El 7 de junio de 1984 entregué mi primer artículo periodístico profesional. La casualidad quiso que fuera el día del periodista, por lo que cada año no solo celebro el día de todos mis colegas sino que lo vivo como algo propio. Un aniversario del que me siento orgulloso.

Un poco más difícil es explicar que esa primera nota, escrita a los 17 años, cuando todavía estaba en la escuela secundaria, la publiqué en una revista llamada Familia Cristiana. Como ocurre cada vez que surge el tema, me apuro en aclarar que yo no era militante católico, que me definía entonces como agnóstico o ateo, según el día, y la iglesia católica me resultaba una institución retrógrada y cómplice de la dictadura. Pero yo quería ser periodista y, por medio de una sucesión de contactos, llegué a la redacción de la revista mensual Familia Cristiana.

Fui a la redacción en la calle Lavalle al 1900 con muchos argumentos para explicarles a las responsables (me habían adelantado que eran monjas) que Dios no existía o, en el mejor de los casos, había muerto. O que si existiera, todo sería lo mismo (había leído a Sartre y a Nietzsche y estaba preparado para dar batalla). En esa tarde de fines de mayo me recibieron dos hermanas de la orden Hijas de San Pablo. Eran la jefa de redacción, Claudia Carrano, y la directora, Elena Oshiro. Extrañamente para mí, no surgió en la conversación la cuestión religiosa. Hablamos durante muchísimo tiempo de política, de cultura, de los medios periodísticos que consumía. Fue una charla agradable y lo que más me sorprendió fue la seriedad con la que me escuchaban opinar sobre todos los temas. Me encargaron un artículo (sobre los jóvenes y la democracia reciente), me dieron una fecha de entrega y me dijeron cuánto me iban a pagar.

Cuando la tarde del 7 de junio llegué con mi artículo lo leyeron y me dijeron que le faltaba fuerza, que debía reescribirlo. Me sentaron frente a una máquina de escribir, me dieron papel pautado (que ya no existe en las redacciones) con el logo de la revista y me tuve que poner a trabajar. Un par de horas más tarde me trajeron un mate cocido. Éramos los únicos tres en ese departamento que funcionaba como redacción. Entregué la segunda versión, aceptaron la nota y me dieron una pila de hojas pautadas para que desde entonces escribiera mis artículos en ese papel.

Casi cinco años escribí en Familia mientras también colaboraba con otros medios (desde La Chacra hasta en la sección de Espectáculos de un diario de aparición reciente en esos años llamado Página/12). La silenciosa y vacía redacción de las tardes era un mundo mucho más atractivo por la mañana, cuando concurría el equipo estable de la redacción. Ahí estaban los uruguayos Carlos Arroyo y Carlos Troncone (dos troskos exiliados que se habían venido durante la dictadura tratando de cambiar de aire, aunque el nuestro también fuera malsano), el fotógrafo Brenno Quaretti y la diseñadora, otra hermana paulina, una italiana llamada Sergia.

Parece ser que la tarde era el horario de los colaboradores “católicos” y la mañana de los periodistas ateos que hacían la revista. Rápidamente, me ubiqué en el horario matutino y comencé un curso de periodismo, el que me daba el secretario de redacción Carlos Arroyo cada vez que me editaba una nota y me explicaba mis errores y me alentaba cuando encontraba algún dato o frase feliz. Me acostumbré a ir a almorzar con Arroyo y el tano Brenno, en los que se chusmeaba sobre colegas que yo había leído en otros medios o sobre las “monjas”. Así fue que de manera fragmentada me fui enterando de la historia de la revista.

Familia Cristiana era una publicación que en su edición italiana vendía un millón de ejemplares. La argentina tenía apenas unos miles se suscriptores, pero la revista había sido no mucho más que un boletín parroquial hasta que en la primera mitad de los años 70 se hizo cargo de la redacción la hermana Elena, una joven correntina de familia japonesa. De origen budista (al menos eso se decía) se había convertido al catolicismo, pero su pasión era el periodismo. Decidió transformar el boletín en una revista profesional. Para eso llamó a periodistas con trayectoria, se sacó de encima a los chupacirios que no servían y los pocos periodistas católicos eran del ala progresista de la Iglesia.

Elena no solo armó una revista profesional que podía poner a un ateo confeso como Borges en la tapa, sino que fue una de las pocas publicaciones (cristianas o no) que habló de derechos humanos durante la dictadura. A veces de manera metafórica y otras más directa, habló de los desaparecidos o intentaba evidenciar lo que pasaba en el país. Elena tenía otra virtud: sabía moverse políticamente y buscó el apoyo de los obispos Novak, De Nevares y Hesayne, sin preocuparle el rechazo que despertaba en el resto de la curia. Más tarde, cuando ya no trabajaba ahí, me enteré que Elena y los redactores de la revista habían sido amenazados por la Triple A y que durante un tiempo hicieron la revista desde una semiclandestinidad. Durante la dictadura, Elena dio refugio en la redacción a personas perseguidas y las ayudó a salir del país.

Nada de eso se hablaba cuando llegué. Por entonces, las hermanas paulinas eran alfonsinistas, de la línea “Mamá de Alfonsín” (la señora era una antigua suscriptora de la revista) y se llevaban muy mal con el vocero presidencial Ignacio López. Creo que lo despreciaban por chupacirio, aunque nunca lo dijeron abiertamente. A Elena le encantaba la política, nos pedía una mirada crítica sobre la realidad y cedía algunas páginas para notas católicas con tal de que la dejaran hacer artículos sobre conflictos sociales, cultura, espectáculos y los temas más diversos, como debía ser una mensuario de información general.

Por más que Brenno, Arroyo y yo éramos un trío muy chusma, había detalles de la vida cotidiana de las hermanas que se nos escapaban. Vivían todas juntas en un convento de la calle Nazca. Hubo algunos cambios: se fue Sergia y llegó como diseñadora una hermana muy carismática llamada Delfina. Había otras hermanas, algunas que dentro de la orden tenían más poder que Elena, que miraban con desconfianza y, seguramente, con envidia el éxito de nuestra directora.

Hubo algo que Elena no soportó: las leyes de punto final y de obediencia debida de Alfonsín. Ella escribía en cada número un editorial. Por lo general eran bastante desabridos, pero cuando se aprobaron esas leyes les dedicó unos artículos que parecían brulotes de un medio anarquista.

Sin apoyo político, con problemas internos en la orden paulina y con el lobby hecho por otras monjas y obispos en el Vaticano, que impusieron la idea de que Familia Cristiana de Argentina era marxista, vino la orden de Roma de terminar con la fiesta. A los periodistas estables los despidieron a todos, a las monjas no las podían echar, pero trasladaron a Elena, a Claudia y a Delfina a tres países distintos. A Elena la sacaron del mundo de los medios y la pusieron a vender biblias. Años más tarde llegaron noticias de ella: había dejado los hábitos porque no estaba dispuesta a soportar el voto de obediencia. Tiempo después nos enteramos de que Elena había muerto de un cáncer fulminante.

 

El periodismo argentino está lleno de personajes que hicieron grande este oficio y muchos no van a tener un lugar destacado a la hora de contarse su historia. Elena Oshiro merece ser recordada como la periodista que era y como la generosa jefa de un equipo al que estimulaba para que tuviera una mirada crítica y una prosa clara y atractiva. Lo demás no le importaba.