Las Cárceles inventadas de Piranesi sugirieron a Borges la imagen del infierno con más vivacidad que las explícitas ilustraciones de Gustave Doré: abstractas y deshabitadas, indicaban pesadillas de raíz metafísica, sin cuerpo. Es decir: por estar hechas de pensamiento, son lo impensable, lo íntimamente atroz del mal tácito, en estado de promesa. Por el lado opuesto, en su extraño relato En la colonia penitenciaria, Franz Kafka imaginó un aparato tan horroroso como eficaz que escribe con cuchillas afiladas la pena correspondiente en la piel de los condenados. El horror se exaspera no solo por la dimensión intolerable de la tortura sino porque despersonaliza el castigo y lo vincula a una de las creaciones más sublimes del género humano: la escritura. Pero la escritura también ha sido muchas veces el medio liberación de los cautivos.

Escritura y presidio han estado ligados desde sus orígenes. Engrillado, el apóstol Pablo escribió sus Epístolas, inventando el cristianismo; siglos después Auguste Blanqui imaginó las revoluciones inscriptas en el movimiento de los astros durante las cuatro décadas en que padeció prisión, y Antonio Gramsci reformularía la teoría social mientras escribía misivas angustiadas a sus hijos desde la cárcel. En la Argentina el género tuvo un exponente extraordinario que logró conmover los cimientos de su época desde una celda con sólo una máquina de escribir y una fe inquebrantable en la justicia de su causa.

Corre el año 1931. Yrigoyen está confinado en Martín García; la dictadura del general Uriburu campea en el país. Los radicales, que por entonces aún representaban a sectores populares (aunque no habían vacilado en convertirse en sus verdugos en la Semana y la Patagonia Trágicas), conspiraban contra el régimen. Hubo alzamientos militares con apoyatura civil; su fracaso pobló las cárceles. Pero no solo radicales sino -y principalmente- fueron los anarquistas los que cayeron en la volteada. Eran el principal peligro para el orden; contra ellos todos estaban de acuerdo. La figura del militante ácrata portaba todos los estigmas que luego acarrearían las izquierdas; los ejemplos de ajusticiamiento llevados a cabo por Simón Radowitzky y Kurt Wilckens, y, sobre todo, la memoria obcecada de resistencia obrera encabezada por miles de militantes en todo el país, teñían de sospecha a cualquiera que simpatizara con su ideario. Entonces se produjo el hecho.

Dicharachero y jodón, querido y respetado hasta por los propios anarquistas -alguna vez ayudó a alguno a volverse a España- el senador provincial José Maria Blanch no representaba una amenaza para nadie. Por ello causó estupor cuando una mañana de agosto de 1931 llegó a su casa de Bragado una encomienda despachada desde la estación Olascoaga -un cajón de manzanas- que contenía una bomba. Al abrirla, su hija pequeña y su hermana murieron; la esposa sufrió heridas graves. El episodio fue la excusa para que la policía de la provincia realizara razzias en todo el territorio. El ensañamiento fue feroz. Entre los centenares de detenidos que fueron torturados salvajemente en las comisarías figuraban Pascual Vuotto, Reclus de Diago y Santiago Mainini, de filiación anarquista, que habían participado en la propia ciudad de Bragado de una reunión apenas unos días antes. Sometidos a apremios físicos inenarrables, de Diago y Mainini optaron por declararse culpables para que cese el tormento; Vuotto permaneció incólume. Entre los otros torturados hubo tentativas de suicidio; alguno perdió la razón, otro, los dedos de una mano. El médico policial, un tal Macaya, fue desplazado del cargo por testimoniar las lesiones que constató en el cuerpo de los acusados. El sistema judicial hizo lo usual: ignoró las reglas jurídicas básicas, fraguó pruebas, desconoció las incongruencias de las confesiones obtenidas bajo tormentos y acabó condenando a prisión perpetua a los tres acusados. Venales, las Cortes Supremas de la Provincia y de la Nación refrendaron lo actuado. Es entonces que se inicia una batalla épica, encabezada por Vuotto, en base a textos escritos desde la prisión de Mercedes.

El movimiento popular reaccionó rápido. La memoria reciente del martirologio de Sacco y Vanzetti, los asesinados por el sistema judicial norteamericano, llevaron a la formación en toda la provincia y en algunos lugares del país de comités de solidaridad con los presos de Bragado. Durante los interminables once años que duró el encarcelamiento se desplegaron campañas sostenidas por las federaciones obreras y el arco de los partidos políticos de izquierda, unidos -no sin desavenencias- en el fervor de la denuncia. Aunque la campaña la dirigía Vuotto desde la cárcel, el más activo defensor fue Jacobo Maguid, militante ácrata, periodista y escritor, que también había caído en la razzia, quien recorrió el país tras ser excarcelado. Fundador del Partido Universitario de Izquierda, opuesto a la Insurrexit comunista en la que participaba su amigo Ernesto Sábato, unió sus esfuerzos al del Comité Pro Presos de Bragado, surgido en La Plata de la mano de Jacobo Prince. Al calor de la indignación popular nacieron el Comité Provincial, que abarcó treinta ciudades, y el Nacional, que tuvo sedes desde Jujuy a Neuquén, un total de ochenta. Entre los sindicatos, debido a que Vuotto era ferroviario, fueron activas Unión Ferroviaria y la Fraternidad. Además de la FORA y la FACA, el partido Comunista y el Socialista se sumaron activamente. Resultaron memorables la intervención de los socialistas Alfredo Palacios y del diputado nacional Guillermo Korn en la Cámara de Diputados, que denunció la complicidad de los jueces con la policía torturadora. Por su parte, la CGT, con Angel Borlenghi a la cabeza, se solidarizó y ejerció presión sobre el gobernador Fresco, con quien el futuro Ministro del Interior de Perón tenía acuerdos de índole gremial -las ocho horas, el sábado inglés- que prefiguraban el peronismo.

Durante los primeros años los Comités ocuparon la escena pública con gran impacto. Realizaban mitines, obras de teatro, colectas para las familias de los presos; se publicaron 20 mil ejemplares del folleto Por los torturados de Bragado y varias ediciones de Vida de un proletario, de Pascual Vuotto. La prensa anarquista -La Antorcha y La Protesta- no cejó en su clamor, pero también la socialista, a través de la Vanguardia. Carlos Sanchez Viamonte, el gran jurista socialista, asumió la defensa de los presos. Los tipógrafos de Mercedes imprimían cuatro hojitas tituladas Justicia, que se repartían gratuitamente por todo el país a través de la red ferroviaria. Se llegó a organizar un Congreso de los Comités en Mercedes, donde descolló una joven poeta de General Viamonte, Reina Suárez Wilson, que conmovería con su declamación encendida al auditorio.

Según refiere Vuotto, en los once años de prisión se imprimieron dos millones de volantes, 80 mil folletos, 300 mil engomados,150 mil estampillas, 100 mil murales y afiches y 200 mil ejemplares de Justicia. Se realizaron 500 actos y su libro alcanzó cinco ediciones. Las cartas que enviaba a más de mil suscriptores llevaban una inscripción impresa que decía “si por anarquista se nos condena, VIVA LA ANARQUIA”. Pero el mayor impacto lo logró con Vida de un proletario. Allí narra sus desdichas de niño pobre, la miseria de su condición y si iniciación en el ideario humanista libertario. “No es lo mismo escribir por devoción cuando una fuerza interior estimula la voluntad que hacerlo bajo el apremio de la necesidad”. Así empieza su texto, escrito con el estilo exaltado de los evangelios insurgentes, en el que se dedica a desarmar los argumentos de la fiscalía y, volviéndose de acusado en acusador, acaba por escribir su propio Yo acuso. Su denuncia, que apela a los “corazones encallecidos por el autoritarismo y la brutalidad que engendran servilismo y humillación”, despliega una suerte de sociología de la prisión. “El problema carcelario es insoluble. Persigue el mal a este antro como la sombra al cuerpo. Males congénitos cuya solución es la destrucción de las cárceles”. La relación de las miserias es abrumadora: “al ingresar, el preso ha perdido todos sus derechos, hasta su nombre. Uniformado, rapado y numerado, empieza su vía crucis. Debe obedecer”. En su descripción, en la que desfilan cada uno de los personajes del sistema, llega a dedicarle -una audacia para la época- no pocas páginas al problema sexual, y en particular a la cuestión de los “invertidos”. El hálito redentor que lo anima admite momentos de ansia vengadora, pero también corona con una mirada comprensiva que atinge a sus propios captores: “comprender es perdonar”-escribe. En efecto, su mirada piadosa llega a justificar algunas crueldades de sus enemigos, cuya conciencia no deja de interpelar. Entre las atrocidades sufridas relata que se llegó a publicar la noticia de su fallecimiento; desesperado, redactó de puño y letra una desmentida dirigida a su madre, que fue sacada por los propios guardiacárceles que se apiadaban de su suerte.

El 9 de julio del 42, bajo la gobernación de Rodolfo Moreno, del sector liberal del Partido Conservador, el jefe de gabinete Vicente Solano Lima, futuro vicepresidente en la fórmula del 73 junto a Cámpora, redujo la pena y liberó a los tres presos de Bragado. A Vuotto le fue restituido el puesto de telegrafista en el Ferrocarril.

Recién en 1985, en el libro de Carlos Jordan Los presos de Bragado publicado por el CEAL, se supo que el autor del atentado contra Blanch había sido Rafael Chullivert, el jefe de encomiendas de la estación de Bragado, que era su rival en el conservadorismo. Al poco tiempo del atentado Chullivert asesinó a su compañera, a dos hijos de ésta, y se suicidó, dejando una nota donde confesaba el ataque a Blanch que la Policía ocultó por décadas.

Pascual Vuotto murió, nonagenario, en 1993. La cineasta Mariana Arruti le dedicó un bello documental poco después. Aunque los episodios de su martirio y el de sus compañeros fueron barridos de la memoria colectiva, su alegato refulge como un recordatorio alerta, que culmina con las palabras: “Hermano proletario que has leído este pequeño libro: ¿qué piensas hacer ahora?”