El aire apenas soplaba helado y frío con esas navajas que suele usar en junio. Faltaba todavía para el amanecer y las primeras finísimas líneas de luz horizontal aparecían y reinaba un silencio enorme que venía de mas allá de la cordillera, y de la nada. Volvíamos de “La Puerta” y mientras acomodaba las ofrendas se largó a hablar solo, monótono, monocorde, como si recitaría el rosario. Sin emoción ninguna.
“Dicen que leían en las hojas de coca.
Dicen que el viento armaba en las hojas, las palabras, el mensaje, las tramas de los destinos. Dicen que lo que el viento hacia en las hojas de coca, era la ley.
El viento que transportaba las almas, que hacia crecer el fuego, que animaba el primer grito de la vida.
Era el principio de todo. El viento-dios.
El viento que trajo las velas de las naves, que por una fatalidad equivocaron la ruta. Y entonces creyeron descubrirnos.
No se supo qué hacer. Eran hombres blancos, venían montados en bestias y traían fuego en las manos. Entraron a la casa de los dioses sin respeto. Gritaban, escupían en el templo, profanaban impunemente el lugar de los dioses.
Las hojas de coca fueron consultadas, y por primera vez el viento no sopló. Y no hubo respuestas. El hombre condenado a crear su propio destino. Sin ayuda sagrada. Siglos pasaron hasta entender que los dioses son caprichosos. Que tienen su propio juego, que no explican. Lejos de las cuestiones temporales.
El viento desoyó el llamado de la hoja de coca y se ocupo de otras cuestiones. Llevó a los hombres de las naves tierra adentro, lejos de sus barcos y los embarcó en una aventura entre selvas y montañas que les costaría la vida a casi todos ellos. Así llegaron aquí. El viento-dios, caprichoso, jugaba su juego mientras los hombres creían que construían su destino.
El hombre blanco descubrió el oro en cantidades de pesadilla. Y nos sometió. Fuimos mulas de carga, fuimos topos excavadores. Los dioses lo permitieron. Los dioses aceptan sacrificios.
El viento trajo más velas y más hombres blancos. Nos masacraron. El viento-dios que a pesar de todo no permitió nuestra extinción, tampoco permitió la de ellos.
Los que quedaron, en su afán de descubrir, descubrieron la hoja de coca. Y el viento, que animaba el primer grito de la vida, supo que comenzaba el momento de vengarse. Nadie entra impunemente al lugar de los dioses.
El hombre blanco, gran modificador del todo, conquistó, esclavizó, atormentó, asesinó a los hijos de los dioses. Ninguno de esos hijos de esos dioses dijo 'perdónalos padre, no saben lo que hacen' y entonces los dioses decidieron esperar. Y no perdonar.
Los dioses facilitaron el camino de los hombres blancos hacia más oro. Los dioses no explican, pero sabían que la codicia haría más fácil el trabajo del viento.
El hombre blanco necesitaba mas fuerza, mas tiempo despierto para poder sacar todo lo que su ansiedad pedía. El tiempo del hombre blanco es corto. No es como el tiempo nuestro y mucho menos como el tiempo de los dioses. El hombre blanco mide su tiempo en pequeñas varas. Todas de satisfacción urgente.
Entonces el viento puso frente a frente al hombre blanco y a la hoja de coca. Nosotros no sabíamos porque los dioses llevaban al hombre blanco frente lo más sagrado. El viento sí sabía y le sopló al oído, al hombre blanco, unas inteligencias de cómo sacar de la hoja la fuerza y el tiempo y la lucidez que necesitaba… Los dioses pueden y saben mentir.
Entonces los hombres blancos, con esa inteligencia, convirtieron a la hoja de coca en una arena fina que el viento les metió en el cuerpo. El viento-dios que transportaba las almas, que hacia crecer el fuego, que animaba el primer grito de la vida, les metió esa arena hasta el alma. Y entonces los hombres blancos se sintieron fuertes e insomnes. Y se rieron mucho. Y los dioses también. Todavía ríen, los dioses.
Así nos lo han dicho y así se los digo porque lo sé. Así fue. No de otro modo”.
Esto nos contó Gregorio Chura, en Wan'qullu, comunidad de Tiyari Wanaku, allá por el año 1987.