A menos que el escritor renuncie a ser un ciudadano, estos dos personajes contrarios se disputan su persona, librando un combate despiadado en su interior. Si el novelista derrota al intelectual, malo: a la hora de la verdad, quedarse colgado en el limbo indefinido de la zona gris –del ni sí ni no- anula al intelectual, lo convierte en inoperante y lo invalida como ciudadano, en el mejor de los casos lo vuelve cómplice de la injusticia, y en el peor del crimen; pero, si el intelectual derrota al novelista, malo también: sus novelas corren el riesgo temible de convertirse en ilustraciones de las ideas o ideales o certidumbres del ciudadano, y pueden degenerar en propaganda o pedagogía, en instrumentos al servicio del sí o el no, con lo que dejarían de ser literatura (al menos, buena literatura). Así que lo ideal es que esa discordia no concluya con la victoria de ninguno de los dos personajes: lo ideal es que el ciudadano provea de experiencias, ideas y convicciones al novelista y que el novelista las ponga en cuestión en sus novelas, las zarandee y socave, las someta a duros exámenes de resistencia, para permitirle al ciudadano reafirmarlas, si son válidas, o para obligarlo a reformularlas o incluso cambiarlas, si no lo son. Lo diré con más claridad: yo, como ciudadano, soy totalmente prosistema, porque el sistema en el que vivo es la democracia (una democracia tan frágil y pobre como la española, o la europea, pero una democracia); como novelista, en cambio, soy totalmente antisistema; las novelas que escribo tratan de poner en cuestión mis más profundas certezas personales, mis creencias más arraigadas (incluidas desde luego mis creencias políticas). De esa tensión permanente, de esa guerra sin cuartel, entre ambas versiones de uno mismo debería extraer el novelista toda la energía, la poliédrica complejidad y y el encanto persuasivo de su mundo ilusorio, y el ciudadano toda la puntería de sus ideas y el coraje de sus convicciones.

Es lo que he intentado hacer, de la mejor manera que he sabido, en los últimos años, mientras escribía mis novelas, y al mismo tiempo publicaba de manera regular artículos, ensayos y conferencias. Por fortuna, gran parte de estos textos versan sobre literatura, sobre historia (o sobre el ir y venir entre el pasado y el presente), sobre cine, sobre música, sobre amigos y conocidos, sobre mi propia experiencia personal, asuntos todos ellos que durante muchos años me interesaron bastante más que la política. Pero es verdad que, sobre todo a partir de 2008, empecé a escribir con cierta asiduidad acerca de esta, quizá porque la política empezó a ocupar un lugar más relevante en la vida de todos y me sentía incapaz de fingir que nada estaba ocurriendo a mi alrededor, cuando lo que estaba ocurriendo era la mayor crisis que ha conocido Occidente desde la de 1929. A lo largo de estos años han cambiado algunas de mis opiniones sobre asuntos concretos, pero, al menos políticamente, yo no he cambiado en lo esencial.

No me importa confesar que desde que tengo uso de razón y dejé de ser un adolescente con ínfulas libertarias, soy partidario del socialismo democrático y, como Eric Hobsbawm, que ni siquiera al final de sus días consiguió borrar el sueño de la Revolución de Octubre, creo que la única sociedad en la que merece la pena vivir es aquella que no ha sido diseñada para los ricos, los inteligentes y los excepcionales -aunque esa sociedad debe reservar un espacio y un márgen de acción para ellos- , sino para "las personas que no son nada del otro mundo". Por lo demás no reclamo ningún mérito especial para estos textos, ninguno salvo la libertad, la independencia, la honestidad y la claridad con la que he tratado de escribirlos. 


Fragmento del prólogo de No callar, el libro que acaba de publicar Tusquets en el que se reúnen crónicas, ensayos y artíiculos de Javier Cercas publicados entre 2000 y 2022.