Plegarias atendidas
A lo largo de sus viajes, María Luque se enamoró de los exvotos, esas ofrendas que asumen forma de figuritas donde se dibuja el favor que se desea junto al pedido escrito destinado a cada santo. Y ese es el formato que investiga en su serie Rosas nuevas, que puede verse en la galería Mardulce (Uriarte 1490). Pinturas donde la artista rosarina va dejando sus recuerdos a los pies de un altar imaginario: las pinturas que vio en un museo de Londres, la conversación incidental con un panadero o una vendedora de flores, la receta que encontró en un libro en casa de su abuela, su gatito de la infancia. No hay en estas obras una jerarquía, una distinción entre lo culto y lo popular sino que todas las pinturas (con el gouache como técnica) ponen el foco en una intimidad que crea su propio relato. Y que no necesita hacer distinciones porque su importancia, señala María, nada tiene que ver con validaciones externas sino con la necesidad sencilla de que los recuerdos no se volatilicen. “La serie empezó durante la pandemia, cuando no se podía viajar, cuando todos los museos estaban cerrados. Por suerte llevo diarios donde describo lo que veo o lo que pienso o lo que me pasa. Así que en estas pinturas me sirvieron para cristalizar lo que recordaba”, explica. A través de colores saturados y de figuras planas, hay en ese gesto un intento de redescubrir su entorno por fuera de toda idea preconcebida. “Me siento cómoda trabajando en los límites entre texto e imagen. Los exvotos son un modo en que algo de cada uno de esos mundos encuentre su lugar en lo que hago”, dice. Y es que si bien María empezó a haciendo novelas gráficas, poco a poco fue creando una obra mestiza como Corazón geométrico, editado por Sigilo el año pasado, donde crea una narración de límites porosos entre la crónica de viajes, la autobiografía y la ficción. De la misma manera, en Rosas nuevas ella sigue indagando su propia forma de mirar, una suerte de plegaria diáfana y silenciosa.
Vestidos sin miedo
El fenómeno Taylor Swift tiene un nuevo capítulo local por el anuncio de su concierto en Argentina. Pero en el resto del mundo también es leyenda. El Museo de Arte y Diseño de Manhattan abrió la muestra Taylor Swift: Storyteller, donde se exhiben vestidos, guitarras, joyas y accesorios que la artista usó a lo largo de su carrera de casi dos décadas. Los visitantes de la exposición son recibidos por una reproducción ampliada de la letra garabateada a mano del éxito de “All Too Well”, de 2012. A partir de allí, la muestra se despliega en piezas diversas entre las que se destaca un vestido azul cielo con que Swift usó en 2007 cuando abrió la gira de Tim McGraw y Faith Hill. Tenía apenas 16 años. El catálogo informa que se trata de un vestido que probablemente ella misma compró en BCBG Maxazria, una cadena de ropa para chicas normalitas. La muestra también incluye los “fearless dresses”, vestidos breves y brillantes cubiertos de flecos que la artista usaba al comienzo de su carrera junto a sus botas texanas. E incluso vestidos de corte princesa de la época de Speak Now (2010) que luego dieron lugar a atuendos rojos un tanto más sombríos en lo que se considera su época indie. “Ya sea con una camisa y cabello suelto o literalmente deslumbrando a su audiencia con cristales Swarovski de pies a cabeza, Taylor le da un particular significado a las paletas, texturas y profundidades de los sentimientos que expresa en su composición”, asegura el catálogo.
Los cráneos del millón
Un millón de dólares triturados (y también, libras y euros) ha sido la materia prima con la que el artista británico Imbue rellenó una colección de doce cráneos de resina transparente en escala humana. El artista explicó que se trata de una forma de protesta contra la crisis desatada en el Reino Unido por la escalada en el costo de vida. También es, aseguró, una crítica al poder imperial a escala planetaria. La singularidad es que los cráneos se exhiben en el Banco de Inglaterra de Londres, como parte del London Gallery Weekend. Tomando su título de los dos temas que, dice, son inevitables, su muestra Death Taxes es parte de la obra de un artista que trabaja en clave irónica sobre aspectos de la sociedad contemporánea, desde el capitalismo hasta la religión. Imbue se negó a revelar de dónde sacó el dinero para los cráneos. Pero se sabe que las organizaciones que acuñan y distribuyen monedas como la Reserva Federal liberan el dinero triturado después de que se gastó o dañó demasiado para circular como souvenirs, así como para “fines artísticos y comerciales”. La muestra también incluye una serie de siete paquetes de barras de chocolate Freddo enchapadas en oro de 24 quilates, una obra satírica que se burla de la inflación, que ya ha dejado de ser patrimonio sudaca. El precio minorista de esta barra de chocolate es citado por los economistas como indicador inflacionario en el Reino Unido, denominado “índice Freddo”.
Esa estrella era mi lujo
Es probable que casi nadie sepa quién es Mary Ryan. Nacida en el siglo XIX, es poco lo que se sabe ella. Excepto que la fotógrafa Julia Margaret Cameron la tomó como sirvienta y modelo. Un caballero, de nombre John Henry Stedman Cotton, vio los retratos hechos por Cameron y decidió casarse con Mary aún antes de conocerla. No se sabe si quedó más cautivado por la belleza de la chica o por el retrato de la fotógrafa. Nada extraño ya que, aún en estas épocas de saturación visual, las imágenes de Cameron siguen teniendo el magnetismo hipnótico de esos primeros planos de inspiración renacentista que parecen habitar otro mundo. Y que ahora son parte del centenar de obras que se exhiben en el marco de Arresting Beauty: Julia Margaret Cameron en el Museo de Arte Fotográfico (MoPA) en San Diego, California. Se trata de una muestra itinerante curada originalmente por el Victoria & Albert Museum de Londres, dueño de un acervo de casi mil imágenes de la artista nacida en Calcuta en 1815, de madre francesa y padre inglés, que falleció en 1879 en Inglaterra. Para difundir la muestra, el museo publicó un libro que reúne obra de Cameron y textos críticos. Ahí se señala que hubo una época en la que los artistas, más que trabajar a partir de conceptos, se focalizaban en la materialidad de ciertos (o ciertas) modelos, explorando su belleza una y otra vez como manera de objetivarla. Esto es lo que hizo Cameron, que comenzó a tomar fotos recién en 1864, a los 48 años, tras recibir una cámara como regalo de una de sus hijas. En Annals of my glass house, un texto que escribió en 1874, ella habló de las bondades de Marie Hilier, otra de sus modelos recurrentes, “por la complejidad de su temperamento y de su mentalidad”. Y esto es lo que Cameron captó a través de su lente aunque los integrantes de la Sociedad Fotográfica de Londres consideraron que sus imágenes eran defectuosas. Y es que Cameron elegía desenfocar los fondos y suavizar las líneas rígidas, a contrapelo de la moda en la época. “Intento aprisionar toda la belleza que viene a mí”, se defendió. De ahí el título de la muestra, que puede traducirse como “aprisionando la belleza”. Cameron fotografió a grandes personalidades de su época, desde el poeta Alfred Tennyson al biólogo Charles Darwin. Pero, fiel al estilo victoriano, además exploró la obra de Shakespeare, la mitología griega (reinan las ninfas, claro) y las mujeres bíblicas para crear retratos tan teatrales como elusivos.