Sonó la campana y los chicos se levantaron. El ruido de las tapas de los bancos rebotando al soltarlas, las risas y los chau resonaron en el aula aún en construcción. La Colo se puso el buzo rojo con capucha, regalo de su madrina para su cumple de 10, tomó la mochila, guardó cuaderno y lápices y cerró con ambas manos el cierre, algo roto por el uso del dueño anterior, el hijo de una de las señoras para las que trabaja su madre, limpiando por horas.
Salió a la calle y el hedor del agua estancada en la cuneta le anticipó el paisaje de basura que la acompañaría hasta la casilla de cartones superpuestos y techo de chapa, sujetado con piedras y cubiertas desechadas. Sus cuatro hermanos menores estarían jugando en el patio de tierra apisonada, frente a la puerta con cortina de tiras de corchos y tapitas de gaseosas que los niños recogían cuando salían al centro, tirando de un carrito de dos ruedas armado por su padre, antes de que se volviese a Misiones, el año anterior.
Ese día la Yami no había ido a la escuela y la Colo caminaría sola hasta su casa. Cruzó la calle esquivando charcos para alcanzar una vereda de pasto crecido. En una esquina, tres adolescentes que hundían la nariz en bolsas plásticas le dijeron cosas que ella no entendió.
Pasó por el kiosco de la Olga, la saludó con una sonrisa y siguió, frente a casuchas encaladas y gallineros abiertos. Cruzó la placita seca en diagonal y decidió ir por otro camino para evitar pasar por la remisería: allí los choferes esperaban viajes entre latas de cerveza y vino en caja. Sabía que debía evitarlos. El trayecto sería más largo, pero creía que podría llegar.
Era el mes de julio y a esa hora de la tarde, los últimos rayos del sol se filtraban tenues entre las nubes rosadas. Se metió por uno de los pasillos que no conocía. El paso se hizo cada vez más estrecho y dejó de ver las nubes sobre su cabeza. Ahora la vista era de remeras de futbol y pantalones coloridos secándose al viento.
Tuvo que apretarse contra la pared de ventanas enrejadas cuando se cruzó con un par de mujeres con bolsas de compras y más tarde con un hombre con una carretilla llena de arena. Pronto oscureció y desconoció el lugar. Por un momento, consideró volver sobre sus pasos, pero tampoco estaba segura del camino que había seguido. La animaba llegar para que sus hermanos se repartiesen los dos bizcochos que les había guardado para remojar en el mate cocido.
Apuró el paso hasta salir del pasillo a una canchita donde los yuyos habían casi ocultado los arcos improvisados. No escuchó aproximarse al chacal. Lo vio cuando salió desde el pajonal y se paró frente a ella. Era uno de los pibes que había cruzado antes. Atinó a esquivarlo. Había aprendido a hacerlo. Sin decir nada, solo debía apartarse e ignorarlo. Disimular su miedo, mostrarse segura, apenas mirarlo. Pero esta vez no fue suficiente: el chico la tomó de un brazo, le cruzó una mano sobre la boca y la arrastró al centro de la canchita. El grito se ahogó sobre los dedos con olor a nafta. Resistió con las piernas, intentó frenarse en el terreno blando que se deslizaba bajo sus talones desnudos. Sentía las cortaderas azotándole la cara. En segundos eternos, la calle desapareció ante sus ojos. Escuchó el golpe mientras perdía el conocimiento. La sangre se confundió con su capucha.
La buscaron durante tres días. Su madre, su madrina y la Olga aparecieron en los medios, detrás de pancartas y de barbijos mojados.
Al cuarto día nadie volvió.