¿No estás yendo al consultorio?

-No, hice un receso, me hace falta estar en casa, tranquila.

-¿No salís, verdad?

-No, no veo para qué, las compras las hago por internet.

-Bueno, no hay problema, lo que necesites lo traigo yo. Yo me ocupo, Amanda.

-Ya sé Robot que vos te ocupás de todo. Te conozco y no aflojás nunca.

-Y, así soy, no puedo aflojar.

-¿Viste los vidrios?

-Sí, relucen, ¿los limpiaste hoy?

-No los limpié hace más de tres semanas. Me parece que lo sabés.

-No, ¿por?

-¿Viste la rosa que me regalaste cuando salimos a cenar?

-Sí. ¿Qué pasa?

 

-Mirala, está igual. ¿Ves? Está igual. Me la regalaste la noche anterior a cuando te olvidaste la compu y tuviste que volver. Y el clima no cambia nada, cada día parece el calco del otro. Pero no te preocupes, vamos viendo cómo hacemos Robot.