Evidentemente, las crisis enseñan. Hacen caer las máscaras de quienes aparecían ante los ojos del público como “periodistas” –serios, independientes, bien informados– y los revela como lo que son: agentes de propaganda, publicistas de los grupos dominantes para quienes este es el mejor de los mundos posibles. Un mundo en donde ocho individuos tienen más riquezas que la mitad de la población mundial y el 1% más rico tiene más que el 99% restante del planeta. Para quienes están en la cima de esa pirámide pretender cambiar este mundo es una locura y una amenaza a sus intereses y privilegios. Por eso organizan una legión de publicistas disfrazados como “periodistas” o “académicos” que se encargan de engañar a la gente sea mintiendo u ocultando lo que el común de los mortales no debe jamás saber. ¿El mensaje? El mismo de Margaret Thatcher: “no hay alternativas”.
La desesperación por abortar cualquier pretensión de cambio, cualquier aspiración a construir una sociedad más justa, humana, amigable con la naturaleza es tan grande que en el día de hoy el periódico conservador La Nación publica las opiniones de dos de sus habituales colaboradores perpetrando un exabrupto que los descalifica para seguir posando como analistas políticos. Andrés Oppenheimer en la edición impresa comienza con un título que anticipa la sutileza de su escrito: “Maduro es un dictador”. Y pocas horas después, en la edición online de ese mismo diario, Loris Zanatta, un historiador italiano especializado en el estudio del nacionalismo católico y el peronismo, ganado por su ofuscación levanta la apuesta de su colega y de un plumazo Maduro ya no es un dictador sino un déspota que preside un estado totalitario.
En épocas normales jamás me habría ocupado de personas que dicen lo que estos dos publicistas. Pero vivimos en un mundo que se acerca temerariamente a su autodestrucción, “tiempos interesantes” según la conocida maldición china que inspiró a Eric Hobsbawm, y en épocas como esta quien calla otorga. Lo que transmiten los editorialistas de La Nación no son ideas sino como dijera Octavio Paz (ese sí que era un intelectual fuera de serie, lástima que involucionó hacia la derecha) simples “ocurrencias”. A ambos los reprobaría en un examen y les exigiría que leyeran cuidadosamente algunos de los textos clásicos en la teoría y la filosofía políticas antes de hablar de dictaduras y totalitarismos. Leer a Carl Schmitt, Sheldon Wolin, Franz Neumann, Hanna Arendt, Max Weber, Barrington Moore, Giorgio Agamben, Domenico Losurdo, Perry Anderson, Juan Linz y, entre nosotros, a Gino Germani para no incurrir en papelones como los que me veo obligado a comentar. Creo que es una falta de respeto para con los lectores hablar de dictadura apelando al Diccionario de la Real Academia Española o al Merriam- Webster. A falta de teóricos reconocidos y respetables en el campo de la ciencia política Oppenheimer cita una autoridad extravagante: el Asesor de Seguridad de Donald Trump, H. R. McMaster, quien según nuestro autor estuvo en lo cierto cuanto declaró que Maduro “no sólo es un mal líder: ahora es un dictador”. McMaster no parece demasiado calificado para dictar cursos de teoría política o hablar de estos temas. Su obra jamás la he visto citada en los textos que seriamente estudian el tema. Es un general del ejército con un doctorado en historia de Estados Unidos y un rudo crítico de las “políticas blandas” aplicadas por la Casa Blanca en Vietnam, cosa que lo pinta de cuerpo entero. Pero las opiniones del imperio no se discuten sino que se acatan y entonces si McMaster lo dijo Maduro “debe ser” un dictador. Extraño, como señalaba Galeano a propósito de Chávez, en un país donde su “dictadura” convocó a 21 elecciones y las dos que perdió fueron inmediatamente aceptadas por el “dictador”, mientras que la oposición “democrática” nunca reconoció sus 19 derrotas. Dictador que acaba de convocar nuevas elecciones para alcaldes y gobernadores, y que si la oposición -que dice contar con la mayoría del apoyo popular- se presenta puede ganar sin ningún problema. Que según el ex presidente James Carter el dictador cuenta con un sistema electoral que es de los mejores del mundo, más transparente y confiable que el de Estados Unidos. Que acepta que funcione una Asamblea Nacional que tiene tres “diputruchos” y que desobedeció la orden del Tribunal Superior de Justicia de convocar a nuevas elecciones para reemplazarlos con diputados legalmente electos. Que admite que el presidente de la Asamblea Nacional, Julio Borges, visite al Jefe del Comando Sur de Estados Unidos rogándole que envíe tropas a Venezuela para restaurar el orden, regrese al país sin ser molestado, convoque a conferencias de prensa para denunciar al “dictador”, continúe con su investidura parlamentaria y su actividad política hasta el día de hoy y nadie lo haya denunciado por lo que en la Argentina sería un gravísimo delito de traición a la patria. Que tiene que vérselas con medios de comunicación opositores que hicieron de la mentira y la difamación su modo de ejercer el periodismo. Si Maduro es un dictador entonces don Andrés tendrá que acuñar alguna nueva categoría teórica para asignar en su tipología a demócratas tan eminentes como el golpista Michel Temer; Manuel Santos, Enrique Peña Nieto, Horacio Cartes y nuestro Mauricio Macri, con Milagro Sala como presa política, Santiago Maldonado como “desaparecido” y la tentativa de nombrar dos jueces de la Corte Suprema por decreto.
Si lo de Oppenheimer es un exabrupto, lo de Zanatta ya se inscribe en otra dimensión: un disparate en donde Chávez termina siendo peor que Videla o Pinochet. Decir que por obra de su déspota totalitario Maduro ha “eliminado la política”, o que en ese país las elecciones “son rituales plebiscitarios llamados a ratificar la unidad del pueblo” (¿Cómo explica don Loris la mayoría absoluta de la oposición en la Asamblea Nacional?, ¿estuvo alguna vez en la hiperpolitizada Venezuela?) o, peor aún, “que el chavismo, el castrismo y el peronismo clásico, al igual que sus antepasados, no son dictaduras simples, sino fenómenos totalitarios” constituyen aberraciones históricas y teóricas que hablan de los efectos tóxicos de algunas sustancias sobre el cerebro de las personas y que las desconecta por completo de la realidad. Mi maestro y director de tesis doctoral, Gino Germani, se estará revolviendo en su tumba al escuchar tan solemne disparate contra el cual luchó toda su vida. Volver con la cantinela del peronismo como “totalitarismo” es un error tan grosero que la Universidad de Bologna debería someter a su profesor a un jurado académico y apartarlo de su cargo por mala praxis, por el imperdonable pecado de confundir ciencia con propaganda.