Cuando despierto, lo primero que me digo es: todavía sigo acá. No es pregunta, es afirmación. Son las palabras en mi cabeza cada mañana. Las pienso y entonces sé que todavía existo, todavía soy. A veces es invierno y hace un lindo frío. A veces hace tanto calor que se me pegan las sábanas a la espalda. A veces brilla fuerte el sol entre las ramas. A veces todavía es noche larga, larga, larga. Pero las palabras son siempre las mismas: todavía sigo acá.

Salto de la cama antes de que me ahoguen con sus penas los fantasmas de la duermevela. Voy al baño y luego a la cocina; enciendo dos hornallas, en una pongo la pava, en la otra la tostadora; preparo el mate, corto el pan para las tostadas, y así cada mañana que como llega se va, tranquila, impávida, nada.

Pero si encuentro vacío el frasco de dulce, o no me queda azúcar, o si me descuido y se me hierve el agua o se me queman las tostadas, lloro. Lloro desconsolada.

No, no se aflija, por favor. No está mal llorar con ganas, aunque sea por tonterías. Lo que está mal es llorar por nada. Esa es una de las cosas que no me permito: llorar nunca, jamás, por nada. La otra es comer parada en la cocina como si fuera una loca mala. De ninguna manera. Desayuno, almuerzo, meriendo y ceno en el comedor. Preparo y sirvo todo como corresponde, aunque algunos días no tenga hambre y quede todo intocado sobre la mesa.

Cada mañana llego haciendo equilibrio con la bandejita llena de dulces y tostadas, porque ya estoy vieja y me cuesta caminar; paso como trastabillando por ahí, junto al mueble donde están todos mis muertos; a veces le pego con la cadera y alguno se cae de cara contra la superficie de madera lustrosa. Bueno, no ellos, mis muertitos, sino sus retratos. Tampoco son retratos, en realidad; son fotos de viajes, de reuniones, de fiestas. Es un panteón de instantáneas.

Pero hace mucho que no me hablan ni me reclaman. Una vez se me cayó la bandeja de las manos y ellos como quien oye llover. Mudos, insensibles. Y por eso es que ya casi ni los miro yo tampoco, ni les cuento de mis cosas, que por lo demás son pocas, o más bien nada. Nadie habla con nadie ya en esta casa. Es para partir ese silencio que enciendo la radio, si le molesta la apago. No es que me importen las noticias ni los que gritan pensando que la alegría se transmite aturdiendo a la gente, alardeando de un optimismo de idiotas. Nada de eso. Hacen ruido y con eso me basta.

Me siento a la mesa, corro el mantelito de macramé para que no se le peguen las migas, y me tomo lento mi desayuno. Y pienso, pienso mucho mientras busco manchas de humedad nuevas en la pared. Pienso, por ejemplo, en la comida que me tocará hacer luego según el día: arroz los martes, medallones de pescado los miércoles y así. Y pienso un montón de otras cosas que nunca recuerdo. Es increíble lo poco que uno puede prestarle atención a todas las cosas que piensa. Son palabras que giran y giran y hacen ruido como las de la radio, sólo que estas tienen mi voz, mis manías, mis miedos y mis mentiras y es por eso que tan fácil me resulta ignorarlas.

A veces salgo a la calle y voy hasta el banco, cobro o pago según corresponda, y vuelvo lento, al sol en invierno, a la sombra en el verano, a la casa grande, húmeda, vacía, que hace más de 60 años construimos con mi marido a mitad de la cortada.

Había pocas casas cuando llegamos con Luis. Luis se llamaba mi marido, es el de la foto en la montaña. Algunas quintas alambradas, dos o tres casitas precarias que ya no están, y las calles siempre embarradas. Pero ya casi nunca pienso en nada de eso; es el pasado y quedó tan lejos. Tampoco pienso en el mañana, ni que fuera Mirtha Legrand. Todo lo que vivo es hoy. Y es tan pesado. Como un plomo que se arrastra sobre piedras. Ay, la noche, esa distancia.

Luis murió hace poco, durante la pandemia. No lo mató el virus, no. Fue lo que en los diarios llaman “larga enfermedad”. A mí también me cuesta decir la palabra, es tan dolorosa la representación que me hago de ella.

Cáncer, es esa.

Lo veníamos combatiendo desde hacía muchos años. Operaciones, mutilaciones, quimioterapias. Por un momento llegamos a creer que estábamos ganando, pero esa se alía con la muerte y al final gana. Porque la muerte siempre gana. Es tan hipócrita. Son tan hipócritas. Dejan que uno se desviva festejando una batalla y, cuando te ven descuidada, te tiran con toda la artillería pesada para definir la guerra. Y siempre ganan.

Mire si no mi Luis, que parecía mejor y un día amaneció con la piel toda amarilla. Era un fin de semana largo y no quiso que ir al médico porque estaba seguro que lo iban a querer internar para hacerle estudios y no soportaba la idea de pasarse el feriado en cama. Así que fuimos el lunes y, como él suponía, lo internaron. El médico que le hizo los estudios más tarde me llevó afuera de la habitación y de la manera más impersonal de la que fue capaz, detrás de un barbijo blanco él, negro el mío, como si me estuviera hablando del papelerío administrativo de una empresa, me dijo que me apurara a poner las cosas en orden porque no le quedaba más de una semana de vida. Me dio una palmadita en el hombro, como diciendo que lo sentía, pero no me lo dijo. Y se fue. Me dejó sola, llorando despacito para que Luis no me escuchara. Pero él ya sabía. Siempre sabía todo. Por eso, apenas volví a la habitación, me pidió que lo trajera a casa. No me quiero morir acá, me dijo. Y tenía razón, porque si se quedaba internado, iba a morirse solo detrás de una cortina de nailon, como todos los que se murieron durante lo peor de la pandemia.

Lo traje a casa y ya desde el segundo día no pudo ni abrir los ojos ni levantarse más. Era un constante gemido de dolor. Cuando llamaba a la emergencia para que le aplicaran analgésicos fuertes, me decían que necesitaba morfina y que ellos no tenían, que le pidiera al médico de cabecera. Y el médico nunca me la quiso dar. Me daba otra cosa que, según él, era igual de efectivo. Pero a Luis le dolía. Le dolía. Le dolía mucho. Y parecía inconsciente pero me escuchaba, porque yo le decía: Luis, tomá esto que te va a hacer bien, y él abría la boca y, como podía, se lo tomaba. Y gemía, gemía porque le dolía; y gimiendo por el dolor, en esta casa, se me murió.

No se preocupe, son lágrimas con sentido. Yo nunca lloro por nada. Jamás. Deje, no se preocupe, un par de segundos y se me pasa.

Mi Luis, pobre Luis. No lo pude ni velar. No se imagina cómo lo insulté a ese que al mismo tiempo se sacaba fotos festejando, rodeado de gente, el cumpleaños de la mujer.

Pero bueno, basta de cháchara, voy a empezar a hablar de política y no quiero demorarlo más. Ya fue tan paciente al escucharme. Una sola cosa, nomás: Martita no me dio tiempo a decirle nada esta mañana cuando me llamó para avisarme que iba a mandarlo a usted. Dígale que venga, por favor, hace tanto que no la veo.

Y dígale que menos mal que me avisó, porque yo no me entero nunca de nada. ¿Son estos los billetes que van a quedar viejos? Usted es el que sabe. Qué amables los del banco en mandar personalmente al contador. Espero que pueda cambiarlos. Todo lo que guardo va a ser para ella, dígaselo. Dígale que venga cualquier tarde. Ya sé que está trabajando, corriendo de acá para allá; pero dígale así, cuando la vea: dígale que la espero, que todavía sigo acá.

No, mejor no. Pobre, mejor no le diga nada.