Ángela, una señora del servicio doméstico que me ayudaba con la limpieza una vez por semana, me hizo aterrizar de golpe en una villa. Recién llegada a la ciudad yo estaba más atrapada por lo que se veía en sus primeras filas que por lo que se relegaba a sus rincones. Venía de Chañar Ladeado, un pueblo santafesino donde no había diferencias extremas, aunque el más rico se hacía la casa más grande y compraba el auto más caro, el pobre también tenía un techo que lo protegía, aunque lo alquilara; eso tranquilizaba la injusticia de la desproporción, la de los techos y también de otras desproporciones. Algunas cobraban ribetes inusitados: Un intendente del pueblo dijo una vez: "Tengo a Chañar Ladeado en un puño", levantando el puño en un pueblo de unas diez cuadras por diez.

En Rosario, con Ángela, la dimensión de la diferencia fue brutal; yo le había regalado una valija para que guardara la ropa porque ella no tenía dónde, en una ocasión tuvo que irse unos días a ayudar a una hija en problemas, le llevó más tiempo de lo pensado; cuando volvió a su villa encontró la valija destrozada, comida por las ratas. No podía escuchar que me lo contara sonriendo avergonzada, mostrando una encía en la que faltaban casi todos los dientes.

Muchos años más tarde acompañé a una de mis hijas a una villa de La Travesía, ella tenía que dar una función de títeres, y nunca habíamos estado en el interior de ninguna. El lugar era igual a lo que queda después de una bomba. Chicos y grandes vivían entre restos, restos y más restos, los restos servían para todo, para levantar paredes, para hacer los techos, para la ropa, para la comida. Y los otros restos, los que no eran más que basura descartable y no podían reciclarse, y se hacían a diario, nadie pasaba a buscarlos. Contrataban de vez en cuando, cuando podían, un camión que se los llevara. Por donde se mirara se amontonaba lo mismo. Era como en una guerra, pero sin guerra. 

Apenas comenzaba el siglo XXI cuando llegué a la institución Chicos, a Chicos iban los pibes que se rebuscaban en la calle, la mayoría abría puertas de coches o limpiaba vidrios. En Chicos se podían bañar, conseguir ropa limpia que se iba reclutando, un almuerzo que la cocinera variaba. Aprendían oficios: carpintería, panadería, técnicas de impresión, pero todos esos oficios tenían para ellos poco futuro, no los empleaban si adivinaban que venían de las villas. Durante cinco años tuve ahí un taller de lectura y creación. Todas las semanas pasaba algo terrible, en la calle los chicos estaban muy expuestos, sujetos a todo tipo de acosos, todas las semanas Chicos tenía que rescatar a alguno de alguna comisaría o visitarlo en el hospital. Pero los chicos iban al taller, no faltaban, en el momento de la lectura estaban profundamente concentrados; Cortázar, Borges, Fontanarrosa, y tantos otros, pese a las diferencias entre autores la lectura iba fácil de uno a otro, la lectura era lujosa, un acceso a lo de más valor; al principio se escogían tramos, secuencias no tan extensas, después el desafío aumentaba; leyendo pasaban un momento gozoso. Un día un chico vino feliz al taller porque había encontrado en la basura El juguete rabioso, desde ese momento todos se entusiasmaron con buscar libros en las bolsas abandonadas. Algunos escribían admirablemente. 

Cuando hace un par de años vinieron a Rosario los pibes de Buenos Aires, a presentar su revista La Garganta Poderosa, de cultura villera, dejaron brillar sobre las mesas en el aula repleta de estudiantes del Iset 18,  todos los números que habían sido capaces de editar. Uno de ellos se paró delante del público agarró un micrófono y dijo: ¡Nos deben de todo! Nos deben cultura, nos deben conocimiento ¿Saben cuánto nos deben?

Hoy hay movilización en las calles pidiendo por una ley de emergencia alimentaria y una lucha por fortalecer los merenderos y comedores colectivos a los que llega cada vez más gente.

Si la respuesta es seguir postergando la urbanización de la villa y mantenerla condenada a su vida de condiciones miserables "la humanidad retrocede en cuatro patas".