Al compás de la creciente conciencia global respecto a las consecuencias devastadoras del cambio climático, el mundo asiste a una proliferación exponencial de medidas comerciales basadas en objetivos ambientales. Estas se multiplicaron por seis en el último cuarto de siglo, con los países europeos ocupando el primer lugar de la lista. El activismo regulatorio no es un producto de la casualidad. A nivel internacional, desde 1992 los estados debaten e implementan múltiples acciones para mitigar las causas y adaptarse a los efectos de ese fenómeno. Un hito paradigmático a este respecto es el Acuerdo de París, adoptado en 2015, que enmarca una batería de compromisos destinados a mantener el aumento de la temperatura media del planeta “muy por debajo de 2 °C con respecto a los niveles preindustriales”.

Reducir radicalmente la emisión de gases efecto invernadero (GEI) es crítico para el cumplimiento de dicha meta. Ante ello, la Unión Europea (UE) acaba de sacudir el tablero mundial con el establecimiento del denominado Mecanismo de Ajuste en Frontera por Carbono (MAFC), cuya plena implementación se prevé en etapas escalonadas hasta 2026. El MAFC, parte de un conjunto más amplio de medidas legislativas bajo el denominado “Pacto Verde Europeo”, es considerado vital para alcanzar la neutralidad climática en 2050 (emisiones netas de GEI igual a cero). De acuerdo a la visión oficial, este mecanismo tiene como tarea evitar la “fuga de carbono” (la deslocalización de empresas radicadas en Europa hacia países con legislaciones laxas), al tiempo que se espera que contribuya a “promover la descarbonización en terceros países”.

¿En qué consiste el MAFC? 

Se trata de una política centrada en las importaciones de bienes intensivos en carbono –inicialmente destinada a los sectores del cemento, aluminio, abonos, producción de energía eléctrica, hierro y acero - que penalizará a aquellos productos elaborados bajo prácticas avaladas por un marco regulatorio más permisivo en términos ambientales que el que definieron para sí los Estados miembros de la UE. Hasta aquí, no habría grandes objeciones: cuidándose a sí misma, la UE también busca proteger al planeta. Tanta bondad resulta conmovedora. Empero, una mirada más atenta permite dudar de este acto magnánimo.

En primer lugar, es preciso recordar que, desde la génesis de los debates sobre el cambio climático en el plano multilateral, se acordó que el abordaje se vincularía a la responsabilidad histórica de cada país frente al problema. En concreto, los países desarrollados asumirían compromisos vinculantes y con un nivel de ambición más elevado que los de menor desarrollo, los cuales solo lo harían de forma congruente con sus capacidades y con la ayuda económica de los primeros. 

Este eje rector de los debates y las acciones, conocido como el principio de “responsabilidades comunes pero diferenciadas”, está consagrado en el artículo 3.1 de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático y es acorde a un dato contundente: más de la mitad de las emisiones corresponde en la actualidad a tres actores -China, Estados Unidos y la UE, pero es dable destacar que son éstos dos últimos, en su despliegue económico desde la segunda revolución industrial a la actualidad, los causantes de gran parte de las emisiones acumuladas (según cálculos, explican la mitad de las emisiones GEI desde 1850).

A pesar de ello, y a contramano de lo que cabría esperar dado el papel histórico que tuvieron los europeos, la característica primaria del MAFC es la equiparación inmediata de las ambiciones y responsabilidades climáticas entre la UE y el resto del mundo. Con mínimas excepciones, los productos importados desde cualquier origen por miembros de la UE deberán pagar el mismo precio por sus emisiones que los productos europeos. A decir verdad, la lógica aplicada por la UE no es exclusiva del MAFC. Desde hace varios años, este bloque ha decidido implementar un principio rector y transversal en sus relaciones internacionales basado en el concepto de “nivelar el campo de juego”. En criollo, eliminar todo trato diferenciado a los países de menor desarrollo y que todas las partes asuman los mismos compromisos más allá de sus diferentes responsabilidades y capacidades.

De modo coherente con ese posicionamiento, la UE también decidió avanzar en la implementación del MAFC haciendo oídos sordos a las objeciones que presentaron numerosos países en la OMC cuando la iniciativa era solo un proyecto incipiente. Entre ellas, la advertencia acerca de la incompatibilidad entre ese mecanismo y el “principio de no discriminación” sobre el que reposa el sistema multilateral de comercio, en tanto productos similares originarios de distintos miembros estarían sujetos a ajustes diferentes atento a la disparidad de emisiones en sus procesos de producción.

En segundo lugar, también levanta sospechas la propuesta relativa a la creación de un “Club del Clima” que se desprende de la norma fundante del MAFC. En rigor, más que promover la integración entre países que declama a viva voz, parece un dispositivo tendiente a levantar un muro comercial con respecto a aquellos países que no acepten el acervo comunitario; consolidando así un marco global para el establecimiento de un precio del carbono acorde con los niveles de ambición de la política ambiental europea, los cuales están asociados a su responsabilidad frente al cambio climático. Estos niveles, por cierto, son muy distintos a los de la mayoría de los países en desarrollo, a los cuales ahora se pretende “asociar” en el pago por la contaminación europea; situación por demás injusta teniendo en cuenta que la mitad de la población más pobre del mundo explica tan solo un 7 por ciento de las emisiones de GEI y que los costos anuales de adaptación que deben afrontar los países en desarrollo ascenderán en 2030, según datos de las Naciones Unidas, a 300.000 millones de dólares.

Por otra parte, validar la lógica de fragmentación de los espacios internacionales mediante la creación de clubes temáticos plantea otro gran interrogante para los países en desarrollo, por cuanto contribuye a erosionar el ya largamente apedreado principio de consenso multilateral y la acción colectiva para dar respuesta a los problemas globales. En tal orden, siempre resulta oportuno rememorar que la parcelación es funcional a los intereses de los países más fuertes y licua los intentos de resistencia de los países periféricos.

En tercer lugar, se debe subrayar el componente de imprevisibilidad que genera el MAFC para los exportadores. Sumada a la excesiva carga administrativa que conlleva su cumplimiento, la normativa deja explícitamente abierta la posibilidad de incorporar otros sectores al indicar que “debe establecerse una vía clara para ampliar gradualmente el ámbito de aplicación del MAFC a los productos, sectores y subsectores en riesgo de fuga de carbono”. Debemos señalar aquí, por ejemplo, que la “agricultura, silvicultura y otros usos de la tierra” explican un cuarto de las emisiones totales. 

Teniendo en cuenta que allí se concentra parte relevante de la oferta exportadora argentina (la cual por si fuera poco continúa expuesta a las históricas y aún no resueltas medidas internacionales distorsivas, como subsidios desproporcionados, contingentes restrictivos, aranceles prohibitivos y barreras técnicas sin sustento científico), no hace falta remarcar la importancia futura que puede tener una eventual ampliación de la lista de sectores abarcados para la economía nacional.

En síntesis, una vez más es evidente que los países industrializados están dispuestos a utilizar cualquier herramienta, incluso subvirtiendo el sentido de profundas problemáticas globales, para continuar reafirmando su posición en la economía internacional; mientras los fondos necesarios para que el resto del mundo (en desarrollo) de respuesta al cambio climático brillan por su ausencia, al igual que las indispensables políticas de transferencia tecnológica. 

Además de cuestionar estas iniciativas y combatir el proteccionismo encubierto en el plano multilateral en todas sus formas, desde el sur global se debe advertir la naturaleza polifacética que se desprende de la llamada “agenda ambiental”; y repensar, a la par, las políticas industriales a efectos de ir readecuando el entramado productivo en línea con la nueva realidad del comercio internacional, que incluye cada día novedosas exigencias regulatorias de índole ambiental. Estas tareas son indelegables y constituyen hoy verdaderos actos de defensa de nuestro derecho al desarrollo, a menos que consideremos que podría existir (y resultar deseable) “una solución europea a los problemas de los argentinos”.

*Investigador Universidad Nacional de Quilmes

**Docente Universidad Nacional de Tres de Febrero