Si acaso decidiera salir a la calle y, por casualidad, te encontrara, Antonio, el cielo gris de invierno podría derrumbarse sobre nuestros hombros con todo el peso de la memoria compartida. Por eso dudo. Pero si llevado por un impulso irrefrenable abriera la pesada puerta de hierro del caserón heredado de mis abuelos y afrontara con valor el viento y la lluvia de junio y, apenas dar vuelta la esquina, tropezara con tu viejo saco de cuero que, de tan usado, ya parece pintado en tu piel, si viera tu muñeca derecha ostentando el reloj que te regaló Alejandra (a mí me parecía excesivo) para tu último cumpleaños, si el brillo de tus ojos denunciara no sólo la conocida señal de tu soberbia sino que, además, me fuera dado registrar en él la burla rabiosa que siempre mal disimulaste contra mí y mi suerte ¿qué haría?
Tal vez podría, haciéndome el otario, invitarte a cenar y hasta es posible que aceptaras. Ordenaríamos el Malbec de siempre y una bien provista tablita de fiambres, tal como solíamos hacerlo en los buenos viejos tiempos. Pero, ¿de qué hablaríamos entonces? ¿Sería posible evitar el tema de aquellos sucesos de abril? No, claro, no sería posible. Y entonces, si habláramos de eso, no podría dejar de señalarte que fue en ese momento, durante la celebración de tu cumpleaños, cuando las cosas comenzaron a revelarse (aunque lo comprendí después). Hasta allí todo parecía marchar viento en popa, Antonio, viejo lobo de mar, pero ¿y ahora qué?
Los amigos se cotizan en las buenas y en las malas, dijiste esa noche en nuestra querida Sociedad Gardeliana, mientras levantabas la copa de rubio Champagne. Como entre José y yo (me miraste), como entre Leopoldo y Ronaldo, agregaste, cerrando el brindis con grave acento patriótico: “Las Malvinas son argentinas. Viva la patria, carajo”. Y qué pasó después de ese diez de abril, después del delirio perónico de Galtieri convocando a las masas y de tu virulento chamuyo patriotero, tal vez acentuado por tu pasado de marino.
De algunas cosas me acuerdo muy bien, vos ya sabés de cuáles. Para recordar otras, aunque te parezca mentira, tengo que exprimirme el cerebro o releer los diarios. Por ejemplo, recuerdo vagamente y como entre algodones, que el Papa se candidateó como salvador y que el General curda, en medio de la curda general, no renunciaba a la gloria. Recuerdo a otro General, un tal Menéndez, que para no ser menos, desafió al Principito (Saint Exúpery ni se enteró). Recuerdo que, a la primera de cambio un oficial rubio con cara de nene, del que decían que era un valiente joven argentino, se rindió sin pelear. Que los pibes se morían de hambre y frío en las trincheras, que les hundimos un barco y que, mientras el pueblo festejaba, reapareció Menéndez rindiendo Puerto Argentino al principito que, al final, se vino para acá nomás. Para colmo, tras cartón (de esto me acuerdo mejor) nos eliminaron del Mundial de España.
Claro que todo esto no era nada importante. ¿Podés creer que yo casi no lo registraba? por eso tengo que hacer un esfuerzo para recordarlo. Nada para tomar en serio, ni bola que le daba. Es que lo grave, escuchame bien, lo realmente grave para mí era otra cosa. Fue ese diez de abril, la mismísima noche de tu cumpleaños, que Alejandra durmió en mi cama por última vez. Y te digo más, no sé si es tan grave el hecho de que después empezara a dormir en la tuya sino el modo en que lograste que dejara de dormir en la mía. Ni la guerra de Malvinas, ni el Mundial, ni Maradona expulsado contra los brasucas podían igualarse. Una tragedia griega, otra que Sófocles. Mirá, te juro, Antonio, lo que más bronca me da es haber sido tan gil, cómo me comí el amague de tu amistad.
Recuerdo muy bien tu ingreso a la Sociedad Gardeliana pretextando una admiración por el Mudo que, por supuesto, no sentías. Aquel balurdo que inventaste diciendo que tu abuelo, carpintero y guitarrista nacido en el Abasto, había estado a punto de tocar con Gardel si no hubiera sido por aquella sierra que le rebanó el dedo gordo de la mano izquierda. Gracias a eso entró Barbieri, decías. Esa mañana lluviosa de junio de hace tantos años, se cumplía un aniversario más del infausto día de Medellín y estaba toda la hermandad reunida en el laguito del Parque Independencia. Con un cuadro del Mudo que habíamos colgado de una palmera improvisábamos un acto de homenaje y justo cuando el pelado Carrasco estaba a punto de depositar la ofrenda floral me di vuelta y te vi. Trajeado a lo Gardel, el gesto adusto y humildemente apartado del grupo posando con esa dignidad de varón que tan bien sabés fingir. Así hiciste tu ingreso. Me empaquetaste de lujo, te hiciste mi amigo pero ya tenías la mira puesta en Alejandra. Claro, la tenías bien junada porque eras habitué de aquel piringundín de Pichincha donde ella se lucía como cancionista de la Típica del Colorado Moreno. Por eso no quiero salir, Antonio. No sé si quiero encontrarte.
Pero supongamos que ofrezco el pecho al helado atardecer de este día de junio y supongamos que te encuentro a la vuelta de la esquina. Supongamos que haciéndome el gil te invito a cenar y supongamos que aceptás, que pedimos el Malbec de siempre y la tablita de fiambres que tanto nos gustaba, supongamos, además, que en la charla sale el tema de aquellos sucesos de abril y supongamos, total, ya que estamos suponiendo, supongamos también que este rencor que me atormenta desde hace tanto tiempo me empieza a subir de las tripas al corazón. Supongamos, entonces, que agarro el Tramontina con manguito de madera y remaches plateados, el Tramontina de hoja brillante y aserrada (como la sierra que le cortó el dedo a tu abuelo) y supongamos que así, sin más, te lo clavo en la yugular y que de pronto brota tu sangre a borbotones y mancha el mantel a cuadros azules y blancos y tu cabeza cae sobre las aceitunas de la picada y las aceitunas ruedan por el piso de granito como bolitas de purrete arrabalero y tu mano derecha, con reloj y todo, se derrumba blanda, inarticulada, como un pedazo de estopa a un costado de la mesa, y entonces… por eso dudo, Antonio, por eso dudo.