Un represor de los años 70 sigue activo. “El Dogo”, exonerado de la Armada y condenado en los juicios por violaciones a los derechos humanos, no tolera linyeras, andrajosos, ni mendigos. A la lista de sus rechazos se suman discapacitados severos, travestis y ladrones de poca monta. Si fuese por él, resolvería de raíz el problema de quienes duermen en la calle y afean la ciudad. “¿Qué sentido tienen sus vidas miserables? Eliminándolos les haría un favor a ellos y a la sociedad”. El viejo exmilitar que vive solo con su perro dogo, repudiado desde hace años por su hijo que no soporta llevar el mismo nombre y apellido de un torturador, se convierte en un asesino serial en el barrio porteño de Chacarita. No le tiembla la mano para matar a los que detesta, a los indeseables, a los que no encajan. Hay novelas que logran meter el dedo en la llaga de heridas que siguen abiertas, sin el temor a que la epidemia de corrección política las conviertan en textos inocuos. En Sangre de mi sangre (Aurelia Rivera Libros), Martín Baintrub apela al género policial para narrar una historia de ritmo trepidante con una escritura concisa que va al hueso también de lo incómodo y lo molesto.

La cuarta novela de Baintrub se desliza por la cuerda del verosímil, como sucede también con las tres anteriores. La primera, Descansar en paz, devino una película que se estrenará en Netflix dirigida por Sebastián Borensztein y protagonizada por Joaquín Furriel, Griselda Siciliani y el Puma Goity. Ambientada en los años 90, la trama da cuenta de la decisión que toma Sergio cuando se dirige a ver a uno de sus acreedores que lo venía amenazando para que pagara y escucha la explosión de la AMIA. Entonces arroja sus documentos sobre las ruinas de la calle Pasteur y huye a Paraguay para empezar una nueva vida. El paradigma narrativo cercano a lo verdadero, a lo que es creíble o puede suceder, también está presente en Pagar, vas a pagar y Los huerfanitos. El escritor, arquitecto y publicista, que nació en Buenos Aires en 1960, recuerda que en quinto año de la escuela secundaria, nada menos que en 1976, uno de sus compañeros era el hijo de un integrante de la Marina. Muchos años después se enteró de que fue uno los principales represores de la ESMA.

“Yo tenía un primo que había desaparecido en el 75, Claudio Slemenson, un militante de la Jotapé bastante reconocido, sabía bien lo que estaba pasando y evitaba todo lo posible a este compañero”, cuenta el escritor. “Aunque tenía un perfil muy raro; era muy jiposo y estaba todo el día tocando la guitarra y fumando porro. Además, era pésimo alumno. Como yo era buen alumno, me pedía que lo ayudara. En un momento, antes de una prueba, me invitó a su casa para estudiar. Y fui”. En el 84, cuando supo quién era el padre de su compañero, le impresionó mucho haber estado en la casa y se preguntó cómo habría sido la vida familiar. “Esa vez no lo vi a su padre, sólo estaba él… ni siquiera estoy ciento por ciento seguro de que viviera con el padre. ¿Cómo sería la relación de ese padre represor con un hijo jipi, que no parecía tener nada que ver con el padre? De hecho el pibe terminó viviendo cerca del cerro Uritorco y tocando la guitarra”.

Baintrub --que dirige Persuasión, una agencia especializada en comunicación política-- tiene una cuenta en Facebook muy activa, donde escribe lo que él define como “pequeñas viñetas de la vida cotidiana”. En muchas de esas viñetas se refiere a su relación cercana con homeless. “Me interesa mucho escuchar el relato de sus vivencias en la calle; es muy común que hablen de las agresiones que reciben porque dicen que son lo que sobra, lo que nadie quiere ver. En la Argentina y en otros países es muy común que maten homeless, que los prendan fuego, que les rompan las cosas que tienen”. En el breve prólogo de la novela repasa las víctimas recientes. En 2019 dos personas en situación de calle fueron prendidas fuego en el barrio de Mataderos. En plena pandemia se conocieron los asesinatos de dos mujeres: Violeta, que vivía en las calles de Barrio Norte, y una joven que lo hacía en la calle Godoy Cruz, en Palermo. Al final de la novela, en los agradecimientos, menciona a Marcelo González, “su amigo homeless” con quien se encontraba todas las mañanas en la avenida Sarmiento, en la cuadra del ex zoológico.

-¿Por qué te interesaba transformar a un represor que ya cumplió su condena en un asesino serial que mata a personas en situación de calle, travestis y discapacitados?

-Me parece que es un debate válido para la sociedad preguntarse qué hacemos con todo lo que nos molesta. En la novela menciono a Pablo Calvo, un periodista de Clarín que murió, que escribió un libro que es increíble, Los mendigos y el tirano, en el que relata que en julio del 77 (Domingo) Bussi tomó la decisión de juntar a todos los linyeras de la ciudad de Tucumán, los subió a un camión y los tiró en Catamarca, en el medio del campo, para que se murieran de frío y de hambre, porque no quería que (Jorge Rafael) Videla viera la ciudad fea. La “mala suerte” para Bussi fue que alguien los encontró y los llevó de vuelta a Tucumán y ellos contaron lo que les pasó. No sabemos qué hacer con lo que no nos gusta de la sociedad. ¿Qué hacemos con los homeless, con los discapacitados severos? Hay que encontrar la forma de convivir.

-¿Cómo explicás que el “El Dogo” no tenga ninguna empatía? ¿Por qué nada lo conmueve?

-Creo que sólo lo conmueve su hijo y también su nieto, a quien busca conocer, y por eso viaja a Córdoba. Cuando uno imagina un personaje tan extremo, si tuviera cierta empatía, no podría hacer lo que hace. Hay cierta empatía de él con el sufrimiento que trata de aliviar, como por ejemplo a la madre del chico discapacitado. “Esta mujer... que tiene que cargar con ese hijo…” Él, en un punto, siente que la está ayudando. Y lo mismo le pasa, dentro de su bronca, con los homless: “para vivir así, tirado en la calle”… Algo de eso hay en el personaje; pero, claro, no puede ser empático en términos normales porque no podría ser un asesino serial. Tenía que ser un psicópata, un personaje que ya había hecho cosas aberrantes.

-La novela parece dinamitar un prejuicio: que el hijo de un represor sea una réplica ideológica de su padre, ¿no?

-Sí. Está la historia de la hija de (Miguel) Etchecolatz, que se cambió el apellido. ¿Los hijos tienen que pagar por lo que hicieron los padres? Los hijos de los nazis que tanto daño hicieron, ¿qué culpa tienen esos chicos? Algunos han abrazado las causas de sus padres, pero hay otros que no. Mi sensación con mi compañero de la secundaria es que a él le pesaba ser el hijo de un represor. La hermana, que fue una actriz más o menos conocida y que murió hace unos años, se cambió el apellido para despegarse del pasado de su padre. Todo esto forma parte de cómo procesamos lo que pasó en la dictadura. Queda el dolor en las familias de las víctimas, que han sido tan golpeadas con los secuestros y las desapariciones, y cómo pudieron procesar todo lo que sucedió sin violencia, a través de los juicios, de forma civilizada y democrática, incluso en momentos en que parecía que no iba a haber justicia con los indultos.

-¿Cómo analizás la actitud de los represores respecto de su accionar en el pasado?

-Los represores no se arrepintieron ni pidieron perdón. No dijeron: “Nos equivocamos; fue una animalada”. Hay varios libros que toman la posibilidad del encuentro entre víctimas y victimarios. Una es la novela Patria, de Fernando Aramburu. En V13, el libro de Emmanuel Carrère, una madre de una de las chicas que murió en el atentado en París quiere escuchar al tipo que mató a su hija. Acá esa escucha no es posible porque no hubo represores que pidieran perdón, que se hayan arrepentido por las torturas, los secuestros y la apropiación de niños.

Hay lecturas previas que fueron fundamentales para la escritura de Sangre de mi sangre. Le impactó Magnetizado, de Carlos Busqued, que es una larga entrevista al asesino serial de taxistas Ricardo Melogno. Otra lectura que caló hondo fue El adversario, de Carrere, sobre Jean-Claude Romand, que mató a su mujer, a sus hijos y a sus padres e intentó suicidarse porque su familia estaba a punto de descubrir la verdad sobre él: que no era médico ni investigador en la OMS. En la cuarta novela de Baintrub, un policial “con un asesino serial al límite”, como la define el autor, “El Dogo” es buscado por una dupla policial que se las trae: Gorodinsky y su jefe Bártoli. “Me gusta mucho la novela negra, necesitaba su dinámica, que se pueda leer de corrido. La novela tiene algo particular, que es la figura del policía judío semi ortodoxo. Yo corrijo mis novelas con Elsa Drucaroff y comparto y discuto mucho con Silvia Caporaso y fue Silvia la que me cuestionó el personaje de Gorodinsky; para ella estaba ablandando la novela con una cosa graciosa. Para mí es una novela durísima que necesita morigerarse. Entonces me pareció bien desarrollar un policía judío en una fuerza antisemita”.

-¿Qué te permite explorar el policial?

 

-Nosotros estamos en un contexto donde es difícil encontrar lectores porque hay muchos estímulos por afuera de la literatura como las distintas plataformas de streaming; hay tantas opciones fáciles de conseguir que te permiten ver algo lindo, entretenido, divertido. Mis cuatro novelas son muy ágiles, se leen de corrido, y eso es algo que busco, no es una cosa que sucede por casualidad. El policial siempre fue un género atractivo porque todo el tiempo genera la necesidad de saber qué va a pasar. A mi me encanta leer Los llanos, de (Federico) Falco, pero no es fácil para la gente que no está muy acostumbrada a leer. Yo creo que mis libros los leen quienes no necesariamente son grandes lectores. Muchos me dicen que se los llevaron a la playa o que los leyeron de un tirón. Todo lo que escribo me lo imagino filmado y eso tiene que ver con la forma en la que escribo. Me considero más un contador de historias que un escritor.