A menudo, el repaso histórico del siglo XX suele incluir las atrocidades realizadas por los médicos nazis como los peores experimentos de los que se tiene recuerdo. Por supuesto, no faltan razones para tales afirmaciones: el perfeccionamiento del conocimiento científico empleado para alimentar una máquina del terror que funcionaba de manera cronometrada y daba muerte a miles de prisioneros al día. Pero las torturas y las pruebas con humanos excedieron a los regímenes totalitarios y fueron, también, promovidas por gobiernos que se autoproclamaban defensores de los derechos y las libertades individuales. En efecto, fueron varias las citas oscuras que unieron ciencia, medicina y muerte.
Durante la Segunda Guerra Mundial, se habilitó un clima de excepción en donde todas las prácticas parecían estar habilitadas. Según describe Florencia Luna (filósofa del Conicet y experta en bioética) en el libro Bioética: nuevas reflexiones sobre debates clásicos, los científicos nazis desplegaron todo el menú de atrocidades. Estaban los médicos que obligaban a los sujetos de investigación a tomar solo agua de mar para evaluar cuánto podían estar sin beber agua fresca; los que sumergían a los prisioneros rusos en agua helada para calcular cuánto podía sobrevivir un piloto si caía en el mar; también los que exponían a prisioneros al gas phosgene --un agente de guerra biológica-- para testear posibles antídotos; al tiempo que eran corrientes las infecciones masivas con el objetivo de examinar cómo se comportaban las defensas del organismo. En este marco, Luna afirma: “Si bien fueron perpetradas por los nazis en época de guerra, no hay que olvidar que fueron realizadas por médicos investigadores y que, en ese momento, Alemania tenía un alto grado de desarrollo científico”.
Si hay personas que hoy se impresionan y cuestionan las pruebas de laboratorio con primates o roedores, cuál será la reacción frente a los experimentos que se practicaban sobre las personas. Josef Mengele, conocido como “El ángel de la muerte” y con doctorados en Antropología y Medicina, es tristemente recordado pero hubo muchos más. Luna lo sintetiza de esta manera: “Los médicos consideraban que tenían ‘materiales humanos’ a su disposición para la investigación y el desarrollo de medicamentos. Cientos de personas murieron a causa de estos experimentos y muchos de los que lograron sobrevivir sufrieron severas consecuencias físicas y psicológicas”.
La participación de los médicos y científicos no fue meramente instrumental, de hecho, se cree que en muchos casos los profesionales eran más vehementes que los propios oficiales.
El terror no solo fue nazi
En paralelo al accionar nazi, en el marco de la Segunda Guerra Mundial, provocaban escalofríos las factorías de la muerte instaladas por investigadores del ejército japonés durante su ocupación de China y Manchuria. Precisamente, el Escuadrón 731, bajo la órbita del Laboratorio de Investigación y Prevención Epidémica del Ministerio Político Kempeitai, estaba enfocado en la guerra químico-biológica. Con ese fin, realizaba experimentos que incluían vivisecciones (disección de organismos vivos) que condujeron a la muerte de miles de prisioneros chinos, coreanos y mongoles.
El Proyecto Manhattan de Estados Unidos, que dio como resultado el desarrollo de las primeras armas nucleares, contó con el liderazgo de uno de los científicos más afamados del siglo XX: Robert Oppenheimer. En el Laboratorio Nacional de Los Alamos se diseñaron las bombas que seguían los últimos desarrollos científicos en fisión nuclear y que en 1945, durante el gobierno de Harry Truman, acabarían con las vidas de 250 mil personas en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. Tiempo después, consciente ante lo sucedido, Oppenheimer declaró: “Los físicos han conocido el pecado” y reanudó sus cuestionamientos a todas las formas del conocimiento científico empleadas para matar.
Pero, a pesar de estos antecedentes, en tiempos de paz los ensayos macabros continuaron. Uno de los casos más emblemáticos es el conocido como “Experimento Tuskegee”. Entre 1932 y 1972 (“la época dorada de la investigación”), en Alabama (EEUU), el Servicio de Salud Pública realizó ensayos ininterrumpidos para evaluar cómo era la progresión natural de la sífilis en caso de no contar con fármacos. Y la población estudiada, por supuesto, fue la de afroamericanos analfabetos, que no habían dado su consentimiento informado (se los engañaba bajo el pretexto de que “tenían mala sangre”). Se calcula que más de 600 individuos --399 enfermos y 201 sanos-- fueron analizados durante esas cuatro décadas que duró el proceso. Más allá de las controversias señaladas, la más importante es que los sujetos de estudio tampoco recibieron el tratamiento en base a penicilina, pese a estar disponible a partir de los años cincuenta. De la población reclutada, fallecieron 28 y más de 100 exhibieron complicaciones relacionadas a la enfermedad.
Asimismo, a comienzos de los 60, uno de los antecedentes más escalofriantes fue el de las pruebas realizadas en el Hospital Judío de Enfermedades Crónicas en Brooklyn. Allí, a través de un consentimiento informado que no brindaba toda la información necesaria a quienes se ofrecían como voluntarios, los médicos inoculaban células vivas de cáncer. Buscaban conocer con mayor profundidad cómo actuaba el sistema inmune ante este mal sistémico.
Un caso que se asemeja, hacia el final de los sesenta, es el de Willowbrok State School (1967) en Nueva York. En un colegio para personas con discapacidades mentales, ante la magra oferta de opciones en donde estudiar, las autoridades ofrecían a las familias el ingreso de los niños a cambio de que fueran infectados con hepatitis, porque el objetivo era evaluar las respuestas fisiológicas en individuos sanos y enfermos, y así desarrollar una vacuna.
El fin (no) justifica los medios
En 1950, se realizaron ensayos abusivos en Puerto Rico y México con anticonceptivos orales (probaron la píldora en mujeres de bajos recursos, sin informar sobre los riesgos y efectos secundarios); en 1997-98, se destaca la experimentación con AZT en África subsahariana como fármaco para reducir la transmisión de VIH (se utilizaba placebo cuando ya existía una fórmula probada); así como en 2001, salieron a la luz las pruebas con surfaxín realizadas en bebés con problemas respiratorios de Perú, Bolivia, México y Ecuador (lo mismo: parte de los sujetos recibía placebo cuando ya existía una droga efectiva y disponible). En todos los casos se repite el esquema: laboratorios de países poderosos, a menudo apoyados por sus agencias regulatorias estatales, realizan pruebas en personas vulnerables y vulneradas de territorios pobres.
En 1966, Henry Beecher, profesor en la Universidad de Harvard, publicó un artículo en la revista New England Journal of Medicine que denunciaba la falta de ética de algunos de los ensayos realizados. Luna lo amplía en su libro: “Cabe destacar que estos hechos no constituían excepciones, sino que representaban el modo en que los principales investigadores, entre los años 1945 y 1965, realizaban las investigaciones”. Y completa: “Además, no sólo se trataba de investigación no-terapéutica sino también terapéutica, e involucraba poblaciones recluidas en instituciones o con bajo nivel de educación, que resultaban intencionalmente engañadas”.
Frente a estos eventos, con el tiempo, fueron surgiendo organizaciones, documentos y otras formas de cooperación que colocaron en cuestionamiento el corazón de acero del positivismo científico: el método, basado en el fantasma maquiavélico de que el fin justifica los medios. Al Código de Núremberg (1947) --producto del juicio en el que fueron condenados los médicos nazis por sus atropellos a los derechos humanos-- luego se sumaron otras herramientas más para regular las investigaciones que involucran seres humanos. Es el caso de la Declaración de Helsinki (1964 y sus actualizaciones), así como también las Pautas éticas internacionales para las Investigaciones Biomédicas en Seres Humanos (1982 y versiones posteriores), que recibió la colaboración de la OMS.
Si bien se trata de regulaciones que no resuelven todos los problemas, constituyen memoria viva, evidencia irrefutable de que las formas del terror se desplegaron por todo el planeta. Conocer la historia tiene una ventaja: evitar repetirla.