Una niña 8 puntos
Petite fille; Francia, 2020
Dirección y guion: Sébastien Lifshitz.
Duración: 86 minutos.
Estreno: en la plataforma MUBI.
La infancia de Sasha no es sencilla, sobre todo en el ámbito público y, particular e intensamente, en la escuela. Poco antes de cumplir tres años le dijo a su madre que, cuando creciera, quería ser una niña. Ahora Sasha, a quien todos en su familia reconocen como una chica encerrada en un cuerpo de varón, tiene ocho años y las dificultades de aceptación por fuera del grupo familiar comienzan a dificultar el disfrute de la infancia. Ese “ahora” es el delimitado por los meses de rodaje de Una niña, el documental del experimentado realizador francés Sébastien Lifshitz estrenado en el Festival de Berlín a comienzos de 2020, semanas antes del comienzo de las cuarentenas mundiales. Un presente que es bisagra en el futuro de la protagonista, obligada a vestirse como un hombrecito en la escuela de su pequeña ciudad, libre de jugar con muñecas y usar pollera en la intimidad del hogar.
Lifshitz, director de películas de ficción como Wild Side (2004) y Plein sud (2009), retrató en 2021 a dos chicas jóvenes durante una etapa de enormes cambios en el notable documental Adolescentes, pero Una niña está marcada a fuego por la condición de disforia de género de la protagonista. “Cuando estaba embarazada de Sasha quería tener una hija, y siempre pensé que eso había marcado su destino”, confiesa a cámara la madre, Karine, como si se tratara de un castigo autoinfligido por la sensación de culpa. Madre e hija viajan a París para reunirse con una doctora especializada; una primera consulta psicológica que, eventualmente, derivará en tratamientos hormonales para “detener” la pubertad a tiempo y evitar el avance de la testosterona.
“No sabemos qué provoca la disforia de género, pero podemos descartar por completo los deseos de la madre durante el embarazo”, afirma con tierna vehemencia la médica, antes de indagar en los anhelos y angustias de Sasha, cuyos ojos comienzan a llenarse de lágrimas al reconocer las dificultades de aceptación de algunos compañeros pero, sobre todo, la de los adultos a cargo de la escuela. La madre recuerda otra primera vez, cuando fueron juntas a comprar un vestido, y la sensación de vergüenza ante las vendedoras. Aceptar lleva tiempo, incluso para los más cercanos. De regreso en Laón, a 160 kilómetros de París, el padre maldice al director de la escuela, mientras los hermanos de Sasha –el mayor, de unos diez años, el más pequeño y la hija adolescente– terminan de cenar.
Lejos del voluntarismo discursivo, Una niña parte de los sujetos –es decir, de los seres humanos registrados por la cámara– y nunca los abandona, transmitiendo dolores y felicidades con un sentido humanista profundo. “Yo sé lo que le espera a Sasha en el futuro: incomprensión, insultos, golpes”, afirma seriamente Karine, la cámara bien pegada a su rostro (el uso del primer plano es esencial al estilo íntimo de Lifshitz, cuya cercanía emocional con las personas retratadas es notable, en más de un sentido). La resistencia de la comunidad semi rural de Laón se evidencia aún más cuando Sasha, al comienzo de un nuevo año escolar –el primero en el cual se le permite asistir con aspecto de niña, corolario directo de una carta oficial médica–, es rechazada por su docente de ballet. Ese relato en primera persona marca el cierre de la película, un final esperanzado pero lleno de incertidumbres. Sasha está floreciendo y, posiblemente, podrá ser quien quiera ser, pero no sin sufrimientos, aversiones y antipatías de una parte de la sociedad. El apoyo de la familia, sin embargo, se evidencia como un sostén tan fuerte como el acero. En palabras del padre, “no se trata de tolerar. Ella es mi hija y punto”.