Como hijo no reconocido del tango y el cine italiano, amo al teatro callejero propiamente dicho, aquél que se brinda a cielo abierto durante todos los días del año. Alguna vez le escuché cantar a Juan Carlos Baglietto, sobres las tablas del club Unión y Progreso, " usted que está allí/ nosotros arriba/ la calle, el escenario/ digamos mejor/ que es necesario/ actuar para vivir”, todos somos actores anónimos con un guion propio, disfrazados de personas intentando hallar una verdad. Muchas veces pienso de qué nivel tendrían que ser los actores y actrices profesionales para poder lograr una acertada interpretación de ciertos personajes que perfuman con su poesía los barrios rosarinos.

Ramona no sólo lleva idéntico nombre de la creación de Lino Palacios, también ejerce el mismo trabajo, limpia casas por la zona. Ostenta una sonrisa perenne, genuina, propia de la tierra, cargada de historia, tal vez la misma con la que se topó Cristóbal Colón. Cada vez que nos cruzamos sé que faltan cinco minutos para las 7 de la mañana. Siempre camina ligero, con las mismas fuerzas, nunca se detiene para hablar conmigo, pero nos decimos cosas, a modo de cálidos saludos en movimiento. Ambos sabemos que la mayoría de los que se quejan del calor en medio del verano, nunca trabajaron en la calle, creen que rocío es sólo un nombre de mujer, han visto las heladas en el freezer y los amaneceres en vacaciones. Sus patronas, con necesidades básicas satisfechas, víctimas de depresiones constantes a causa de conflictos existenciales, necesitan de su sentido del humor y su "extraña manía de creer en la vida”, aunque desconocen que dos de sus tres hijos tomaron el camino equivocado, y al más chico "parece que le gusta estudiar, le compré una computadora…vamos a ver qué pasa". Hace un rato pasó y me alegró el día cuando le comenté, "ahora vendrán los lamentos por el frío en boca de los mismos que se quejaban del calor", dándose vuelta para mirarme a los ojos, sin dejar de caminar, me dijo, " lo que se extraña es la ausencia".

No existe plaza de un pueblo que se precie, en la que no sea propietario un loco. En el pueblo de Alberdi, Pablo trajina los senderos geométricos bajo el sol, la lluvia y las estrellas. Ambos se necesitan, se retroalimentan, sirven de muestrario para los ciudadanos cuerdos, constituyen una forma de recordarles que tanto el verde espacio como la negra demencia se encuentran a la vuelta de la esquina. La vez que le pregunté con quién hablaba a los gritos durante todo el día me contestó: "No te lo puedo decir", cuando quise saber su edad, me habló de 7000 años. Sus discursos incoherentes están mechados con frases del libro que más leyó. Una mañana se acercó en silencio y me regaló una frase que me dejó pensando, "los muertos nada saben, los vivos saben que van a morir". Después de rumiar un largo rato el sentido de dichas palabras se me ocurrió preguntarle entonces si la expresión que usamos habitualmente, "estoy peleando a la vida" está mal usada y debiéramos decir “pelearle a la muerte". Sin dejar de caminar en círculos me confirmó que ambas expresiones eran correctas ya que la vida también mata… mata sueños.

Durante un tiempo fui cliente de Manuel, le compraba pañuelos descartables que ofrecía en su camino al hospital con el fin de buscar su medicación, comencé a tejer una amistad el día que lo vi parado en una esquina, mirando impaciente en dirección al río, en clara posición de espera de algún transporte público. Después de dos horas de observar su caminar monótono hasta el medio del empedrado, mirar el horizonte y volver sobre sus pasos, me acerqué con la intención de advertirle que, en el caso de que estuviera esperando algún colectivo, no pasaba ninguno por dicha arteria. Después de agradecerme, me confirmó que el bondi que lo dejaba cerca de su casa era el 103, y sabía perfectamente que no era parte del recorrido habitual de dicha línea, sólo le gustaba esperar lo inesperado, para él no tenía ninguna gracia aguardar aquello que sabía que iba a pasar, era una de las tantas maneras que tenía de seguir creyendo en la magia. A partir de aquél momento recibí con alegría su visita de cada miércoles, nunca me dejaron de sorprender sus comentarios tan brillantes como desopilantes. Con el paso del tiempo se animó a confiarme que era músico y escritor, con varios artículos publicados en una revista interna del psiquiátrico de Oliveros. Uno de sus poemas que alcancé a leer, me quedó grabado para siempre, “pobre y enfermo/ soy muy feliz cuando duermo/ enfermo y pobre/ disculpe que esté y estorbe."

 

Inocente como animal, canalla como cristiano, de gorra gris, bufanda oscura y el mismo tango de siempre silbado entre los labios, el Ale solía visitarme todas las mañanas para leer las noticias policiales de prestado y buscando oídos que lo escucharan sin juzgarlo. Como todo ladrón, según afirma el Tata Cedrón, estaba enamorado de Rosita. No dudaba en elegir la cárcel como mejor lugar para vivir, allí no le daban ganas de robar. Me contó que su orgullo le impedía pedir ayuda para curarlo de su adicción al consumo, considerado una rata para sus semejantes y un endemoniado para el cura que lo albergó durante una temporada en una granja de rehabilitación, a quien no dudó en proponerle modificar los mandamientos para salir de la hipocresía. Si bien el amigo de lo ajeno aseguraba no haber matado a nadie nunca, su personalizada tesis manejaba la hipótesis de un atraco con un final fatal para el propietario del bien realizable en cuestión. En dicho caso la sociedad condenaría al victimario por dos pecados escritos en la piedra, pero, en caso contrario, muchos ciudadanos honestos, sin culpa alguna de arrojar la primera piedra, festejarían el ajusticiamiento con la alegría del uno menos. Estaba claro entonces, que se defendía la propiedad privada antes que la vida humana, por lo tanto, pedía abolir el quinto mandato divino. En una fría tarde de julio, el ladrón de oficio llegó hasta mí puesto de trabajo con su mochila cargada. Al intentar abrirla ante mis ojos, le advertí que no lo hiciera, que no se equivocara, que él sabía bien que nunca le iba a comprar nada robado. Haciendo caso omiso a mis avisos, extrajo desde su bolso lo imprevisto, una virgen en un estuche de plástico para envolver el objeto con éstas palabras, " No te enojés, viejito…es un regalo…pensé en vos cuando la vi …dicen que sabe hacer milagros". Quedé sorprendido tanto por el obsequio como por la última frase, la misma que el poeta Adrián Abonizio, experto en escuchar las voces de la calle, la había hecho canción alguna vez. 

Nunca rechacé un regalo proveniente del corazón, la llevé a mí casa, la coloqué arriba de la heladera con la esperanza de que derrame sus dones en carnes, quesos y verduras hacía el interior del altar. En primavera la adorno con florcitas del jardín, en invierno le prendo velas y sahumerios, durante todo el año le pido "aunque sea un vuelto chico" para la gente de la calle, para todos aquellos que no sé si aún siguen buscando su verdad, si desistieron, o si fueron encandilados por los destellos artificiales de la mentira, pero a quienes siento profundamente humanos, verdaderos, permeables al amor y al dolor, tal vez, pidiendo por ellos, sea una forma de pedir por mí.

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