Los disparadores de procesos creativos suelen ser esquivos, muy difíciles de poner en palabras. Algunos directores hablan de una idea fugaz que llega sin que nadie la llame y empieza adquirir más y más ramas hasta convertirse en el primer boceto mental de algo que, un tiempo después, podría convertirse en una película. Stéphane Brizé sabe muy bien cuándo surgió el deseo de adaptar a la pantalla grande Une vie, primera novela de Guy de Maupassant y una de las obras cumbre de la literatura francesa del siglo XIX. Fue después de leer en la página final la frase con que la mucama relativiza los sufrimientos anteriores –amorosos, económicos, culturales, sociales– de la protagonista: “¿Ve señora? La vida nunca es tan buena ni tan mala como uno cree”. “Cuando la leí por primera vez, en 1993, era joven y no tenía mucha conciencia de lo que significaba, pero durante años me quedó resonando en la cabeza. Siempre me pareció una idea terriblemente filosófica expresada de manera muy simple”, dice ante PáginaI12 el realizador, quien visitó la Argentina para acompañar la presentación de su séptimo largometraje en el marco de una retrospectiva de su obra en el Bafici. Séptimo largometraje que, con el título de Una mujer, una vida, llega hoy a la cartelera porteña.
Estrenado en el Festival de Venecia del año pasado, de donde se llevó el Premio Fipresci, el último trabajo del director de Une affaire d´amour, Algunas horas de primavera y El precio de un hombre comienza en Normandía en el año 1819, cuando Jeanne (Judith Chemla), única hija de un acaudalado barón, vuelve a casa después de terminar sus estudios con toda la vida por delante. Qué hacer con esa vida es, pues, la pregunta que protagonista y película irán resolviendo a la par, aun cuando la búsqueda de esa respuesta, camuflada hasta volverse inhallable, implique recorrer un camino en cuyo final está la pérdida de la inocencia. “Cuando leí el libro me sentí muy en sintonía con ese personaje”, recuerda Brizé, y explica: “Ella no logra hacer el duelo del paraíso perdido, algo que en cierta forma tiene que ver conmigo. Hay una tristeza muy grande cuando uno tiene que abandonar algo que le parecía hermoso, aun cuando fuera producto de una mirada ingenua. Yo tuve que hacer un exilio hacia el mundo adulto con mucho dolor, me costó dejar atrás la comodidad de la infancia y asumir que ya no era un chico. Acá encontré una similitud entre mi dolor y el de Jeanne. Ella también está aferrada a ese pasado, lo que me parece lindo y trágico a la vez, y no sabe muy bien cómo salir adelante”.
–¿Suele encontrar rasgos suyos en los personajes que escribe?
–Sí, tanto cuando hago adaptaciones como guiones propios, escribo para mí. Mis trabajos suelen surgir de la curiosidad o los momentos particulares que atravieso como persona, así que me resulta inevitable proyectar algo mío: una reflexión, un cuestionamiento o una visión que me pertenezca. Sólo puedo escribir si los personajes son una emanación de mi relación con el mundo. Incluso cuando se trata de una mujer del siglo XIX viviendo en un castillo. No hay nada egoísta en esto, no soy un extraterrestre. Simplemente creo que las situaciones o sentimientos que me conciernen a mí le conciernen a muchísima gente.
–Su película anterior, El precio de un hombre, abordaba la crisis contemporánea del mundo del trabajo a través del empleado de seguridad de un supermercado. ¿Cómo se pasa de eso a la adaptación de un clásico de la literatura del siglo XIX?
–Creo que son dos películas primas, con personajes muy cercanos a pesar de estar en mundos y épocas distintos. Los dos están habitados por una idea muy fuerte del hombre. Cada uno vive una experiencia muy traumática, y creo que a fin de cuentas ambas películas tratan de una cuestión que no pierde vigencia como la pérdida de la ilusión, más allá de que Jeanne se enfrente a eso de una forma si se quiere más poética y que el empleado de seguridad de El precio de un hombre sea más frontalmente político. Mi próxima película también irá en esa línea. Va a estar protagonizada otra vez por Vincent Lindon y hablará sobre el cierre de una fábrica y las derivaciones que genera en los involucrados.
–Usted ahora habla de una pérdida de ilusión, algo que ya estaba en sus películas anteriores…
–Sí, así es. Mis películas suelen tener que ver con la intimidad de uno. Hasta Algunas horas de primavera los personajes estaban cargados de un pasado y no llegaban a liberarse del todo de su historia familiar. Se peleaban con esa autoridad. Pero con el correr de los años algo se calmó dentro de mí, y ahora siento menos necesario proyectar esa visión. Desde El precio… mis personajes están habitados por una hermosa idea del mundo. Acá Jeanne tiene una forma muy bella de verlo: ingenua, cálida, pero también intenso…. Lástima que el mundo no sea tan simpático con ella. Eso me permite poner en escena otros cuestionamientos, como por ejemplo cómo ese mundo se mete y condiciona nuestra intimidad.
–¿La elección de filmar en un formato de imagen cuadrado (1,33:1) está relacionada con esa idea del mundo condicionando lo íntimo?
–Bueno, si me hacía esa pregunta antes de empezar el rodaje, no hubiera sido capaz de poner la respuesta en palabras. Hago pruebas basándome en una intuición orgánica, física, y al momento de probar presto mucha atención a lo que me genera. Cuando probé el formato tradicional sentí que había algo medio forzado, una modernidad visual que no tenía mucho ver con lo que yo quería. Pero cuando vi la imagen cuadrada sentí que traducía perfectamente lo que me interesaba contar. Era, además, la primera herramienta que me permitía dar información sobre el personaje y su relación con el mundo sin ponerla en palabras. Y por supuesto que ese formato traduce muy bien el encierro de ella.
–Para su película anterior pasó meses en un supermercado e incluso hizo algunas prácticas de agente de seguridad. ¿Acá realizó alguna investigación en particular?
–Bueno, fui al siglo XIX durante tres meses (risas). La ventaja de ambientar una película en el siglo XIX es que como ni yo ni ningún espectador estuvo, puedo tomarme libertades más grandes e igual van a creerme. Pero la reflexión sobre la posición de la cámara, los encuadres y la dirección de actores durante la filmación es la misma. La época en la que transcurre la historia no cambia mi manera de ver y entender el cine. Lo que sí tuve que hacer fue sacarme de encima todas las películas de época que vi en mi vida, que suelen estar acompañadas de largos travellings, lindos trajes y lugares hermosos. No quería que Una mujer, una vida se parezca al cuadro de un museo. Pasé las diez semanas de filmación rezongando con los vestuaristas pidiéndoles que por favor dejaran de darme ropa tan limpia porque la gente del siglo XIX también transpiraba.
–Le interesaba que luciera realista, entonces…
–Sí, porque está la idea de una retransmisión de lo real. Es una visión personal, obvio, pero cualquiera de mis películas, sobre todo El precio de un hombre, tiene ver con cómo acercarse lo más posible a una idea de lo real. Por eso adoro la idea de mezclar actores profesionales con otros que no lo sean. Incluso acá, si bien necesitaba más actores profesionales, hay muchos que lo son, como el segundo cura, el médico o el escribano.
–¿Cómo trabaja ese ensamble?
–Me dirijo a todos de la misma forma. No hay más ensayos para uno que para otros. Les doy la misma información, les hablo igual. Lo que me interesa en los actores profesionales no es la capacidad de hacer sino la de ser, algo que en alguien que no es profesional se encuentra fácilmente. Me interesan los actores capaces de despojarse de la idea de juego para volver real todo lo que sucede delante de la cámara.