Algunos periodistas se preguntan por qué en un país como el nuestro, con un movimiento lgtbi en cierta manera tan fortalecido por su reconocimiento político y las leyes que consiguió consagrar, hay tan pocos candidatos propios en las listas partidarias para las próximas elecciones. Y es verdad que, en cuanto a los gays, solo uno logró ser incorporado al catálogo de los nombrados, y no he leído hasta ahora que alguna lesbiana haya podido imponerse para participar de la compulsa. Sí, en cambio, varias personas trans figuran en posiciones comentadas aunque -creo- no con posibilidades ciertas de ensanchar con su presencia y con justicia las bancadas legislativas. He ahí entre los expectantes a Tomás Máscolo, periodista trans muy conocido por sus textos en formato digital para La izquierda a diario, y Máxima Fernández, en la boleta del PTS/FIT. En el conglomerado de Unidad Ciudadana y acaso en alguna otra alianza que se me escapa, Alma Fernández, Paula Arraigada, Marcela Tobalda, Daniela Castro y Camila “Spears” Maza. En el capítulo sobre las sexualidades contrahegemónicas se autorizan nombres y rostros reveladores pero en el umbral electoral del testimonio.
Es decir que las personas trans han sido convocadas por sobre gays y lesbianas, seguramente a causa de su indiscutida situación de exterioridad radical en el proceso de asimilación a la democracia capitalista. En una época como esta, en que las llaves de la polis han sido otorgadas con tanto cálculo y fasto a los otrora denostados disidentes sexuales, siempre y cuando se cuadren ante sus exigencias y sus templos pecuniarios, la emergencia inquietante en los setenta de un Harvey Milk, asesinado de inmediato, o incluso más tarde en España de la trans Carla Antonelli, han dejado de ser hitos dentro de la historia lgtbi global, porque su aparición dentro de las instituciones democráticas, en ese momento, fue condición para interpelar el sistema desde su propio centro de operaciones.
Los tiempos ahora son distintos, la democracia liberal está siendo discutida en cuanto a sus frutos liberadores, sus instituciones sospechadas de servidumbre, el Estado mismo -incluso aquel que ha tomado para sí la responsabilidad del desarrollo y la mejora de la vida en común- se muestra a menudo voraz en anular la autonomía y energía de los movimientos populares (el vice de Bolivia, García Linera advirtió hace poco “nos estamos equivocando. Esta recuperación de los gobiernos como argumento central del desarrollo… no es el camino. Debemos retomar una dialéctica de los movimientos”).
Los movimientos, entonces, más que la representación parlamentaria o el ejecutivo, parece decirnos García Linera. Ese vasto dinamismo autorreflexivo que, en el caso del lgtbi argentino, consiguió originar una coalición interesante en el pasado; un estado de asamblea desde el cual, por ejemplo, se forzó la inclusión de la cláusula antidiscriminatoria en la constitución de la ciudad de Buenos Aires, revolviendo hasta los baños de la Constituyente, donde ni tiempo se les daba a los diputados a evadir respuestas mientras se subían las braguetas. Una manera multitudinaria, esa, de aparecer como universo de singularidades contra la hegemonía política de entonces y ensanchar, en alianza con otros cuerpos vulnerados, el concepto de clase. Y no juego con esto al anarquismo ingenuo, porque sé hasta qué punto es necesario urdir tretas y estrategias políticas para conseguir la sanción de leyes a veces contra el primer impulso de mandar a todos a la mierda, incluidos aquellos a quienes acusamos con justicia de querer lavar sus intereses o su barbarie con concesiones a nuestro movimiento, buscando convertirnos en instrumentos o cómplices de sus guerras culturales y económicas.
Por eso, en este proceso eleccionario, me atrevo a preguntar si es realmente necesario perseguir cargos parlamentarios, incluso si la intención es provocar a un congreso tan deslucido como el actual. Ni siquiera menciono la posibilidad de aventuras personales, porque confío en las buenas intenciones de quienes batallan por llegar al diploma. No me insulten. Pero la historia reciente nos viene enseñando que lo que se llama “soberanía popular” se mueve en ocasiones contra la “soberanía estatal”, y hay en aquella algo intransferible. Las instituciones del Estado precisan legitimarse mediante las decisiones autónomas del pueblo, pero a la vez le temen. Creo en la necesidad de preservar la distancia entre las dos soberanías, la popular y la del Estado. Para que por ejemplo, a causa de la obediencia partidaria o con el poder ejecutivo, no emerjan funcionarias feministas o representantes que callen políticas públicas contra las mujeres. O gays paquetones que no batallen como se debe por el cupo laboral trans, olvidándose una vez más de los siempre olvidados.
La negociación menos frustrante, creo, es la que se lleva adelante desde el exterior de las instituciones y con espíritu crítico. La que no busca la deslegitimación de aquellas pero tampoco ser absorbida por las mañas de un sistema de representación liberal hoy tan insuficiente. Tortas, travestis, intersex, maricas: un esfuerzo más, como diría Sade, más allá de los cargos electivos para 2017, para preservar singularidad, autonomía, resistencia y alianzas. Y, por supuesto y para opinar contra mí mismo, hagamos votos para que las candidaturas trans consigan lo que se han propuesto.