En la jerga del mundo de las armas, desde el hampa, hasta en los ámbitos legales, “la tartamuda” es indudablemente una ametralladora. Un arma automática capaz de disparar cientos de balas por minuto, que obviamente toma su nombre en jerga, a partir de la asociación que puede establecerse entre la involuntaria repetición de las silabas que produce una persona con disfluencia y el repetido sonido de los disparos.
La repetición es todo un capítulo del corpus psicoanalítico, y lo es porque es en infinidad de ocasiones el punto en el cual las personas acuden a psicoanalizarse. Advertir que la vida pareciera detenerse en esos puntos en que ninguna experiencia y ningún aprendizaje nos permite evitar fracasar del mismo modo, perder los amores repitiendo patrones una y otra vez, persistir en las mismas formas de sufrir, y un sinnúmero de penares nos interpelan como para buscar sus causas en la exploración de nuestra psiquis.
Una particular forma de la repetición que el viejo zorro de Viena Sigmund Freud nombró como compulsión de repetición le permitió abrir la puerta para la introducción de un concepto mayor del psicoanálisis, el más allá del principio del placer: no todos los actos de nuestra vida anímica están regidos por el principio del placer, hay algo lógicamente anterior al mismo que es necesario que se produzca en el aparato anímico para que éste (el principio del placer) pueda establecerse. Precisamente la compulsión de repetición da cuenta de la ruptura del mismo e intenta reestablecerlo fracasando en cada nuevo intento.
El ejemplo más paradigmático nos lo revela ese tipo de sueños que Freud describió como propios de las neurosis traumáticas. Son sueños repetitivos que acosan a las personas luego de haber vivido un acontecimiento traumático, estos repiten de manera calcada el acontecimiento penoso y llevan al despertar, contrariando de este modo las dos funciones fundamentales del quehacer onírico: cumplir un deseo y preservar el dormir.
Aquí la función (fallida) del sueño traumático es otra, se trata de dominar los grandes montos de cantidades psíquicas que puso en movimiento el trauma arrasando con las funciones psíquicas que normalmente (si se me permite el abuso del término “normal”) tramitan las cantidades que afluyen al aparato.
Creo haber dejado en claro entonces que el trauma es un exceso para la vida anímica que arrasa con el principio del placer y que la repetición es el intento de dominar esas cantidades para reestablecerlo.
El problema es que esto falla estructuralmente, el trauma es ineliminable de nuestra vida anímica, y es por ese motivo que los seres hablantes hacemos síntomas, los síntomas son una forma de tramitación de lo traumático, de algún modo los síntomas son una solución.
Digámoslo sin ambages: la tartamudez es un síntoma y como todo síntoma, nos dice que hay trauma.
Freud nos habla del síntoma de tartamudez de su paciente Emmy von N.
Refiere este síntoma producido por un mecanismo que nombra como “objetivación de la representación contrastante”. Este no es el ámbito para entrar a detallar esa maravillosa pieza clínica que son los Estudios sobre la Histeria de Sigmund Freud, pero sí para referir esta pequeña cita del texto: “...Ahora bien, en el estado de agotamiento en que se halla nuestra enferma, la representación contrastante, que en situación ordinaria habría sido rechazada, resulta ser la más intensa; es ella la que se objetiva y entonces produce realmente, para espanto de la enferma, el ruido que temía" (el subrayado es mío).
Soy un ferviente opositor a la realización de diagnósticos e interpretaciones salvajes por fuera del marco riguroso de un tratamiento, único lugar donde es posible referirse al diagnóstico o la interpretación de un síntoma de un sujeto; de hecho, en estas mismas páginas he llamado la atención sobre el error de hacerlo cuando en medios de comunicación se habló sobre un supuesto diagnóstico y las causas del mismo de la hija de la vicepresidenta.
Hecha esta aclaración, creo que sí es posible tomar acontecimientos de conocimiento público para reflexionar sobre cuestiones que nos interpelan como sujetos y como sociedad. Permítanme entonces, sin nombrar a nadie, sin hacer ninguna referencia concreta imaginar la siguiente situación:
Una muchacha joven con un avanzado embarazo y un bebé de cinco meses se encuentra en su casa, seguramente angustiada, y no por independizarse del Rey de España, sino porque su lucha por la independencia (equivocada o no, no me interesa en lo más mínimo) se ha vuelto muy peligrosa dado que una dictadura homicida y sangrienta está dispuesta a exterminar cualquier forma de emancipación. De pronto el estruendo de una puerta que se rompe y la irrupción fatal de los soldados, madre al fin, toma a su hijo de cinco meses y se arroja sobre él en la bañadera, el ruido de las ametralladoras cubre todo el espacio mientras las balas desgarran su cuerpo, matan al bebé que lleva en su vientre y con el último hilo de vida piensa que este sacrificio final permite al niño de cinco meses permanecer con vida.
Hemos dicho que la repetición detiene el tiempo en el momento del trauma, retiene para siempre el momento atroz.
Imaginemos también que ese bebé de cinco meses sobrevivió, consiguió hacer una vida como tantas, pero además como una suerte de homenaje a la lucha de su madre muerta, desarrolló una conciencia social y un compromiso militante con lo colectivo, también padece una difluencia que no puede quedar asociada a ningún recuerdo porque eterniza el momento siempre presente del trauma, repite sin saberlo el ruido feroz de las balas una y otra vez, es extraño que quizás lo que más querría olvidarse vuelva objetivado como una representación contrastante.
Alguien podría explicarme por qué podría rechazarse para el ejercicio de cualquier tarea alguien que pudo resolver uno de los traumas más espantosos que una persona pueda vivir... Solo lo puedo comprender si pienso que su tartamudez me recuerda las miserias más despreciables de las que los humanos somos capaces. El rechazo habla más del rechazador que del rechazado.
Osvaldo Rodriguez es profesor adjunto Psicoanálisis Freud. Facultad de Psicología UBA.