Los llaman los médicos de la muerte. En 2014 comenzaron en nuestro país los juicios a profesionales de la salud que participaron en partos clandestinos de prisioneras que siguen aún desparecidas, acusados además de apropiación de bebés.
La nueva novela de Romina Doval, Presa suelta, transcurre en el barrio de Parque Avellaneda, y comienza con la muerte sospechosa de Ferrer, un médico obstetra colaboracionista con la Dictadura y condenado a prisión domiciliaria. A partir de allí se pone la lupa sobre los demás personajes, Bárbara, la ex enfermera del Hospital Militar; Jaime, el profesor de Historia y Olinda, la cuidadora de Ferrer. Ellos componen una dislocada comunidad del PH que como escenario central contribuye eficazmente al clima grotesco de la novela. Porque lo destacable del tratamiento de Doval, es que lo más siniestro de nuestra historia, que incluye el relato de partos clandestinos con lujo de detalles, se cuenta en un tono tragicómico, con personajes que hábilmente no se dejan encorsetar en un estereotipo. La obstetra que quiere vengar el pasado, no deja de tener conductas bizarras, el profesor es indiscreto por demás y Olinda se hace la distraída ante cuestiones esenciales. Hasta el genocida ahora viejo y con tobillera, es retratado en sus aspectos tan humanos como dantescos y repulsivos.
¿Cómo fue el trabajo de construcción en particular con el personaje del médico?
-Fue el último que escribí y, por una cuestión estratégica, la última voz de la novela. En principio me negaba a meterme en su cabeza. Le podía dar voz, incluso me interesaba las diferentes miradas hacia su persona, pero no me sentía preparada para estar dentro de él, no me lo permitía ni me interesaba. Quizás me aterraba. Estaba en un error, claramente. Estaba pensando como ciudadana, no como escritora. En algún momento, le presté algunas cosas mías para poder encontrar algún tipo de identificación, otras traté de concentrarme en su decrepitud y en su soledad, para humanizarlo. Fue un largo proceso en el que tuve que aprender a “quererlo” (literariamente) no por lo que socialmente representa, sino porque el simple hecho de ser mi criatura. Uno no debería crear un personaje, por más detestable que sea, que no ame y odie en la misma medida. Me gusta un personaje si tiene cierto espesor, que no es un dibujo. Cuando tiene contradicciones, cuando no puedo decidir si es una buena o mala persona, cuando me incomoda y a pesar de eso le tengo cierta simpatía o piedad. No existe una persona que represente la avaricia o la mezquindad al 100 por ciento. Eso está bien para cierto tipo de literatura, pongamos una epopeya. Un personaje tiene que poder reproducir la complejidad de la existencia.
Anclaste también tu anterior novela, La Mala Fe en los sucesos reales del 2001. En este caso, ¿El proceso de escritura requirió investigación, lo tomaste de algún caso real?
-Para sentirme segura, no cometer errores y tomar algunos detalles, suelo investigar. Leí casos reales de médicos obstetras, pero no quise tomar ninguno en particular. Luego de la documentación, necesité alejarme de toda esa atrocidad para poder despegarme y darle lugar a la imaginación, más que nada al personaje.
¿Cómo surgió la idea de la novela?
-En la prehistoria de esta novela, sabía que quería crear una historia que se fuera reconstruyendo, que la verdad se fuera armando de a poco, quizás a través de diferentes tiempos o personajes. A su vez, había fallecido mi gata, Rigoberta, y quería escribirle una suerte de homenaje. Como la poesía todavía no me ha querido visitar (y si lo hizo fue de manera vergonzante) me dije que me gustaría escribir una novela donde la presencia o el protagonismo de un felino fuera muy fuerte no sólo en lo anecdótico sino también a nivel de la trama. Para lo primero está el personaje de Jaime que adora a los gatos hasta la locura y para lo segundo está la importancia que tiene el recorrido de esa gata por la manzana donde (con)viven los personajes y que será el disparador de algunos conflictos y hasta del mismo final. En cuanto a la temática ligada al pasado, me rondaba y la intenté espantar de mi cabeza todas las veces que pude, pero ella terminó por instalarse. Necesitaba que uno de los personajes tuviera un pasado ominoso, y por más que quise escaparle al tema del robo de bebés, todo lo que podía imaginar me parecía desleído, líquido, menor, al menos que cayera en escenas truculentas que era precisamente lo que quería evitar.
¿Cómo fue en lo personal, el proceso de escritura?
--Fue personaje por personaje y también, a nivel de la historia, cuadro por cuadro, como si estuviera armando un rompecabezas. La historia no salió de mi cabeza y se volcó al papel de una sola vez. Hubo mucho prueba y error hasta que llegué a tener algo que se parecía a un borrador. Cuando no puedo seguir corrigiendo, me detengo, dejo pasar el tiempo y suelo dárselo a un amigo/a escritor. Los comentarios más el paso del tiempo me aportan una nueva mirada.
Al estilo Patricia Highsmith, Romina Doval consigue en Presa suelta darle al pasado su carácter de determinante, no solo como aquello que construye entramado social, sino como lo constituyente del sujeto. Lo que ancla y conjura, pero también lo que puede expiarse y exorcizar. En ese sentido, los aspectos psicológicos más oscuros de los personajes se cuelan sutilmente en las acciones y sucesos. Nada es ingenuo, y eso obliga al lector a comprender detrás de una aparente liviandad. En ese sentido, contribuye la introducción de los gatos dando vueltas por ahí, por un lado y la música, por el otro. Las piezas clásicas de Arnold Schönberg despiertan – aun sin buscarlo - en los personajes la memoria emotiva, obligándolos a no olvidar. Y esto opera en el libro como una gran metáfora del papel del arte en la construcción de la memoria individual y colectiva.
Por otra parte, el entramado de la novela es de relojería y la alternancia de los capítulos cortos da agilidad y entretenimiento a la lectura, lo que es un valor en el tratamiento del tema. Porque más allá de la resolución del enigma policial, las resonancias de lectura son agridulces, de preguntas, más que de certezas, preguntas que replican dentro del lector, interpelándolo.
La decisión de volcar la trama hacia el suspenso o lo policial ¿cómo surgió?
-La novela no se encuadra de manera cómoda en ningún género. ¿Es una novela realista?, ¿es un policial?, ¿es de enigma?, ¿es histórica? Es todo eso y nada, quiero decir, me gusta que la genericidad la construya el lector, la crítica, el tiempo. No me interesa seguir las pautas de tal o cual género. Pienso mi historia, la trama, los personajes y sus conflictos. Y más que nada, lo que necesito imperiosamente es dar con el tono. Eso es de por sí mucho trabajo. Porque para eso hay que escribir, borrar, volver a escribir, corregir, empezar de nuevo. Me parece que hay que crear desde cierta inocencia, desde la manualidad, los escritores somos más relojeros, creamos máquinas que funcionan. No tenemos ni queremos tener mucha relación con las grandes ideas ni las buenas intenciones.