En Ladran Sancho, un espacio independiente del Abasto más volcado a la música que al teatro, los domingos por la tarde sucede una aventura que condensa mucho trabajo, ingenio, humor y poesía. Se trata de Himalaya, tercera obra del autor y dramaturgo Juan Seré. Este creador ya estrenó dos piezas que no pasaron desapercibidas, Yacarazo y Pelotari. La muerte, la soledad, lo sobrenatural y la naturaleza asomaban en aquellos trabajos que cruzaban un clima de cotidianidad y de extrañamiento. En su nueva apuesta estas cuestiones se amplifican. La compañía que fundó, junto al grupo de intérpretes con los que viene trabajando desde hace un par de años, se llama Rojo Accidente. Hacen mucho más que actuar: intervienen en la escenografía, el vestuario, el sonido, las luces y ciertos aspectos de la producción y difusión. Son además amigos, discuten y comparten visiones de la vida y el arte.
La transformación del espacio que lograron en Himalaya impacta: que los pocos metros de la sala transmitan la altura, los picos nevados, el viento y la desolación es un hallazgo impresionante. Y lo hacen con síntesis y contundencia: apenas unas telas grises, un diseño de luces muy sutil y un sonido cautivante de efectos digitales, grabados e instrumentos ejecutados en vivo, además de pasajes cantados en lenguas extrañas. En este micromundo de altura y frío se desarrolla la trama. Un grupo de personas se embarca en el ascenso al monte Manaslu, uno de los picos más altos del mundo ubicado en Nepal, que integra la cadena del Himalaya. Son Blas (Pablo Bronstein), el organizador del proyecto totalmente desoído por el resto, su mujer (Belén Ribelli, una señora de la casa trasladada a la montaña, coqueta y gruesa, que busca afecto en los demás escaladores), dos alpinistas cancheros (Francisco Ortiz, Eloy Rodríguez), la entrañable exnovia de uno de ellos (Carolina Stegmayer), los sherpas (Gastón Filgueira, Nicolás Levín, Marcos Krivocapich, Luis Tenewicki, habitantes nómades de la zona que marcan el camino para que los deportistas puedan ascender), un hombre solitario tironeado entre Oriente y Occidente (Manuel Iglesia), una cabra burlona (Agustina Trimarco) y el espíritu de la montaña (Jennifer Sztamfater). Todo en escenas breves que se suceden en distintos planos (frente al público, en un lateral, ascendiendo o bien al fondo), con actuaciones intensas, cercanas a la parodia y al absurdo, y con un tratamiento del lenguaje muy elaborado.
“Todo viaje es hacia adentro. Depende de lo que cada uno entienda por conquistar la cima”, afirma Seré a PáginaI12. Lo cierto es que los personajes de esta fábula sostienen un afán de conquista y de heroicidad que pronto revela su contracara. Basta con ver sus ropas kitsch (parecen salidos de una película de Wes Anderson) o vislumbrar las profundas carencias, las debilidades y las penas que los habitan. Blas es pura ambición desmedida, su matrimonio hace agua; los alpinistas tienen un ego notable y bastante torpeza; la ex de uno de ellos hace de todo para reconquistarlo con muy poco éxito; y la relación de todos con los sherpas se basa en el dominio y la explotación. “Hubo una etapa en que ensayamos por separado: con los sherpas por un lado, con los alpinistas por otro, con el asceta, con la cabra y la montaña. Sirvió para imprimir colores diferentes a las actuaciones. Con todo ésto proponemos este encuentro de dos mundos: los blancos y los sherpas, que también puede ser el de los ricos y los pobres”, agrega Seré. Este artista se formó en el UNA y reconoce a Andrea Garrote, a quien asiste actualmente en sus clases, como una de sus maestras. Oriundo de Zárate, llega a los primeros ensayos con ideas que sirven como motor para improvisar. Luego viene un reencuentro con los actores y el texto ya escrito, y el proceso de creación se enriquece con un ida y vuelta entre el papel y lo que va apareciendo en escena. Algo que se evidencia en la variedad de voces que se cruzan en Himalaya: la impostación y grandilocuencia de Blas, cierta poesía en el habla de los sherpas, quienes además manejan acentos parecidos a los de algunas provincias argentinas, produciendo un efecto de gracia y misterio; los versos de la cabra. Una paleta de sonoridades y de actuaciones expresivas y exaltadas delinean así un mundo poblado de matices. Un universo que resulta reconocible por los conflictos humanos que plantea, pero que también desconcierta, envuelve al espectador y se aleja de la realidad para proponerle otra. En suma, un viaje a la fantasía que emociona y estimula la reflexión.
Muchos de los intérpretes se formaron con Garrote: “Tienen una impronta energética que los predispone para una actuación no realista, que busca su propia verosimilitud”, advierte el director. Stegmayer agrega: “Sabemos que el teatro es algo que no tiene sentido más que para unos pocos. Está basado en una convención, es una pavada total, pero desde ahí nos tomamos las cosas muy en serio, disfrutando y con humor”. En estos años de trabajo fue surgiendo la necesidad de constituirse como grupo de trabajo. “Hacemos todo nosotros. Nos tomamos el tiempo de investigar, de buscar la estética que nos interesa. Es un modo de tejer desde muchos lugares a la vez y nunca solo. De involucrarnos en varios aspectos de la obra”, coinciden Bronstein y Stegmayer. Ladran Sancho es su casa. Ahí montaron las tres obras y vuelven siempre. Allí tienen la posibilidad de ensayar, hacer la escenografía, pulirla, diseñar el sonido, las luces y llegar al estreno con comodidad. “Son condiciones que no abundan”, sintetiza Ribelli. Están tan embalados que vienen estrenando una obra por año. El próximo 4 de septiembre a las 19 horas darán a conocer Nenamala, hablada en verso y con un planteo también metafórico: una peste, la niña en cuestión, tiene sitiada la ciudad a la que llega el protagonista, en busca de una medicina que salve a su abuelo.
Himalaya se presenta los domingos a las 18 en Ladran Sancho (Guardia Vieja 3811) con música original de Ismael Pinkler y Eloy Vicario Malich, y escenografía de Federico Dirrheimer y Juan Seré.