Hay un desorden que es un sonido, el lenguaje que se anuda con esa música que llama a la aventura. En Blondi la vida burguesa ha quedado como un manojo de ropa tirada, como una promesa que nunca terminó de encantar. Si bien la vida no es simple (la protagonista sale a hacer encuestas, a ganarse el dinero para mantenerse con su hijo que ya está en la veintena) no hay quejas ni lamentos. 

Blondi ha criado a su hijo sin padre pero no está sola. Blondi y Mirko pasan sus días en un estado que se parece al de una comunidad no declarada. Lxs amigxs de su hijo se quedan a dormir con una naturalidad que no conoce permisos ni aclaraciones. A veces Blondi amanece con la casa llena de adolescentes en el living mientras ella se prepara para salir con su auto donde pasa a buscar a sus compañerxs de trabajo que también son muy jóvenes.

Es probable que Blondi todavía no haya cumplido los cuarenta y se podría parecer demasiado a ese ramillete de veinteañerxs que la acompañan todo el tiempo. Es que Blondi ha construido con su hijo una relación de amigxs, una alianza de compinches que se desentiende de todas las convenciones de la crianza para fundar su lazo y su existencia en un amor que encuentra su propio lenguaje. Alguien podría decir que Blondi es una adolescente eterna y claro que la figura de Dolores Fonzi ayuda a que esa juventud a destiempo se mantenga intacta pero lo más importante de este personaje creado por Fonzi con el cuerpo, el guión y la cámara es esa actitud de discreto disfrute, ese modo de andar como si siempre buscara que la vida la sorprendiera, ese deseo permanente de convertir cada situación (una compra en el supermercado, un viaje para rescartar a su hermana) en un episodio que encierra una pequeña épica, casi invisible o disimulada para el resto pero poderosa para ella y también para su hijo que la entiende y la protege. 

En ese vínculo que crean Blondi y Mirko, que es también una complicidad actoral entre Fonzi y Toto Rovito, él parece, por momentos, ocupar el lugar de padre. Los diálogos y las preguntas entre ellxs desplazan los roles. Él se muestra preocupado por la falta de una pareja para su madre, ella se reconoce feliz con esa vida que arma sin seguir otra regla que las de sus posibilidades y sus deseos en una negociación virtuosa y compleja. 

Blondi es la primera película como directora de Dolores Fonzi y en cada escena se abre un territorio de personajes dispuestos a sorprenderse por sus propias elecciones, a cambiar y también a defender esos códigos que le dan una singularidad. En el guión que Fonzi escribe con Laura Paredes se respira un impulso que está en sintonía total con el carácter musical del nombre de la protagonista. Hay una conjunción narrativa al escuchar a Velvet Underground con Nico y a la banda platense Las ligas menores con esa estela de road movie existencial que dejan la imagen y el sonido. 

Todo en Blondi recuerda al cine independiente norteamericano donde los personajes discuten desde sus acciones con un mundo eficiente y ordenado. En Blondi la vida que conquistaron esa madre y ese hijo tiene la felicidad de las hazañas silenciosas, de esas que parecen no trascender, que no van a cambiar las condiciones del mundo pero que guardan el encanto de una celebración que sucede cuando en el armado del relato lxs espectadores podrían sentir que nada pasa. 

Allí donde la descripción avanza como una fuerza irremediable lo que se derrama es la vida en su marea invisible. Blondi le enseñó a su hijo a instrumentar sus propios sueños, a darle un rumbo a su talento y, de algún modo, ella comprende que esa es su obra, que esos dibujos magistrales de Mirko tienen algo de esa aventura que ella no deja de afirmar con cada situación. Hay un vigor en esa persistencia de Blondi en una vida que parece desprolija, en la manera apegada de criar a su hijo sin que esa simbiosis implique que él pierda su intimidad ni su autonomía. Esa convicción amorosa irradia algo contagioso, descoloca a su hermana y la atrae. Blondi ha creado su propio idioma de la independencia.