A eso de las diez y pico de la noche del viernes 25 de noviembre, y en La Habana, Cuba, murió el siglo XX. De una vez y para siempre, se acabó un tiempo largo y decisivo de nuestra historia. Un tiempo que empezó el nueve de enero de 1959 y no el uno, como se dice por ahí. Porque ha sido en aquel viernes 9 que Fidel Castro finalmente llegó a La Habana.
Quien aportó antes, el primer día de aquel año crucial, fue el Che Guevara. Luego, las columnas comandadas por Camilo Cienfuegos. Y entonces, consolidada la victoria, llegó el que había sido preservado de riesgos, el comandante de todo aquel follón al que con justa razón llamaban Revolución, Fidel. Fidel Castro Ruz.
Pues ahora dicen que en la noche del viernes 25 de noviembre de 2016, y a los 90 años de edad, murió Fidel Castro Ruz, hijo bastardo de un estanciero gallego y torpe con una empleada de su finca, pero no: lo que murió ha sido mucho, mucho más. Lo que murió ha sido una de las figuras más emblemáticas de la historia contemporánea, el símbolo del sueño de miles de gentes alrededor del mundo. El sueño de otro mundo, otra vida, más justa, más igual. Más digna. Un mundo viable, posible, pero vedado a la mayoría de las gentes.
Lo que se fue en aquella noche ha sido el hombre que, más que cualquier otro, representó la etérea, tenue, posibilidad de tocar el cielo con las manos. No lo logró, no lo logramos, es cierto. Pero nadie como Fidel representó ese sueño de multitudes, las multitudes de abandonados, de ninguneados, de silenciados por el mundo. Puede que haya habido otros en su mismo peldaño. Pero más elevado, mayor, ninguno. Ninguno.
Recuerdo una frase de mi hermano Eduardo Galeano, que decía más o menos así: Cuba no hizo la Revolución que quiso y podía hacer, sino la que pudo. Y eso es, y así fue: la inmensa distancia entre el sueño, el deseo, y la realidad, la vida.
Fidel Castro, esculpido en barro humano, como humano cometió errores. Unos tantos, unos muchos. Pero su legado supera todos sus equívocos. Con la ayuda y el duro precio pagado por miles y miles de compatriotas, condujo el intento de construcción de un sueño real.
He conocido a un montón de países y de pueblos. Ninguno, ninguno, tan solidario como el pueblo cubano. Recuerdo que en 1978 trabajadores de sindicatos dedicaban su fin de semana a construir edificios pequeños, de departamentos pequeños, para exiliados chilenos. Recuerdo que en 1980 médicos cubanos se postulaban como voluntarios para ir a países remotos. Recuerdo eso y mucho más. Y reitero: la Revolución creó un intento de nuevo género humano.
Fidel Castro ha sido, más que el conductor, el símbolo de ese tiempo, de ese sueño. Con sus conquistas, que son muchas, y con sus equívocos. Un sueño de dignidad, de soberanía, de altivez.
Recuerdo la primera vez que lo vi, a medio metro de distancia. Fue en los primeros días de agosto de 1978. Yo estaba en la fila de un vendedor callejero de helados. Se acercó un jeep, bajó Fidel y pidió uno de fresa. No había. Había de limón. Valía medio peso cubano. Fidel no tenía monedas. Ha sido un revoltijo en la fila, a ver quién le pagaba el helado a Fidel. Luego hubo varios encuentros, varios. Siempre me llamó la atención la timidez de aquel que era, fácil, el más poderoso hombre de la América Latina de mis años jóvenes.
También me llamó la atención, siempre, una característica: tú le preguntabas cualquier cosa, y él tenía la respuesta lista, aunque no estuviese directamente vinculada a la pregunta. Fidel tanto podía darte una respuesta directa como esquivarse en el mejor estilo de los grandes boxeadores. Sabía todo, pero decía lo que quería.
Sí, sí: ha sido el gran conductor y el gran constructor de una Revolución que fue lo que pudo ser, y no lo que quiso. Ha sido el conductor de una navegación única, de un ejemplo único de integridad y dignidad. La Revolución que hizo lo que pudo, y no lo que quiso. Pero que nos deja, a casa ciudadano de Nuestra América, una lección única, insuperable. En el periodo especial, el tiempo más perverso y cruel de la Revolución, cuando Cuba literalmente llegó al extremo máximo de restricciones, oí de Fidel una frase única: “Vea, no hemos cerrado una sola clase de escuela, un solo lecho de hospital”. A eso se llama Revolución.
Sí, sí, se equivocó un montón de veces. Pero supo honrar la palabra dignidad.
En 1992, lo presenté a Felipe, que tenía 15 años. Fidel miró a mi hijo de la cabeza a los pies, y le preguntó: ‘?Será que alcanzarás mi altura?’. Y en seguida, disparó: ‘Pues yo cambiaría mi altura por tu juventud’.
Ha sido otro de sus equívocos.
En aquella noche, Fidel tenía 66 años. Dos menos de los que tengo ahora. Muchos menos de que tenía Felipe. Y era más joven que nosotros. No, no: a las diez y pico de la noche del viernes 25 de noviembre de 2016, quien se murió en La Habana, Cuba, no ha sido Fidel Castro Ruz, comandante de la última Revolución que intentó alcanzar el cielo con las manos.
Quien se murió ha sido el siglo XX.