La luz cálida del sol de otoño entra por las ventanas de Alicia Vega, como un proyector de 16 milímetros, igual a los que usaba para pasar las películas en su taller de cine por los barrios periféricos de Santiago de Chile. En plena dictadura militar desde el año 1985 y hasta el 2015, Alicia dedicó su vida a la enseñanza y pedagogía de la imagen, la alfabetización audiovisual y la investigación del cine chileno. Además de ser pionera y una docente incansable, puede dar testimonio fehaciente de cómo el cine es un elemento de transformación social en las infancias vulnerables.
El taller de cine que desarrolló por más de treinta años fue un verdadero refugio para los niños de los barrios más necesitados, un espacio para reflexionar y aprender sobre el arte, en una época donde pocos podían acceder al cine de manera habitual. Gracias a su labor, más de seis mil niños pudieron ver por primera vez una película en una sala. Todas estas experiencias quedaron registradas en el bellísimo documental Cien niños esperando un tren (1988) de Ignacio Agüero, actualmente colaborador de su fundación.
Alicia está sentada frente a mí y juega con un taumátropo, un juguete óptico que enseñaba a hacer a los niños para introducirlos en el artilugio de las imágenes en movimiento. Con sus 91 años, activa y pendiente de su fundación, la historiadora es un ejemplo de lucidez y sensibilidad.
¿Cómo fue su relación de niña con el cine?
--Nosotros más bien teníamos relación con la lectura, leíamos desde muy chicos. Mi papá nos llevaba al cine, él veía primero la película y después nos llevaba los cuatro hermanos. Fuimos a salas históricas de Santiago, que luego desaparecieron. La del Teatro Metro por ejemplo, que pasaban películas de la Metro Goldwyn Mayer, estaba en una calle importante del centro de Santiago. Tenía tres funciones diarias y el día domingo repartían una hoja impresa con los horarios de las películas, tengo la colección completa de las publicaciones que hicieron. Cuando empecé a trabajar en cine, fui coleccionando las cosas que eran importantes para la historia de exhibición en Chile. Hoy la única que queda es el Cine Arte Normandie.
Los talleres de cine para niños se desarrollaron en las comunas periféricas de Santiago. El programa incluía juegos, trabajos manuales, ejercicios de creatividad, proyección de películas y actividades comunitarias. Una de las acciones más importantes del espacio creado y de la que puede dar fe, es cómo el cine y el arte son un elemento de transformación social.
--Exactamente, porque el niño empieza de una manera y termina de otra. Por eso los talleres siempre fueron de más de cinco meses. Para que los niños tuvieran hábitos que desarrollaban durante su participación. Ellos sabían que empezaba a una hora y terminaba en otra, que durante ese tiempo podían conversar mientras estaban trabajando, cantar si querían, era su espacio. No era la escuela, no había notas, a los niños les gustaba mucho eso de que uno le encontrara grandioso todo lo que hacía. Una vez un niño como de 7 años me llamó y quería hablar conmigo aparte, entonces me dijo: "señora, usted es muy inteligente". Me lo dijo con una seriedad enorme, eso fue muy bueno porque no se lo había dicho nunca una profesora de la escuela. También, los niños llevaban a sus hermanos, a los vecinos, le gustaba lo que estaban viviendo. El taller siempre iba creciendo y era un dispositivo de contención para todos.
¿Qué películas trabajaba?
--Fui probando para ver la reacción que tenían. Arranqué por Chaplin, entonces les gustó mucho, pero les extrañó que fueran mudas. Ahí tuve la posibilidad de explicarle la historia del cine, después probé con dibujos animados de Walt Disney en blanco y negro, para que vieran que los primeros dibujos habían sido en blanco y negro. Posteriormente llegó el color, así fueron teniendo noción de historia cinematográfica.
¿Cómo proyectaban y conseguían las películas?
--Teníamos un proyector de 16 milímetros, con un profesor que era proyeccionista y estaba encargado de crear la sala lo más parecido a un cine, él acondicionaba todo para que los niños pudieran estar sentados cómodamente y disfrutar de la función. Las latas la gran mayoría eran mías, las mandaba a comprar a Estados Unidos o la pedíamos a las embajadas.
En el taller trabajaban mucho con juguetes ópticos y cinematográficos, que fueron los inicios y experimentación del cine, como los Zoótropos, taumátropo, filoscopio.
--Busqué los juegos que fueran fáciles de hacer por los niños. Visitaba poblaciones muy pobres y había niños analfabetos que estaban con una desnutrición muy grande. Elegía los juguetes ópticos que los niños pudieran recortar y hacer, que fueran sencillos de confeccionar y resultó muy bien.
¿Cómo se sustentaba la actividad? ¿Con qué apoyo?
--Con apoyo de nadie, yo pedía limosna todos los años. Cuando ya había avanzado el taller como seis años, empezó el Fondart que era un fondo del estado que daban dinero para alguna actividad cultural, yo lo gané como tres veces, pero pues ya me dijeron que no lo podía ganar eternamente. Entonces todos los años era buscar el financiamiento.
Ahora su fundación continúa su legado...
--Estamos formando docentes que quieran desarrollar el taller por los barrios. Tomando las ideas de esta experiencia para que puedan desplegarla. En los años de pandemia aproveché el encierro y escribí Los cuadernos de Alicia, que reúne toda la experiencia a lo largo de los años. Ahí están todos los juegos las películas que se le exhibieron y cómo se le enseñó el lenguaje del cine. Estos tres libros doy cuenta de eso, del beneficio y la reacción de los niños.
¿Qué significó el cine para los niños del taller?
--Significó mucho, fue una experiencia muy vital que a los niños los hizo descubrir, no solo fue el momento de pasarlo bien, sino que había personajes que podían identificarse y desarrollar la expresión de sus sentimientos. Por ejemplo con las películas de Lamorisse El Globo Rojo o Crin Blanca. Los niños eran de bajos recursos, no tenían posibilidad de acceder a una educación completa, el cine fue un refugio. Yo quise dedicar mi vida a los que no tenían oportunidades. Los niños gracias al taller tuvieron una voz en su propio hogar, fueron escuchados, los padres nos contaban que por primera vez llegaban a la casa y hablaban de las películas, de lo que habían aprendido. Llevaban los juegos que habían hecho en el taller y los compartían con la familia, con el barrio. Les enseñaban a hacer los juegos a los amigos. Era una época donde no había recreación para las infancias, más allá de la de la calle. Dentro de la tremenda pobreza, el cine fue una esperanza para que lo humano pueda desarrollarse, en un período donde no estaba disponible para todos.
Cuando empezó el taller era el año 1985 y estaban en plena dictadura cívico militar. ¿Cómo vivió ese contexto? ¿tenían desconfianza de la actividad que proponía?
--Yo era una rata, yo no era nadie para la policía. Llegaba con los proyectores y los monitores y pasaba desapercibida. Después con el restablecimiento de la democracia fue una gran alegría. Justo en ese tiempo pudimos filmar el documental del taller con Ignacio Agüero, que se llamó Cien niños esperando un tren, que fue exhibida por todos lados, se había acabado un poco la censura.
¿Qué más recuerda del cine y la censura en esa época de Chile?
--Yo también daba sesiones de películas alemanas en el Instituto Goethe, ahí me contrataron como programadora. Estábamos en una dictadura muy fuerte y en ese momento la censura era total, no se proyectaban películas extranjeras, entonces, las traíamos escondidas en las valijas diplomáticas. Ahí exhibimos todo el nuevo cine alemán. Una de las cosas más interesantes que pasaba, era que entre las películas y nuestra realidad política se creaba un subtexto que nos daba profundidad. Pasamos La calle sin alegría, El acorazado de Potemkim, La Quimera del oro, en Santiago fue toda una sensación poder verlas en plena dictadura. Fue muy importante ese espacio, era una verdadera resistencia. El cine se llenaba, fue una manera de darle claridad a los estudiantes y sobre todo, de hacerles sentirlos acompañados. Acá se exiliaron muchas personas, pero no todos nos fuimos. Yo me quedé a acompañarlos.
El cine es un refugio para todos, pero usted logró que lo fuera también para los niños más vulnerables.
--Ellos necesitaban un espacio donde pudieran expresar su infancia. El niño pobre no tiene infancia, trabajan desde temprano, cuidan a sus hermanos menores, están a la deriva. Nosotros en el taller también cuidábamos a los hermanos más chicos para que los niños mayores pudieran desarrollarse, cuando se enfermaban también los íbamos a verlos. Yo me topaba con todas las realidades que había. El cine, la lectura era un universo para expandir y abrir el conocimiento; las imágenes y los libros valían para eso. Pero lo más poderoso del mensaje que les trasmitíamos era que todo eso que ellos estaban recibiendo nadie se los podía quitar. Le podían quitar la ropa, los zapatos, pero comprendieron que lo se aprende es de uno para siempre.
¿Qué espera de su legado?
--Dejar un legado de continuidad, que continúe el trabajo teniendo una mirada profunda hacia el mundo. Que puedan ver los sectores vulnerables y sean partícipes del cambio. Ese es mi legado, haber despertado en gente nueva y joven un interés por un grupo de personas que pasan desapercibidas y necesitan de la calidez. Las personas cambian con ese contacto humano, cuando es fuerte y verdadero.
En el mes de marzo fueron se cumplieron 17 años de la Cineteca Nacional de Chile donde la homenajearon. ¿Cómo se lleva con los reconocimientos que generalmente llegan tarde para las mujeres?
--Los acumulo. También, son importantes las muestras de afecto que todavía recibo de mis alumnos.
El cine, la lectura era un universo para expandir y abrir el conocimiento; las imágenes y los libros valían para eso. Pero lo más poderoso del mensaje que les trasmitíamos era que todo eso que ellos estaban recibiendo nadie se los podía quitar. Le podían quitar la ropa, los zapatos, pero comprendieron que lo se aprende es de uno para siempre.